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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Otro espíritu sobre las aguas

Varios hombres sentados a una mesa están jugando a las cartas. Chupan distraídamente sus pipas de barro y sueltan espesas nubecillas. Tienen entre las manos esos naipes mil veces usados que se pegan a los dedos, pero es justamente esa cualidad doméstica lo que hace que tarden mucho en cambiar de baraja. Los naipes nuevos resbalan suavemente los unos sobre los otros, se deslizan limpios y rectos cuando se abaten sobre la mesa, son duros y fríos. En consecuencia, sólo pueden ser plenamente aceptados cuando, al cabo de los meses, vuelven a tener esa cualidad húmeda, combada, cálida que comparten con el morro de los perdigueros apiñados y ateridos de frío en el patio de la taberna, cuyos leves gemidos llegan a veces hasta la mesa de juego. Entonces algún jugador musita un nombre en susurros, "Momo" o bien "Dana", como si su perro pudiera oírle a esa distancia y es el caso que, en efecto, uno de los canes calla, da dos vueltas sobre sí mismo y se tumba a dormir enroscado sobre el frío suelo.

En otra mesa cercana, dos hombres y una mujer beben vino ligeramente turbio en sendos vasos muy altos, conos de vidrio que reflejan la luz de una lucerna. No hablan, sólo se miran de vez en cuando y comparten una sonrisa, un cabeceo, un alzamiento de cejas. Sobre la mesa de madera rayada por el uso hay restos de nuez. Uno de los hombres ha debido de cascarlas con la empuñadura del cuchillo que puede verse a la derecha, junto a la mano de la muchacha, una mano pequeña y mórbida que queda al final de un brazo blanco, carnoso, desnudo como sus hombros y su cuello, a pesar de ser invierno. Es una moza de las que allí llaman "de cuerpo de oca", apenas adolescente pero ya con el aire rotundo de la matrona que será dentro de escasos años. La ropa es casi lujosa, aunque no tanto como los calzones, el jubón y las botas anchas del hombre del puñal./upload/fotos/blogs_entradas/terborch_el_concierto_med.jpg

De pronto, para nuestra estupefacción, los naipes vuelan de las manos de los jugadores y se fijan en un cuadro que cuelga del museo nacional de Amsterdam. Lo mismo sucede con los perdigueros cuya figura, el pelo corto y suave, el rabo que fatiga la tierra, las orejas colgantes, se trasladan y quedan fijos en otra tela contigua. Y lo más asombroso, igual sucede con la sonrisa que el caballero del puñal ha cruzado hace un instante con la atractiva muchacha de los hombros desnudos. Allí está la sonrisa, tan efímera, tan atada a un instante insignificante, casi inexistente, paralizada por los siglos de los siglos en un cuadro de museo. Seguimos mirando atónitos las pinturas de este milagroso Rijksmuseum y vemos pipas de barro, nueces cascadas, alfombras, sobres de cartas, abejas, una mondadura de limón, la mujer que saca a pasear a su hijo envuelto en un atadijo de lana, otra que arroja a la calle el oscuro contenido de una bacinilla, el vaso de vidrio cónico con el reflejo de la ventana, en fin, la vida corriente, vulgar, sencilla, los objetos, las situaciones comunes, todos transfigurados en obra de arte.

¿Qué pudo suceder en la Holanda del siglo XVII para que se diera este ataque feroz, despiadado, contra lo más humilde, aquello a lo que nadie había dado importancia, lo que siempre pasó inadvertido como mera dilación de nuestra piel, de modo que ya nunca más el naipe usado, el morro del perdiguero, la copa de vino o la sonrisa galante pertenezca a sus dueños sino a todo el mundo? Porque desde el momento en que fueron elevados a obra de arte, aquellos objetos y momentos de la vida común dejaron de ser instantes y cosas personales, individuales, inconfundibles, vivientes, y se convirtieron en signos perfectos, así que ya nunca más pudimos beber en ese vaso alto de vidrio sin pensar que era un Terborch, ni percibimos una sonrisa tabernaria sin recordar a Brouwer, ni pudimos pisar una alfombra que no nos dijera: "Cuidado, soy un Vermeer".

En el paroxismo de esta elevada abstracción y con un insoportable grito de alegría, Heidegger celebra que en las botas pintadas por Van Gogh se encuentre la fatigada experiencia de las botas verdaderas, sus múltiples caminos, la apretura de unos pies deformados y contrahechos, el barro, el polvo, toda una vida al servicio de su dueño. Y sin embargo, es todo lo contrario: esas botas elevadas de rango ya no son el útil del labriego, del caminante, del peregrino o del propio Van Gogh en tanto que excéntrico ciudadano, buen bebedor y de oficio sus pinceles, sino el signo abstracto del dolor humano encarnado por un icono que destruye para siempre las viejas botas que todos hemos amado con locura y por cuyo amor hemos tardado demasiados años en comprar unas nuevas. Pero las nuevas son duras, inflexibles, frías y no las redimen nuestras viejas botas convertidas ahora en obra de arte. También Van Gogh era holandés, claro está, y verdugo de botas, sillas de mimbre, mesas de billar, jugadores de naipe o comedores de patatas. Nunca, que yo recuerde, de sonrisas, aunque sí de orejas recién cortadas o de pipas encendidas que en breve se apagarán. Toda esa vida inmediata y verdadera, cálida y desesperada y dolorosa y placentera, la nuestra, la de todo el mundo, abstraída ahora y petrificada en una imagen única y universal.

