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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Una cruz en Duchov (tercera entrega)

Nos referimos al celebérrimo episodio de su huida de la prisión de los Plomos, una de las mejores aventuras de su vida, una obra maestra de suspense que fundará su fama en las cortes europeas cuando la publique con el título de "Mi huída de los Plomos". Pero cuando esto sucede nos las tenemos ya con un hombre de treinta años en la plenitud de su fuerza. De no ser así, nunca habría podido escapar. Hasta ese momento, 1756, ya ha viajado mucho, ha vivido en Constantinopla, en París, en Dresde, en Praga, en Viena, pero sigue siendo un perfecto súbdito de la Serenísima. La huida de la prisión del Dogo y la humillación de la nobleza veneciana ante semejante audacia, harán imposible su regreso hasta mucho más tarde.

    Emociona pensar que sólo a partir de esa extraordinaria fuga perderá Casanova la nacionalidad republicana, pero que no cejará hasta que la retome en 1774, cuando la nobleza se digne perdonarle. Y aquí tiene el lector otro dato de suprema importancia: en cuanto regresa a Venecia con el perdón del Dogo, se acaba la historia de su vida narrada, se acaba la Histoire de ma vie. No cumple su promesa y cierra la historia de su vida cuando regresa a casa. Será justamente ese ansiado retorno, ya cincuentón y vencido, lo que le irá sumiendo en un abismo de abyección (espía, soplón, rufián) que sólo acabará con un segundo exilio, cuando se vea obligado a fatigar nuevamente los caminos de Europa sin un céntimo, moral y físicamente hundido, rechazado por toda la sociedad rica (que era su sustento, como el mar para los peces) y en circunstancias cada vez más desesperadas hasta que, ya sexagenario, lo recoja el conde de Waldstein y lo mantenga en la biblioteca de su castillo de Dux (hoy Duchov, en Chequia) como una curiosidad o un ornamento de gabinete. Allí moriría en 1798 sin ni siquiera una lápida. Y cuando la pusieron, estaba mal escrita.

    Los detalles de esa parte sombría, lo que Casanova no escribió, lo sabemos por los casanovistas, un club internacional selecto y trabajador, que ha rastreado hasta el último rincón de la vida real de Casanova y esclarecido puntos chocantes, como que muchas de las aventuras inverosímiles sean verdaderas, en tanto que las verosímiles puedan ser falsas. Ellos son los que nos han descrito los últimos años de Casanova en aquel castillazo bohemio (Nota 5), en el confín del mundo, befado por sirvientes que le despreciaban y atormentaban, convertido en una figura grotesca que vestía, se maquillaba y actuaba como un primoroso galán de los que se pavoneaban por el París de sesenta años antes, sin dientes, medio chiflado. Y a pesar de todo (¡oh asombro, oh admiración!) todavía era capaz de seducir epistolarmente a dos o tres buenas mujeres (jóvenes) que le enviaban sopas, dulces, mensajes, regalitos, compañía escrita y, sobre todo, afecto. Fue allí, esquivando la locura, cuando, para distraer el insoportable dolor de una vejez miserable, comenzó la redacción de este libro solar, el más completo homenaje que se ha escrito jamás a la energía de la juventud, al gozo supremo de lo inmediato, el placer de respirar, de tener los músculos elásticos, los nervios templados y el deseo tenso como el de un felino que olisquea gacelas.

    Seguramente comenzó a redactar estas memorias hacia 1789 (¡año memorable¡) durante los interminables inviernos bohemios, pero las fue puliendo y reescribiendo en sucesivas ocasiones hasta que el texto que ahora conocemos estuviera listo, posiblemente hacia 1797-98. La revolución y las guerras napoleónicas, que no terminarían hasta 1814, hicieron del manuscrito una pieza secreta y preciosa, conocida por muy pocos y difundida sólo entre algunos amigos del Príncipe de Ligne, gran guerrero y amigo de Waldstein, el cual había tomado una particular afición por el anciano Casanova, y a quien éste copió parte del texto para uso personal del magnate, lo que originaría un lío mayúsculo en la posterior recepción del manuscrito definitivo.