¿Por qué en Holanda y durante esos años? ¿Por qué había llegado el momento de condenar a la eternidad precisamente lo menos duradero, lo más próximo a nuestra piel? Hay una vieja leyenda que explica este misterio mediante una adulación del pueblo holandés, el cual habría ganado su tierra al mar y a los poderosos ejércitos español y francés, con tanto sacrificio, tanta inteligencia, tan sobrado coraje, que en cuanto gozaron de una bien ganada paz miraron a su entorno como sólo se mira a lo divino y pidieron que se detuvieran los amados objetos comunes, lo cotidiano, el milagro de la vida vulgar, que se eternizara, para luego colgar de sus paredes ese milagro que es un vaso de vino, nueces de cáscara rota, viejas botas o naipes fatigados. /upload/fotos/blogs_entradas/naturaleza_muerta_con_brida_med.jpgSólo que cuando eso tan íntimo y efímero se vive como un milagro, deja de ser prescindible y efímero y pasa a convertirse en un desafío del intelecto, algo así como el deseo de una fórmula sensible para una geometría material. "Una copa común significaba más de lo que significa, como si se tratara de la suma de todas las copas: la esencia de su especie", escribe el poeta Zbigniew Herbert en Naturaleza muerta con brida, escrito bajo el hechizo de Holanda.

Establecidos ya en su paz, en su negocio, en sus bellas y limpias casas repletas de objetos valiosos, dice Hegel, los holandeses se enfrentaron a un horizonte de espesa bruma, a una atmósfera gris, de modo que buscaron con enconada fascinación las luces, los reflejos, la coloración y los juegos lumínicos. ¿Atmósfera gris, horizonte de bruma?, esa es la vida que todos vivimos. Fue en efecto la terrible inanidad de la vida vulgar tan duramente ganada, lo que les llevó a proponer una eternidad alternativa (pero sólo figurada), espantados por la nueva guerra que ahora se les desataba y en la que tanto los vencedores como los vencidos iban a ser ellos mismos, la guerra de la insignificancia del vaso de vino, del naipe viejo, de la muchacha blanca como una oca, cuando ya no se puede vivir pegado a lo inmediato, cuando se alarga el tiempo y se impone la abstracción, cuando la transacción comercial es más fuerte que la lucha contra el mar o la muerte. Cuando las cosas pasan a ser mercancías.

Artículo publicado en: El País, 8 de noviembre de 2008.

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12 de noviembre de 2008
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Amarrado al duro banco (Góngora)

Alguno de mis amigos es todavía comunista. Cuando Bush empezó a nacionalizar bancos, estaba eufórico. ¡Por fin triunfaban las tesis socialistas! ¡El Estado estaba humillando al mercado! ¡Era el comienzo del fin del capitalismo! En realidad, uno diría que parece todo lo contrario: la demostración de que en el mundo de los privilegiados los organismos financieros son todopoderosos y en el de los desfavorecidos gerencian la carnicería. El grupo de banqueros de Wall Street sólo tuvo que descolgar el teléfono y dictarle a Bush lo que tenía que hacer: "Querido, que nos nacionalices un ratito". Colgaron y se fueron al hotel más caro de los EE UU para celebrarlo. Está documentado.

/upload/fotos/blogs_entradas/zapatero_anuncia_nuevas_medidas_para_ayudar_a_las_familias_hipotecadas_y_reactivar_el_empleo_med.jpgCada día que pasa, Rodríguez Zapatero lanza una sarta de medidas, dice, para ayudar a los más pobres. Por fortuna hay analistas que no se dejan llevar al huerto. Si ustedes leen el blog de García Montalvo (y si no lo hacen, allá ustedes), sabrán lo que se esconde detrás de cada benéfica medida. Copio el comienzo del 3 de noviembre, cuando la prensa subvencionada cantaba el progresismo de las últimas novedades:

"Tengo que reconocer que las medidas anunciadas hoy son una jugada maestra. Inicialmente pensé que simplemente eran medidas para evitar que los desempleados perdieran sus viviendas. Pero cuanto más lo pienso más creo que ese no es el objetivo último. Me da la impresión de que se trata de una forma increíblemente imaginativa de mantener bajo el coste de la financiación de los bancos y cajas de ahorros."

Viene luego el razonamiento de este raro catedrático de economía que al parecer no ambiciona la Creu de Sant Jordi o una poltrona en la capital. Y la conclusión es simplísima: el gobierno de Zapatero no está ayudando a los pobres, sino obedeciendo a la banca. De hecho, las medidas adoptadas habrán sido calculadas por los gabinetes técnicos de algún banco, esos servicios de donde han salido casi todos los ministros socialistas de cierta entidad. Supongo yo que sólo por esa razón el PP los bendice. Al fin y al cabo tienen el mismo dueño.

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de noviembre de 2008.

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10 de noviembre de 2008
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La dignidad del espectáculo

Las noticias sobre el aumento del paro mencionan un recorte sobre la totalidad de los campos: agricultores, albañiles, peluqueras, arquitectos, anestesistas, todos sufren la rebaja laboral. Hay dos campos, sin embargo, que se libran, los funcionarios y los políticos. La administración y los políticos componen un gigantesco teatro llamado "El Estado" donde se representan obras dramáticas, las cuales requieren una enormidad de personal. Algunos están en la tramoya o a cargo del aparato técnico (iluministas, ingenieros de sonido, escenaristas), otros en la gestión cívica y comercial (abogados, gerentes), son los que sostienen el sombrajo y tanto si representan "El Franquismo" como "La Democracia" siguen en sus lugares. Porque lo curioso de la pieza, lo que cambia, son los actores. Ellos hacen creíble o increíble la obra y reciben el aplauso o el silbido del público, que es quien paga el montaje.

Todo reposa sobre la célebre "suspensión de la incredulidad". Amo asistir al teatro por la misma razón que amo leer novelas, porque durante un tiempo suspendo mi razón crítica y acepto que ese señor que gesticula en el escenario es Falstaff, aunque bien sé que es Orson Welles. Suspender la incredibilidad es un placer y permite vivir experiencias imposibles. No obstante, si Orson, por incompetencia, se olvida del texto o se dirige a un espectador para pedirle un cigarro, la suspensión de mi incredulidad se frustra y protesto furiosamente. ¿Cómo se atreve Orson Welles a sustituir a Hamlet? Y eso es lo que sucede cuando los actores de la democracia se compran, con nuestro dinero, un despacho o un automóvil grotescos, o hacen un viaje caprichoso, o regalan a hermanos y amantes un sueldo fijo, o se van de lenocinio. En ese momento desaparece el President del Parlament o la figura sagrada del nacionalismo gallego y aparece un tipo que finalmente sólo es un redactor de El Mundo Deportivo llamado Benach. La gente, con toda la razón, lo considera una estafa y le tira huevos. No es por la pasta, es por el espectáculo.

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de noviembre de 2008.

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3 de noviembre de 2008
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Ciudades sin príncipe ni fin

Con frecuencia se habla de las "ciudades mediterráneas" como si fueran similares, a la manera de las antiguas ciudades hanseáticas o las ciudades "orientales". Hace ya mucho que esas ciudades no tienen nada en común, excepto el mercado, que es el mismo en todas partes. Las mismas tiendas en la misma calle pretenciosa, burguesita y sosa se encuentran en Bari, en Málaga y en Niza, pero aparte de eso, cada ciudad (verdaderas "naciones" actuales) ha tenido que espabilar a su manera.

En el circuito mediterráneo nada une ya a Marsella, Génova, Barcelona, Nápoles, Valencia y Atenas, por no hablar de las ciudades del área islámica. Les queda la herencia de una suciedad perpetua y una brutal acomodación al ruido. Aparte de eso, de la vieja Marsella comida de piojos, centro de la droga, de la prostitución y la extrema derecha criminal, nada queda. De la Barcelona pederasta, hermafrodita y esperpéntica que atraía a los parisinos del siglo XX, sólo hay restos en zonas de la ciudad regidas por espectrales mafias. Atenas sigue siendo un caos extraordinario, pero sin gracia. La ciudad ha perdido el exotismo que embriagó a los grandes escritores del siglo pasado. Ahora es tan sólo un poblachón.

Queda Nápoles, eso sí. La ciudad que Greene calificó de "primera ciudad de Oriente", mantiene los arcaicos caracteres románticos del Mediterráneo. Sólo que los piratas se han tecnificado, imitan a figuras de la tele americana y son infinitamente más despiadados que sus abuelos. Nada tiene que ver la camorra actual, cabeza de puente del comercio ilegal chino, con la camorra romántica. El espeluznante Gomorra, de Alberto Saviano, da idea de los tipejos que ahora controlan la ciudad con más asesinatos por habitante de Europa.

Y sin embargo, es también la única de las ciudades "mediterráneas" que conserva el aura paradisiaca que era el atractivo primero de las ciudades levantinas. Su esplendor orográfico, su población abierta e impulsiva, la bella fraternidad de sus pobres, la ilimitada estupidez de sus ricos, el talento de sus intelectuales. Pues mira, me voy a Nápoles.

Artículo publicado en: El Periódico, 25 de octubre de 2008. 

 

Leve visita a un paraíso

El taxista miraba el billete de diez euros con suma atención, como si le hubiera extendido una sábana de quinientos. Por su expresión entre desolada y perpleja ya veía yo que la culpa era toda mía por no llevar los ocho euros que costaba el viaje. ¡Un billete de diez euros! Me juró que a esas horas de la mañana (eran las 13.10) no llevaba cambio, pero que me daría los dos euros en el muelle, cuando volviera a embarcarme. Era la quinta vez que me estafaban, pero es el precio que hay que pagar para conocer la ciudad más caótica y fascinante del continente. No es mal precio.

La escena, sin embargo, no tenía lugar en Nápoles sino en Procida, la menos popular de las islas napolitanas. Junto con Ischia y Capri forma un trío de colosal atractivo que sólo ha tenido fortuna en Capri, isla que ya era célebre en los años veinte del siglo pasado, cuando Alberto Savinio escribió un disparatado reportaje recién editado por Minúscula. En la actualidad Capri es un aparcamiento de masas y el paseo que dio Saviano (o yo mismo hace quince años) por jardines y huertos solitarios es ya imposible. De ahí el premio de Ischia, pero la sorpresa es Procida.