    Conocemos también el detalle más triste de este final despiadado. Aún retocaba su obra en 1798 cuando, tras innumerables cartas pidiendo clemencia, le llegó un segundo perdón del Dogo veneciano. Compadecida, la máxima autoridad de la Serenísima otorgaba su favor para que el anciano de Duchov regresara a morir en su ciudad natal, como había rogado a lo largo de innumerables y fríos inviernos bohemios. No pudo ser. El bibliotecario de Duchov, personaje estrafalario por el que nadie estaba ya interesado y que todos tenían por un incomprensible capricho del duque (hacía ya muchos años que Waldstein no ponía los pies en su castillo, afanado de batalla en batalla en las campañas napoleónicas), se apagó con la carta del Dogo en la mano. Sería enterrado de mala manera en aquel lugar oscuro sin que nadie pudiera sospechar el monumento a la felicidad que había escrito aquel desdichado bibliotecario. Nunca se han recuperado sus huesos.

    Cuenta uno de sus biógrafos, Guy Endore (aunque lo tengo por invención ya que ningún otro lo señala), que sobre su tumba clavaron los lugareños una cruz tan pobre y malparida, que cayó al suelo con la primera tormenta. Desde entonces, algunas mozas que acudían al camposanto de noche para encontrarse con sus amigos, salían despavoridas cuando la falda se enganchaba en los restos de la cruz derribada. ¡Qué éxtasis no habría supuesto para la mano de hueso del veneciano haber tan sólo rozado como una brisa aquella piel de veinte años, la dorada piel del mundo viviente!

 

Algunas precisiones

    La bibliografía de Casanova es tan inmensa como laberíntica. De manera que sólo doy unas informaciones básicas sobre lo que acaba el lector de leer.

    Hasta el momento, la mejor biografía es la de J. Rives Childs, Casanova, a new perspective (Paragon House, 1988), aunque la última que yo he podido leer es la de Alain Buisine, Casanova. L'Européen (Taillandier, 2001) que no añade gran cosa a Childs. Como introducción literaria sigue siendo muy entretenido el Casanova de Stefan Zweig aunque data de 1929 y está plagado de errores.

    Los casanovistas españoles son numerosos y activos. El episodio de Casanova en España es uno de los más graciosos e instruye sobre la abyecta situación moral y política de la España de esa época. El libro colectivo Giacomo Casanova. Memorias de España (Espasa Calpe, 2006) es sumamente interesante. En el mismo, destaca la aportación de Marina Pino con una de las más chuscas historias del periplo catalán del veneciano: "El conde, la bailarina y el obispo: ¿Drama o vodevil?".

    Las terribles humillaciones del anciano bibliotecario están recogidas en un libro de temible lectura. Son las cartas que escribió un Casanova histérico y mentalmente desequilibrado en sus últimos años. G. Casanova, Lettres a Sieur Faulkircher. L'Echoppe, Caen, 1988.

    Sobre la cuestión específica de Casanova y sus amantes se ha publicado recientemente un trabajo de Judith Summers, Casanova's Women (Bloomsbury, 2006), dedicado a identificar las mujeres reales que se ocultan bajo iniciales o con nombre supuesto en el escrito de Casanova, pero no ha sido recibido con entusiasmo por los casanovistas.

    Es de uso muy útil la publicación canónica de los casanovistas: L'Intermediaire des casanovistes, editada por Helmut Watzlawick y Furio Luccichenti. Subscripciones: 22, Ch. de l'Esplanade -CH 1214 Vernier (Suisse)

 

Nota:

(5)- Una ingente cantidad de documentación apareció en el propio castillo de Duchov: más de diez mil documentos que hoy se encuentran en los archivos de Praga, porque Casanova fue tomando notas a todo lo largo de su vida y guardándolas celosamente en un baúl que llevaba consigo a todas partes o lo depositaba en manos amigas hasta recuperarlo, lo que explica una capacidad de rememoración que de otro modo no sería razonable.