A cuarenta minutos de Nápoles en catamarán, se entra en Procida por el puerto comercial que suele estar en sombra ya a mediodía. La impresión es seductora, aunque no alcanza a los soberbios pueblos de la costa amalfitana. Sin embargo, basta caminar media hora o tomar un taxi doloso hasta Corricela, en la ribera opuesta, para llevarse un susto considerable. Las casitas multicolores trepan hasta alcanzar la altura de una iglesia azafranada, con la cúpula recortada contra un cielo de loza. En el puertecillo hay cuatro o cinco restaurantes bien educados con mesas bajo toldado. He usado la palabra "susto" porque aquel pueblo me recordó, no ya el Cadaqués de hace medio siglo, sino el muy anterior de Josep Pla que yo nunca conocí, pero del que guardo un recuerdo imborrable. Porque los recuerdos más duraderos y dolorosos son los de aquellos lugares y sucesos que nunca conocimos o no tuvieron lugar. Allí, a la vista, estaba el paraíso perdido tal y como me lo había detallado José Vicente Quirante sagaz guía del Cervantes napolitano.

Al parecer este lugar se ha conservado de modo milagroso por el odio que los napolitanos profesan a la isla. Fue penitenciaría durante siglos y todavía hoy puede subirse hasta la cima donde continúa abierta la cárcel militar con una vista apabullante sobre el Mediterráneo. Imagino que otra de las torturas de la pobre gente encarcelada durante el odioso reinado de los últimos monarcas debió de ser la conciencia de que tras los muros lucía la majestad del mar, el arco cromático del pueblecito, la civil danza de las embarcaciones pesqueras.

Tras la idílica estampa de ‘Caracale', donde todavía se pueden pedir espaguetis con pez espada o con la polpa delle canocchie, después de la augusta serenidad, del chapoteo de las barcazas, del cabrilleo marino, regresar a Nápoles requiere fuerza de voluntad. Desde que Bassolino se ha rendido, la pasmosa ciudad partenopea ha sufrido un descalabro. El antiguo alcalde era uno de esos ex comunistas que no retroceden ante nada y que conocen el farisaísmo de la izquierda italiana (y no sólo italiana), su cinismo, su impotencia en el control de los poderosos. Lo más poderoso de Nápoles es la Camorra, no sólo porque tiene comprados a jueces, policías, comisarios, políticos de todo pelaje, periodistas y cientos de chupatintas sino porque en la actualidad "el Sistema", como se llaman a sí mismos, es un ejército de treinta mil hombres que controla todos los negocios, honestos y deshonestos, del sur de Italia y ocasiona miles de asesinatos. /upload/fotos/blogs_entradas/gomorra_1_med.jpgEs aconsejable leer Gomorra de Roberto Saviano (Debate) antes de emprender viaje a Nápoles. El libro es estremecedor y ha inquietado a los bandidos napolitanos. Como es sabido, estos bellacos han condenado a muerte al buen Saviano, excelente persona, escritor con agallas.

También Bassolino se había enfrentado al crimen con el coraje de los viejos izquierdistas desengañados de la política oficial. Hace diez años, en mi última visita, la obra de Bassolino era evidente. No había logrado que coches y motos se detuvieran con semáforo en rojo, pero el caos se veía más templado que en este último viaje. La barbarie de los motoristas imita a la barbarie de la Camorra. Como escribió Giorgio Bocca, el origen del crimen es que esta gentuza se cree superior a los demás. Consideran que el orden jurídico, la educación, el respeto al prójimo, son cosa de imbéciles, de cobardes burgueses. Ellos son bravos, anarquistas, más listos que los proletarios, y ganan millones con la misma impunidad con la que las motos saltan por las aceras, van a toda velocidad en dirección prohibida o juegan a bolos con los peatones. Son los amos de la ciudad y pobre del que proteste. Bassolino les había hecho daño, de modo que los políticos corruptos le dieron la patada hacia arriba. Ahora es el presidente de la Región, el equivalente de nuestras Comunidades Autónomas. Ya no incordia. Dicen que se rindió. Que no pudo con la admiración que sus compatriotas sienten por Berlusconi, ese fullero campechano que sólo cree en el dinero y las mujeres. Por encima de la ley. El modelo nacional.

Artículo publicado en: El Periódico, 26 de octubre de 2008

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27 de octubre de 2008
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La caída del imperio americano

Probablemente sea cierto que el descalabro bancario es un síntoma de que los EE.UU. han perdido el poder mundial. Lo creen los analistas más ponderados y lo intuimos al percibir la languidez en la que ha caído esa nación. ¿Cómo va a dominar el mundo un país que ni siquiera puede vencer a los talibanes? La pregunta espeluznante es quién vendrá a sucederle. En ocasiones, platicando con castristas de salón que mantienen un infantil antiamericanismo de guerra fría, me he preguntado si su favorito sería el imperio alemán de Hitler, el británico de la cámara de los Lores, el francés de los Luises o el español de Felipe II. El amo de nuestras vidas siempre es odioso, como lo es cualquiera que asuma el mando. Quien osa mandar ha de ser arrogante, no puede evitar la injusticia, atrae el odio de los pueblos más débiles, pero también el de quienes se sienten débiles en su casa o en el trabajo. Sin embargo, no se puede evitar que alguien esté al mando. ¿Quién será el próximo?

/upload/fotos/blogs_entradas/historias_de_amiano_marcelino_med.jpgHe leído las muy voluminosas Historia de Amiano Marcelino, crónica de lo que llamamos "la caída del imperio romano", aunque para el autor sólo fuera lo común de cada día. Amiano asistió a sucesos cruciales de los que no podía intuir las consecuencias. Su vida transcurrió en el frente, con las legiones alpinas, en la Galia, en la Germania, en Mesopotamia. Vio cómo los godos cruzaban el Danubio en el año 376, aunque no podía sospechar que ese sería nuestro icono del hundimiento: caballos con el belfo espumeante, montados por jinetes de aspecto bestial, a cuyo paso se desmayan las doncellas romanas apenas vestidas con túnicas transparentes. Amiano vio sucederse los penúltimos emperadores, Constancio II, Juliano, Joviano, Valentiniano, Valente, el usurpador Procopio. Un declive acelerado del poder en manos de sujetos cada vez más estúpidos y sanguinarios asesorados por orates, usureros y sayones, que aún duraría medio siglo. La población era codiciosa, ignorante, haragana. Fueron barridos. Habría que leer a Amiano en los colegios. Como curso preparatorio, quiero decir.

Artículo publicado en: El Periódico, 18 de octubre de 2008.

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20 de octubre de 2008
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Más chulo que un ocho celtíbero

La expresión completa es "más chulo que un ocho de Iturzaeta", el cual era un calígrafo vascongado (la administración española es un invento vasco) cuyos elegantes garabatos se impusieron sobre las restantes grafías en tiempo de las guerras carlistas. Esta frase, junto con otras como la insuperable "sostenella y no enmendalla", reflejan un insondable componente de la peor identidad española. Y es un rasgo que no ha corregido la democracia. Continúa siendo la base del comportamiento de nuestra clase política.

El mismo presidente Zapatero que hace unos meses despreciaba a la oposición y la tildaba de "antipatriota" (¿de qué patria?) por advertir sobre el tortazo económico que se avecinaba, no sólo no ha pedido excusas como haría cualquiera de nosotros si hubiéramos insultado a nuestro dentista por advertirnos de una caries, sino que ahora reclama que acudan en su ayuda y "sin un pero ni una condición". De rodillas, vaya. Ejemplo magnífico de la arrogancia española que daba risa más allá de los Pirineos. La chulería del muerto de hambre.

Mientras tanto, esa misma oposición que tiene a medio partido mallorquín en el umbral de la cárcel por llenarse los bolsillos con el dinero ajeno, en lugar de despedirlos a todos prefiere sostenellos y no enmendallos, chulería que aún anima más a seguir con el latrocinio institucional español cada vez más próximo al siciliano.

/upload/fotos/blogs_entradas/joan_puig_med.jpgEn Cataluña el último ejemplo es una preciosidad. El miembro de Esquerra Republicana llamado Joan Puig, que se hartó de dejar en ridículo a su país mientras estuvo en Las Cortes haciendo el ganso, remató la faena declarando que los extremeños eran unos malnacidos (textual, "malparits") porque no besaban la mano de quienes les daban de comer, a saber, los benéficos catalanes, sean éstos quienes sean, las putas del Raval, la Abadía de Montserrat o los hijos de Pujol. Pues a este individuo, un comparsa de zarzuela que ha hundido en el descrédito a su propio país, acaban de nombrarlo jefe de gabinete de la presidencia del partido. No podían haber elegido mejor. Más chulos que un ocho.
 
Artículo publicado en: El Periódico, 11 de octubre de 2008.

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16 de octubre de 2008
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Cuando la luz oscureció la tierra

Hay en el norte de París una catedral truncada de la que sólo queda el ábside y parte del transepto. Es, sin embargo, el mayor edificio de su tiempo y sigue siendo uno de los fracasos más admirables del arte de la construcción. Tanto quisieron subir los muros que la nave central se derrumbó una y otra vez con el eco ominoso de Babel. Los templos góticos crecieron en menos de cien años como leves jaulas de vidrio por cuyas vidrieras entraba en haces la luz solar teñida de azul, rojo y amarillo. El interior del templo sufrió una enorme sacudida y los rayos tintados fueron expulsando geniecillos, demonios y otras potencias mágicas que aún tenían sus nidos en las covachas y hornacinas.

Eran demonios muy disminuidos que a lo largo del medievo habían pululado en las severas fábricas románicas. Allí, en la más completa tiniebla, se les pudo ver entre cirios y velones, a una lumbre engañosa que disimulaba sus rasgos paganos. Aquellos duendes y demonios habían resistido la persecución cristiana acomodados a las estatuas de los santos locales, de las vírgenes salutíferas, de los mártires de nombre ignoto, como San Protasio, en cuyas vísceras se ocultaba Pólux. Los creyentes, que habían aceptado con entereza que Diana o Selene cambiaran de hábito y ahora se cubrieran con una toca (siempre que siguieran protegiendo la fertilidad de las hembras o la salud del ganado), llevaban mil años conviviendo con brujas y magos en armonía sólo quebrada de vez en cuando por una pira en la que ardían algunos ciudadanos cuyo sacrificio era ineludible para seguir viviendo entre hechiceras y adivinos.