 

 



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4 de agosto de 2009
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Una cruz en Duchov (segunda entrega)

Siendo así que nadie mejor que él va a contarnos su vida, limitaremos esta introducción a unos cuantos asuntos que pueden orientar al lector. Y el primero de ellos es ¿a qué "vida" se refiere el título? Porque Casanova vivió decenas de vidas y no una sola; es el suyo un caso de síntesis colosal en la que es posible adivinar por lo menos cinco destinos posibles, aunque por fin venciera el menos cómodo para él. Vivió la vida de un seductor, pero también la de un eclesiástico, músico, inventor, político, científico, geómetra, médico, químico (o alquímico), economista, ¿qué vida no vivió? Este hombre tanto se dedicaba a proporcionar atractivas muchachas a Luis XV (la célebre Mademoiselle O'Murphy cuyas nalgas de melocotón aún se pueden admirar gracias a Boucher) como le escribía un estudio a la Emperatriz de Rusia para adaptar el calendario ortodoxo al europeo (Nota 2). Y sin embargo, cuestión que a él le desagradaría profundamente, ha quedado para siempre decretado como aquel que sedujo a cientos de mujeres, el fenómeno sexual de Europa. Esta es su herencia trivial.

    ¿Sedujo Casanova a muchas mujeres? Para empezar, rara vez seduce, sino que más bien se deja seducir, es decir, acepta de buen grado las ocasiones que se le presentan. Eso sí, adivina muchas más ocasiones de las que un ciudadano vulgar es capaz de intuir... o aceptar. Nunca fuerza la situación, jamás violenta a ninguna de sus amantes e incluso tiene una reserva sensible que le impide, por ejemplo, aprovecharse de mujeres ebrias. No hay nada extraño o exagerado en la vida amorosa de Casanova como no sea algo que, en efecto, es infrecuente: que se convierte casi siempre en amigo y protector de sus antiguas amantes. Muchos casanovistas lo han subrayado: el veneciano es el anti-Don Juan, su contrario y enemigo. Allí donde el aristócrata sevillano, infectado por la teología, se muestra vengativo, psicópata, misógino y engañador, en ese mismo lugar luce el burgués veneciano cómplice de las mujeres, su secuaz y su salvador en más de una ocasión. De otra parte (permítaseme la humorada) tampoco fueron tantas. No más de las que muchos universitarios actuales conocen bíblicamente entre el bachillerato y la licenciatura (Nota 3).

    Quizás el mayor misterio sea el de cómo pudo producirse semejante fenómeno: un libertino que, sin embargo, respetaba profundamente a las mujeres, en contraste, por ejemplo, con el perverso seductor Valmont de Les liaissons dangereuses (otro manual casi científico sobre las estrategias sexuales), por no hablar del marqués de Sade (Nota 4). Creo que en esa inclinación amable y loable de Casanova influyó grandemente que fuera nativo de Venecia, lugar en donde no se dio la represión religiosa que atenazó al resto de Europa durante siglos, donde la tolerancia sexual era manifiesta, y en donde (como le sucedió al propio Casanova) casi nadie era hijo de su padre. Absoluta y rotundamente veneciano, siempre en relación con venecianos que irá encontrando por todos los rincones del mundo (¡incluso en Barcelona... y le costará la prisión!), Casanova no dejó su patria hasta verse obligado a escapar.

 

Notas:

(2)- Como ejemplo de los trabajos científicos de Casanova (y en razón de que lo menciono), el lector curioso puede ver el titulado "Proposiciones de un diputado de la república de las letras, sometida al profundo juicio de la emperatriz de todas las rusias, Catalina II, con el objeto de hacer coincidir el calendario ruso con el europeo". Fue traducido y editado por La Gaceta del FCE en su nº 132 (diciembre de 1981).

(3)- En cambio, fue severamente castigado por éstas tan inocentes aficiones. El doctor Jean-Didier Vincent da la siguiente lista de enfermedades venéreas de Casanova entre los 17 y los 41 años: cuatro blenorragias, cinco chancros blandos, una sífilis y un herpes prepucial.

(4)- Hay que subrayar, además, que muchas de sus aventuras amorosas o sexuales son serias y no cosa de un día. Algunos de sus lances constituyen unas novelitas deliciosas dentro de la gran novela de su vida. La historia de la abadesa de Murano que compartió con el espléndido abate Bernis; la del travestido Bellino y esa escena digna de Hollywood que es el reencuentro con la mujer irrecuperable ya convertida en esposa y madre; la de Henriette a quien tanto respetaba y la única de quien quemó las cartas; la de Manon Balletti, y tantas otras, podrían editarse como breves narraciones libres y con fundamento propio.

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28 de julio de 2009
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Una cruz en Duchov (primera entrega)

Nota:

En octubre del presente año la editorial Atalanta publicará, por primera vez en España, una edición completa y rigurosa de las Memorias de Casanova. La traducción de Mauro Armiño es excelente y se acompaña con un extenso aparato de notas. He escrito el prólogo de este libro y lo reproduzco aquí por entregas con el permiso del editor.

 

Una cruz en Duchov (primera entrega)

La más antigua metáfora que conocemos es aquella que nos estimula a ver en todas las criaturas y fenómenos un reflejo nuestro, como si el mundo fuera un espejo y toda la creación se hubiera hecho a semejanza nuestra. Los técnicos la llaman "metáfora antropológica" y consiste en creer que todo nace, crece, se reproduce y muere, como solemos hacer los humanos. No sólo plantas y árboles, mamíferos e invertebrados, sino también las cordilleras, los volcanes, los mares y los hielos, el cosmos entero, nacerían, crecerían y acabarían muriendo como un humano cualquiera.

    La fuerza inmensa de esta metáfora influye incluso en nuestro modo de entender la historia, con imperios o naciones que pasan de un momento primitivo a la plena madurez y luego a una decadencia anunciadora de la muerte. Sin embargo todos sabemos que es tan sólo una ficción poética. Ni los imperios, ni los árboles, ni las cordilleras nacen, crecen y mueren, entre otras consideraciones porque no hay nada en el mundo natural que tenga alma, sea de árbol, de elefante o de territorio. Sólo las almas nacen y mueren; sólo los humanos tenemos alma, es decir, conciencia. Esa conciencia es propiamente conciencia de la muerte y no atormenta sino a los efímeros mortales. No hay que engañarse, lo único que muere en el cosmos son las almas.

    Bien pudiera ser que la tremenda potencia del libro que el lector tiene en sus manos obedezca a que es una de las más perfectas formas que se le ha dado a la metáfora antropológica, el nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte de un hermoso animal contada por él mismo. Casanova expone su vida como una brillante floración en uno de los más hermosos jardines del siglo XVIII, la República de Venecia; le sigue un crecimiento deslumbrante en las cortes más poderosas de Europa; viene luego una madurez robusta, aunque algo pálida, durante la cual esa viva lumbre se va achicando poco a poco; y por fin una decadencia insoportable a la que sólo la muerte puede aliviar. Muchas, innumerables han sido las vidas que se han contado según esta metáfora que solemos llamar "biográfica", es decir, que dibuja una vida biológica de nacimiento a muerte, pero posiblemente la de Casanova sea la más perfecta desde el punto de vista artístico, la de mayor riqueza constructiva y reflexiva.

    Siendo una metáfora, la incógnita primera es la de su veracidad. ¿Es cierto todo lo que Casanova cuenta en su pretendida autobiografía? La pregunta es estéril. Si sólo hubiera narrado "la verdad", el libro conocido como "Histoire de ma vie" creo que carecería de interés literario, aunque bien podría haber sido un gran documento para historiadores y sociólogos. Lo asombroso es que en su estado real, "Histoire de ma vie" es, además de un documento de singular importancia sobre la vida europea en el siglo XVIII, también una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza, y excita tanto la lujuria como el raciocinio (Nota 1).

    Al arte de Casanova se lo debemos, y ese arte consiste propiamente en haber construido un personaje indudablemente amable, simpático, inteligente, vigoroso, sagaz, curioso por la ciencia de su tiempo, de ideas perfectamente modernas, con una energía sobrehumana para resolver problemas prácticos, en fin, un galán absoluto. Aunque también un sinvergüenza, un estafador, un timador, un mentiroso, un vanidoso, un aprovechado. Nada oculta Casanova, o bien, si se prefiere, lo que oculta salta a la vista del lector perspicaz. Como en toda obra de arte moderna, son las sombras lo que construyen la parte luminosa del héroe.