/upload/fotos/blogs_entradas/saintdenisinterior_med.jpgTodo se vino abajo cuando el obispo Suger, abad de Saint-Denis (cementerio de la corona de Francia, jardín pétreo de capetos y borbones que aún hoy sobrecoge), con el cerebro fulminado por un libro que él creía de Dionisio Areopagita, concibió una idea impía. A semejanza del emperador Constantino, vio como un mandato del cielo que los ennegrecidos templos de la cristiandad en los que sólo lucía el pabilo de las velas, recibieran una explosión de luz purificadora, para lo cual debía adelgazar los muros y sustituir la piedra por vidrio coloreado, de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad. La Verdad, pensaba Suger, ha de ser visible, sin opacidades, clara, pura luminosidad, la Verdad quiere ante todo ver y verlo todo. Con esta ofuscación solar comenzó el inevitable camino hacia las luces.

Hasta entonces, en el interior de las ermitas heladas entre glaciares, en las abadías de la sierra alpina o en los monasterios festoneados por la viña, apenas había nada para ver. O mejor dicho, estaba todo por ver. En invierno y en días de oscuridad, sólo la vacilante candela y quizás una sombra lechosa de alabastro, o un oro del altar, pero en verano, con los portones abiertos y días de grandísima bonanza, se seguía por los muros la novela de Cristo, su vida como mago milagrero y su muerte, condenado a la tortura por su gente, sus vecinos, lo que luego se llamará "la sociedad", la cual no soporta que alguien intente cambiar las costumbres, las manías, el orden cotidiano que no da la felicidad pero permite sobrevivir sin pensamiento.

Entonces los templos comenzaron a crecer en altura y su interior se vio animado por el fulgor de los topacios, de los rubíes, de las esmeraldas, de las turquesas, el bordado en oro de las capas pluviales, los báculos preciosos, las ricas mitras, el terciopelo de los príncipes y el acero bruñido de los condestables. El pueblo, que había acudido al templo durante mil años buscando la vieja magia pagana acogida al vientre de una Santa María o sobre los hombros de un San Cristóbal, ya no tuvo mirada más que para aquella mundana grandeza, aquella visión de la eficacia unida a la razón, la fuerza y la verdad. Ordenados por jerarquía, los ricos burgueses se vigilaban los borceguíes y las chupas genovesas, mientras sus esposas esquinaban tras el velo o la cofia una mirada aguda hacia las hijas en flor. A medida que retrocedíamos hacia el pórtico, grupos cada vez más pobres abrían sus ojos cautivados por el hechizo de los príncipes. Insidioso, por los oídos les penetraba un sutil fuego celeste: la aérea y sublime tracería gótica de las voces, del órgano, del laúd, que inundaba con lluvia angélica el cerebro de cereal. Así el mundo cobraba un sentido nuevo, más externo, claro y luminoso, más apartado de aquel mundo antiguo pegado a la cerrada tierra donde esperan los muertos.

Aún faltaba lo peor. A la iniquidad de cambiar antiquísimos y poderosos demonios por febles santos, y la intimidad absorta del mortal por los espectáculos sociales, hubo de unirse la destrucción final del lugar mismo de la magia pagana, el templo (aquella madriguera de los mortales en la tierra oscura), que sería sustituido por una gramática visual abstracta y traslaticia.

Hay un glorioso capítulo en el generalmente pelmazo John Ruskin, donde abomina de la arquitectura renacentista con palabras que podrían salir de la boca de un profeta veterotestamentario con el estómago hinchado de langostas y alacranes. Viene a decir Ruskin que mientras la construcción estuvo en manos de los maestros de obra, mientras se fabricó de un modo práctico, los edificios tuvieron la dignidad del trabajo humano. Las iglesucas románicas, incluso la más humilde, tenían la perfección de la labor agrícola y las piedras se ordenaban como surcos en el campo bien arado. Todavía los templos góticos fueron construidos a mano, por así decirlo, tanteando las cargas y los pesos, escapando por los pelos cuando caían. Porque siempre caían y entonces se rebajaba la carga y volvían a cepillar los carpinteros su viguería y los estereótomos a cortar sillares. Por eso en Beauvais sólo queda un tronco de catedral, lo que perduró tras múltiples derrumbes de las naves, zona del pueblo. Se conservó el ábside porque es zona noble, aún prodigiosamente noble.

Sin embargo, dice Ruskin, llegó un momento inicuo, un ataque de gravísima impiedad en el que la construcción ya no se llevó a cabo tanteando y dejando que los muros cayeran cuando no aguantaban la carga, sino mediante el cálculo sistemático de una forma ideal. Fatal giro que arrasó un modo de vivir de los mortales desde las cuevas de Chauvet y Altamira. Ya no volverían a habitar acomodados a la materia que regala la tierra, en fraternidad con piedras, maderas, metales, e incluso con el ganado y las plantas impregnadas de droga salvadora, pastoreados por demonios y magos. A partir de ese momento (momento inicuo que da comienzo a lo que llamamos "la era moderna") los humanos iban a tratar de vivir en el hueco de una gramática calculada, segura, constatable e independiente del lugar, como arrancada de la tierra y suspendida en el aire. /upload/fotos/blogs_entradas/pin_33_med.jpgLa construcción ahora podía ser de piedra y madera, pero también de vidrio, de titanio, de plástico, de papel, de acero o de tela. Siendo lo esencial la forma teórica, el material con que se construya carece de importancia y los gramáticos serán quienes decidan cuándo una puerta, un arco, una ventana o una cubierta es aceptable o no lo es.