    Para conseguir semejante tour de force es preciso advertir sobre una peculiaridad casi detectivesca del manuscrito, cuya enrevesada historia dejamos para un apéndice técnico. Está de sobras documentado que Casanova quería escribir su vida desde que nace hasta 1797, y tal es el título original. Sin embargo la historia se interrumpe con chocante brusquedad en 1774. Ello es debido a que el final de Casanova, los terribles años de su vejez (y no son pocos), habrían precisado otra narración distinta y aún opuesta. Una cosa es exponer sin pudor la decadencia de la edad, cuando Casanova es expulsado de todas las cortes europeas y no tiene dónde caerse muerto, pero aún está entero. Y otra cosa es contar cómo cayó muerto, en efecto, durante veintitrés espantosos años en un infierno apartado del mundo, consumido a fuego lento, muerto en vida. Ese final no es galante, no es dieciochesco, habría precisado el talento de un escritor moderno, un Dostoievsky, por ejemplo, ebrio de metafísica, o un Thomas Bernhard ebrio de resentimiento, para ser narrado. Casanova, sin embargo, no es un moderno sino un clásico, y carece de órgano para la desolación, el resentimiento, la melancolía o la metafísica romántica. Su muerte, según le dicta su conciencia, no le importa a nadie, o a nadie debería importar. Por lo tanto, queda fuera de l'histoire de ma vie.

    La interrupción del relato en 1774 elimina oportunamente la parte insoportable de la metáfora, el borde abismal de la vida: su insignificancia, el enigma de nuestra mortalidad. Nosotros, lectores modernos, estamos obligados a preguntarnos: ¿De qué le habrán servido esos magníficos años juveniles, cuando Casanova saltaba de cama en cama, de corte en corte, se paseaba cubierto de diamantes y se permitía recibir cumplidos de Federico de Prusia y de Catalina de Rusia, si al cabo hubo de soportar más de veinte años en  estado de piltrafa humana? Por fortuna, Casanova no era un escritor moderno y ni se le ocurrió que ese pudiera ser asunto para dar a leer al público educado, de manera que su historia es una exaltación de la potencia biológica en estado puro y tan sólo una insinuación de que ese poder es transitorio. Como inspirado por Nietzsche, el veneciano bailó una última furlana sobre su propia tumba, mientras admiraba los brillos y resplandores del tiempo pasado.

    El gran héroe atemporal, Aquiles, moría joven por la envidia de los dioses. Casanova, que ya no podía creer en ninguna divinidad, sustituye la mano de los dioses por su propia pluma y decapita al ser que ha creado cuando todavía sus brillos no se han apagado por completo. De ese modo consigue algo que Proust replantearía de un modo radical (y moderno) un siglo más tarde: que el esplendor sólo permanece vivo en el arte literario y que hay que escribir contra el presente, contra el fracaso del instante, en busca de un tiempo irremisiblemente perdido, si uno quiere mantener en este mundo el precioso tiempo pasado, aquel en el que era posible decir: "Detente instante, ¡eres tan hermoso!".  No con otra intención escribe Casanova su Histoire de ma vie, para que su esplendorosa juventud no se vea vencida y humillada por la calumniosa vejez, para que la ironía filosófica no ría rencorosa desde una esquina del libro esperando su momento y afilando la guadaña.

***

 