En unos años atroces, los de la Italia del siglo XV, se arrancará de la tierra una abstracción llamada "espacio". Brunelleschi levantará una cúpula que niega la gravedad y es pura teoría visible. De Alberti a Piero aparece completa la integridad de un espacio perfecto y perspectivo, sin relación con la densidad terrestre, liberado de la materia y la decadencia, extirpado de la vida mortal, lanzado a la eternidad que habían inaugurado las cabezas de caballo en la cueva paleolítica de Chauvet. Ahora ya podíamos fabricar casas en serie y adosados.

Artículo publicado en: El País, 12 de octubre de 2008.

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13 de octubre de 2008
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Y aquí, un colega del taller

Unos pocos plumíferos creemos que el periodista debe mantenerse lejos del poder y estar atento a sus atropellos. Lo cual nos convierte en apestados entre la gente que vive a costa del erario público (o asimilados), gozamos de mala reputación y nunca nos regalan entradas para el fútbol. Una verdadera felicidad muy difícil de alcanzar.

/upload/fotos/blogs_entradas/la_dictadura_de_la_incompetncia_med.jpgPor eso me ha producido gran regocijo el libro de Xavier Roig titulado con toda exactitud La dictadura de la incompetència (La Campana). Como ven por el acento en la è, de momento sólo se puede leer en catalán, pero confío en que se traduzca ipso facto porque es de aplicación general de Barcelona a Algeciras. No conozco a Roig, pero colabora en el diario Avui así que deduzco que está libre del baldón de españolismo y más bien debe de tirar a nacionalista. Eso no ha impedido que escriba un libro demoledor sobre la administración catalana y en especial contra sus mimados e incompetentes políticos. No se engañen, lo que dice sobre Cataluña es aplicable al resto de España.

Roig, un especialista en nuevas tecnologías que ha ocupado cargos directivos multinacionales y ha vivido en cinco continentes, cuenta que el origen del libro se encuentra en un estupor. Invitado por un ministro de la Generalitat a formar parte de una comisión de expertos elegidos entre lo que el jerifalte llamaba "la sociedad civil", se percató de que sólo tres de los diez convocados trabajaba en el sector privado. Los demás eran funcionarios. La "sociedad civil" de los políticos catalanes se parece cada vez más a la de los Sindicatos Verticales.

Xavier Roig expone que nuestra sociedad, adormecida por la subvención, una educación vetusta, las mafias, la incompetencia, la opacidad mediática, la partitocracia, los hermanos y cuñados y un colosal funcionariado clientelista, se está convirtiendo en aquello que los separatistas llevan treinta años diciendo que odian del estado español.

No va a recibir muchas felicitaciones por este libro y la mía seguramente le caerá como un tiro, pero qué le vamos a hacer. Es la pura verdad.

Artículo publicado en: El Periódico, 4 de octubre de 2008.

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6 de octubre de 2008
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El rey de la péñola jacetana

Tener un poeta en tu vida es fuente de alegría. Si los gobiernos no tiraran el dinero podrían dedicar una partida a poner poetas en la vida de las gentes. Con muy poco dinero aumentaría mucho eso que ahora se llama "calidad de vida". /upload/fotos/blogs_entradas/papur_med.jpgMi poeta biográfico es Francisco Ferrer Lerín, con quien he vivido aventuras extremas y temibles encuentros. Es un poeta del enigma, del desmán, del arcano, del rijo, del sindiós, del crimen y de la casquería. Acaba de publicar su último poemario, "Papur", en un sello de nombre apropiado: Editorial Eclipsados. Yo diría que son unas cincuenta novelas en miniatura seguidas de poemas científicos (es muy bello el llamado: "Ingesta de carne humana a cargo de aves en las provincias de Lérida y Huesca", para enamorados y tal) y dos guiones que podrían dar algo de vidilla al cenizo cine español. Aprovecho la ocasión para aclarar un punto de nuestra biografía que tanto ha dado que hablar a los historiadores y archiveros.

En la presentación de uno de sus libros y al narrar algunas escenas de nuestra vida en común, Ferrer Lerín reveló que yo fui el ganador del primer concurso de masturbación que se celebró en España tras la muerte de Franco. Por el gesto adusto del numeroso público adiviné de inmediato que había sido malinterpretado, pero luego nos olvidamos y ya no volvimos sobre el asunto. Tras mucha vacilación, hoy debo aclararlo. En efecto, en los años sesenta algunos estudiantes radicales ganábamos unos duros masturbando cerdos. Los payeses catalanes no gastaban en piensos y con aquella práctica ancestral sabían que el marrano sacaba carnes más blandas y menos pestilentes. Iba a peseta el gorrino. Hoy eso se ha perdido, por el Erasmus. Sin embargo el concurso no lo gané yo sino alguien que hoy goza de tan temible poder que no puedo dar su nombre y sólo de pensarlo tiemblo. Debo añadir que cada vez que entrábamos en cochiqueras los cerdos iban, enloquecidos, hacia Ferrer Lerín con el morro palpitante y los ojos encendidos. También de eso va su libro. Es muy bueno.

Artículo publicado en: El Periódico, 27 de septiembre de 2008. 