(1)- La documentación que aporta Casanova sobre la vida europea del XVIII es gigantesca. Uno de sus últimos biógrafos (Alain Buisine) ha censado las ciudades en las que vivió el tiempo suficiente como para tener aventuras o experiencias notables: Venecia, Padua, Corfú, Constantinopla, Ancona, Roma, Nápoles, Dresde, Praga, Viena, Lyon, París, Milán, Mantua, Cesena, Bolonia, Parma, Vicenza, Ginebra, París, Dunkerke, Ámsterdam, La Haya, Munich, Colonia, Bonn, Stuttgart, Estrasburgo, Zurich, Baden, Berna, Basilea, Lausana, Aix-les-Bains, Grenoble, Aviñón, Marsella, Metz, Antibes, Génova, Livorno, Florencia, Turín, Londres, Riga, Mitau, San Petersburgo, Moscú, Berlin, Wesel, Dresde, Leipzig, Ludwigsburg, Colonia, Aix-la-Chapelle, Augsbourg, Madrid, Toledo, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Montpellier, Nimes, Aix-en-Provence, Marsella, Praga, Spa, Varsovia, Niza, Pisa, Siena, Roma, Sorrento, Trieste, Gorice, y Duchov. Esto sin contar los múltiples regresos a París, Bolonia o Venecia. Es algo inaudito en su tiempo, cuando viajar era peligroso y quebraba la salud del más brioso. Por ejemplo, Diderot murió en esas fechas como consecuencia de un viaje a Rusia. Hay que contar, además, con la magnífica capacidad de Casanova para divertirse en los más diversos ambientes, desde las cortes de los grandes monarcas a la amable atenciñon de una cocinera de posada, de modo que tenemos el retablo completo de todas las clases sociales de la Europa dieciochesca.

 

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21 de julio de 2009
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Un montón de huesos

Pocas cosas me sorprenden más que el habitual juicio según el cual los estudios, tanto escolares como universitarios, han de ser divertidos. Nadie lo niega. ¿Alguna vez fueron aburridos? Yo tuve profesores soporíferos como también los hubo extremadamente tontos, pero las asignaturas no tenían la culpa.

Sobre el supuesto de que sólo es divertido lo estúpido, parece que se hubiera llegado a un acuerdo según el cual el más aburrido de todos los estudios posibles es la filosofía. Quizás porque los responsables de la actual educación jamás se interesaron por ella. Son gente curiosa, los responsables del actual sistema educativo. El que ha logrado una tan espléndida destrucción de conocimiento.

Durante meses nos reuníamos en casa de una amiga con Víctor Gómez Pin, para leer las Meditaciones de Descartes bajo su tutela. Éramos veinteañeros, pero aún guardo el ejemplar tapizado de anotaciones marginales. El título del tratado, Meditations metaphisiques, asusta a mucha gente. Lo cierto es que se leen con suma facilidad, son la puerta de la filosofía moderna y plantean el interrogante más audaz que haya conocido el mundo hasta esa fecha: ¿y si lo que llamamos "Dios" no fuera más que un tahúr? La célebre hipótesis del dieu trompeur llevaba ínsita la intención de contestar que no, que Dios es buenísimo y se desvive por nosotros. El problema es que la duda penetró como un virus en el intelecto europeo y menos de un siglo más tarde ya se había convertido en una pandemia. Occidente sería la primera cultura mundial que probaría a sobrevivir con sus solas fuerzas y sin la ayuda de ningún Dios, al que se apartaba de la vida razonable por si las moscas. Aún no lo hemos logrado del todo: Dios sigue atacando con furia, ahora disfrazado de musulmán.

Aquellas tardes de discusión, frase a frase, del que sería texto fundador de la ciencia moderna, el inicio de una innovación colosal obrada por unos seres insignificantes que revolucionaría la vida del planeta para bien y para mal, son de las más "divertidas" que he vivido jamás. La huella de aquel viaje metafísico me ha aconsejado, año tras año, recomendar el estudio de Descartes a los alumnos de arquitectura, sin esperanza, con convencimiento. Y cada año, en efecto, siempre hubo dos o tres valientes (y valientas) que hicieron caso. Su sorpresa era mayúscula. Llegaban luego con los ojos como platos para darme la gran noticia: la así llamada "filosofía de Descartes" era una experiencia emocionante.

Viene esta introducción como excusa de que en pleno julio y para la mochila de las vacaciones ose recomendar al lector sin prejuicios (o al que haya sufridola educación española de los últimos 20 años) un libro sobre Descartes. Su título puede confundir: Los huesos de Descartes, de Russell Shorto (Duomo), en excelente traducción de Claudia Conde. Y digo que puede confundir porque cabe sospechar que el autor imite un título de serie negra, como esa legión de policíacos que para adornarse ponen un Wittgenstein o un Freud entre los cadáveres, a la manera de Manolo Vázquez Montalbán, que ponía recetas de cocina para animar al pobre lector. Pues, no del todo. Es un libro de intriga y trata, ciertamente, sobre los huesos de Descartes, pero es además una notable introducción al pensamiento moderno europeo.