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29 de septiembre de 2008
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Signo de victoria y muerte

Los actuales escolares serán, quizás, los primeros niños españoles para quienes el signo de la cruz ya no sonará como el bajo continuo de todo lo visible. Desde el siglo octavo y hasta hace unos decenios, la cruz ha sido el signo más repetido, más presente en el espacio y en el tiempo de los españoles. También en otros lugares, en los extintos estados vaticanos particularmente, pero sin la fiera intensidad con que entre nosotros se imponía, como si fuera la firma al pie de un permiso de vida. En España la cruz, la cruz impenetrable, había nacido en respuesta a la afilada media luna, el arco blanco con ojeras femeninas contra el que se alzó Santiago y aunque nosotros ya lo habíamos olvidado, la cruz mantenía su nervio guerrero y nos trabajaba en el silencio nocturnal.

Por eso choca, al cabo de los años, percatarse de que la cruz tardara en ser signo cristiano y que su historia sea novelesca y enigmática. Porque la cruz de tosco palo que marcó nuestra mirada para siempre en las escuelas, comenzó siendo una cruz de luz sobre el cielo blanco del mediodía romano. En el año 312, poco antes de la batalla decisiva, el futuro emperador Constantino, cegado, alzó una mano a modo de visera, atónito por la vehemencia de una luz obstinada que encandecía la mañana. Y vio una cruz luminosa flotando sobre la misma luminosidad. Su razón le decía que aquello no podía ser visible, pero él lo estaba viendo. O quizás no, porque en otro de los relatos escritos por Eusebio de Cesarea, su biógrafo (que nunca sabremos si es verdadero y si, como dice, así se lo confesó el emperador, o si fue una invención turiferaria o un fraude), cuenta también que lo divisado por Constantino no fue la cruz sino una leyenda que decía: "In hoc signo vinces". ¿Qué importa? El emperador adivinó que aquella era señal de un dios poderoso y enterado de que cierto mago oriental había muerto ajusticiado, pero que sus seguidores lo tenían por un dios al que llamaban "el Ungido", es decir, el Cristo, mandó grabar en los escudos de sus soldados las iniciales del mártir, Chi Rho, que en mayúsculas daban una X y una P, las cuales figuraban al siguiente día en decenas de miles de escudos golpeados por espadas y en el estandarte imperial, el lábaro, horas antes de que en el puente Milvio con fuerza rabiosa Constantino arrasara a las huestes de Majencio y se hiciera con el poder absoluto. El signo del Ungido, el Crismón, fue a partir de aquel momento el amuleto personal de Constantino, el que le cuidaba en las batallas.

No por eso los cristianos, ya legalizados e incluso favorecidos por el poder, usaron la cruz como signo común. Apenas si la trazaban sobre la frente para espantar a los demonios y se reconocían entre sí mediante ese conjuro mágico con el que captaban la simpatía del poderoso mago que había hecho cristiano al emperador. Porque el signo cristiano era entonces la figura de un pez, más leve y bendita que ese patíbulo de suplicio, ese madero manchado de sangre en el que nadie podía reconocerse sino quizás un sanguinario emperador colosalmente ambicioso y asesino de sus allegados. Vendrá luego la leyenda, falsa o dudosa, sobre la madre de Constantino, la que desenterró la cruz del Ungido para hacer con ella finas astillas que luego figurarían en todos los relicarios de la cristiandad hasta dar un peso excepcional, como si la cruz del Gólgota fuera de uranio. Sólo casi cien años más tarde, en Bizancio, con el emperador Teodosio, la cruz comenzaría su pasmosa ascesis para limpiarse de la sangre y olvidar la tortura, hasta aparecer simple y desnuda: unos brazos abiertos que acogen a cuantos sufren o padecen injusticia, los simples, los perdidos, los abatidos.

Tengo ante los ojos la gran cruz de Justino II, la Crux Vaticana guardada en el Tesoro de San Pedro, una de las pocas que han sobrevivido al exterminio del cristianismo oriental, sin duda pieza de mucho valor en la Constantinopla del siglo sexto. El relicario interno contiene un alma de la Santa Cruz y la cruz misma está cubierta de gordas gemas. Debió de servir como protección contra la esterilidad, el mal de ojo, la posesión, la enfermedad bubónica, los jueces corruptos, la cicuta. Estas grandes piezas, pero también las pequeñas, tenían mucho poder contra los demonios, es decir, contra los dioses antiguos que, aunque vencidos, seguían hostigando a cristianos y paganos. La cruz aún no sostenía un cadáver. El Cristo no aparece como dios muerto hasta mucho más tarde. En sus primeras imágenes bizantinas, cubierto de túnica púrpura, en majestad, vuela con los brazos abiertos como gran ave. Estas piezas guardaron su poder largo tiempo. Todavía es posible ver, hoy día, en alguna parte de Andalucía, figurillas de madera o piedra que mantienen una eficaz fuerza de apaciguamiento de los demonios, que sanan a los escrofulosos, que limitan el dolor de quienes paren hijos hidrocefálicos, que sanan del pasmo o protegen a las plantadas en cinta. Fuerza mágica de antigua energía griega y romana que es la de aquellos demonios ahora esclavizados bajo tierra, pero siempre vigilantes para escapar por una grieta y atacarnos y confundirnos.

Todo esto latía agazapado en las cruces de nuestra infancia, pero nosotros nunca lo supimos. Y hoy es ya demasiado tarde.

Artículo publicado en: El Periódico, 24 de septiembre de 2008. 

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24 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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