La metáfora de los huesos es adecuada. Cuando Descartes muere (daba clases de matemáticas a Cristina de Suecia), lo entierran de mala manera en un cementerio para huérfanos a dos kilómetros de Estocolmo. Los cementerios católicos le estaban tan vedados como los protestantes. Se había convertido en la bestia negra de todas las jerarquías eclesiásticas. Descartes era creyente y había emprendido su obra tratando de fundar más en razón la garantía de existencia divina, pero su argumento superó al dueño del cerebro de Descartes y con una explosión de dinamita abrió un cosmos sin Dios a la investigación científica. De modo que entre los huérfanos, aquellos de quienes nadie sabía cuál era su credo, encontró acomodo.

Seguramente ese fue el único momento en que los huesos ocuparon el lugar que verdaderamente les correspondía: entre los abandonados que ninguna iglesia reclamaba. Porque, aunque estaba amaneciendo un mundo nuevo que conduciría al dominio hipertécnico que es ahora nuestra casa, sólo lucía la debilísima luz de la aurora en una punta del orbe, pero seguía dominante y pomposo el sol cegador de las monarquías absolutas y los obispos despóticos en todo el planeta. De modo que tampoco los discípulos de Descartes y quienes le enterraron pudieron escapar a la más antigua de las prácticas cristianas: el culto de las reliquias.

La historia de sus huesos es también una historia de cómo el pensamiento religioso se trasladó del alma inmortal a la razón discursiva y cómo la fe ciega en la gloria eterna se convirtió en fe ciega en la verdad científica. En 1666, desenterrado del cementerio de huérfanos para ser trasladado a Francia, sus reliquias sufrieron un primer asalto. En la aduana, los rigurosos funcionarios franceses obligaron a abrir el ataúd y, para pasmo de los cartesianos, había desaparecido el cráneo, se había perdido el recipiente de la mejor cabeza de su tiempo. ¿O acaso el pensamiento no está en los sesos? Problema.

El culto de las reliquias, inspirado por el respeto que imponía su futura resurrección, ¿qué sentido podía tener entre gente que ya no creía en la vida eterna? A pesar de todo, siempre custodiados por sus discípulos, los restos de Descartes volvieron a ser enterrados, esta vez en la iglesia de Sainte Geneviève. Allí permanecieron largamente hasta conocer la sombra del inmenso Panteón, otro depósito de reliquias, ahora nacionalistas.

Durante los siguientes 100 años y a pesar de que Luis XIV condenó el cartesianismo, la razón cartesiana no hizo sino invadir la totalidad de la investigación científica europea y convertir a su fundador en un santo laico, el mártir de la Razón. Cuando a partir de 1790 los revolucionarios se lanzaron al saqueo de las iglesias parisinas, de nuevo entraron en acción los discípulos. Esta vez fue Alexandre Lenoir, figura siniestra y fascinante, quien desenterró los huesos sin cabeza para evitar su profanación. Durante décadas los puso bajo la protección del Museo de los Monumentos Franceses, hasta que en 1819, habiendo ya vencido todas las resistencias, proclamado Descartes el padre fundador de la razón científica, la Academia de Ciencias de París decidió trasladar en solemne procesión (¿religiosa?) los restos del filósofo a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. No obstante, en el momento de abrir el ataúd para proceder al entierro (¿sagrado?), lo que allí se encontraron fue en verdad pasmoso.

Dejo para el lector la solución de la intriga y la incógnita sobre el cráneo que cuidaba el pensamiento de Descartes. He exagerado la parte detectivesca como anzuelo de perezosos, pero en el ensayo de Shorto hay serias exposiciones de asuntos como el problema de la conexión mente/cuerpo, la disputa entre empiristas ingleses y racionalistas continentales, o la herencia cartesiana en escritores tan inesperados como la superlativa Ayaan Hirsi Alí. En su opinión, la persistencia de las teocracias musulmanas obedece a los intereses y el fanatismo de las clases dominantes en esos países, monárquicas y eclesiásticas, pues saben que aceptar la razón cartesiana significa el derrumbe de su despotismo. El predominio de la razón sobre la fe religiosa trae consigo, fatalmente, la libertad de los civiles y la exigencia inmediata de derechos individuales.

Quizás algún día, seguramente en un futuro lejanísimo, una república islámica reformada pida que los huesos de Descartes sean trasladados a tierra de infieles en solemne romería, para desagraviar al santo de la Razón en el último lugar que se negó a eso que (los cartesianos) llamamos Era Moderna. Confiemos en que para entonces pueda viajar, también, el cráneo.

Artículo publicado el miércoles 15 de julio de 2009.

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15 de julio de 2009
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Vacaciones del melómano vicioso

Les dejo un momento durante cuatro semanas, que lo pasen bien. Las vacaciones son para leer y escuchar música, nadie me convencerá de lo contrario. Ya sé que Susan Sontag quería subir el Matterhorn antes de morir, pero también quería aprender a tocar el piano. En meses previos a que el cáncer le hincara sus colmillos por última vez, escribió: "A lo mejor aún me da tiempo para lo del Matterhorn". Sobreentendido: porque lo del piano...

Aprender a tocar el piano, una de las pocas cosas que vale la pena en esta vida, es algo que debe comenzar en lo que se dice "la más tierna infancia" y que por lo general indica un severo episodio de llanto, inseguridad y soledades. Cuando ya vas siendo mayor y el cerebro se te llena de arena, tienes la misma posibilidad de poner los dedos en la tecla adecuada como de cargar el acento en la sílaba que da vida poética a un idioma extranjero. "¡Es tholic, no cathólic, estúpido!".

    Leo lo de Susan Sontag en esa milagrosa revista llamada "Granta", perfecta lectura de verano que en español publican Valerie Miles y Aurelio Major. El último número es soberbio, como de costumbre, pero tiene un particular hechizo para los viciosos de la semicorchea que me obliga moralmente a ensalzarla para el clan. En un artículo James Fenton cuenta su vida privada con un clavicordio: escenas íntimas que ruborizarán a más de un lector inexperto. El clavicordio (ya se esfuerza Fenton en dejarlo claro) no es el clavicémbalo. Sería como confundir a Audry Hepburn con Silvester Stallone. Dan intimidades diferenciadas.

    Pero viene luego algo aún más pecaminoso: ¡una ópera con libreto de Ian McEwan! El compositor Michael Berkeley la estrenó hace un año, en Gales, y desde luego no es sensato perdérsela. Se trata de un libreto peregrino: contiene furiosas pasiones como para dar un Verdi, sarcasmo y bufonería como para dar un Strauss y crímenes como para dar un Alban Berg. Lo que haya podido hacer Berkeley con ese combinado es algo digno de oírse, por malo que sea. La vida: pasión, sarcasmo y crimen. Música y literatura. La ópera. Telón.

Artículo publicado el sábado 27 de junio de 2009.

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29 de junio de 2009
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Que van a dar a la arena…

En esta región los ríos vuelven a bajar secos. Ha sido una primavera lluviosa, pero los ciclos naturales ya no son lo que eran. Antes bastaba con esperar a que la Gran Madre cumpliera con su obligación y renovara las vena con chorros violentos que arrancaban los carrizales de la ribera y limpiaban de ramas muertas y bichos dañinos los cauces. Si la Gran Madre se dormía, pues aunque era de suyo cariñosa no dejaba de ser olvidadiza, llegaba el momento de sacar los santos con mucho ropón, figurilla de escayola y salmodia, para que el Gran Padre le metiera prisa a su señora. Ahora, francamente, los Grandes Padres y Madres nos han dejado solos porque ya ni ellos son capaces de ordenar el sindiós que hemos montado.

El año pasado, el Ter ni siquiera desembocaba en el mar. Llegaba hasta allí medio muerto y luego, resignado, se filtraba dócilmente en la arena como buscando su tumba, pero desembocar, lo que se dice desembocar, nada de nada. Se formaba allí un enorme charco quieto sobre el que volaban los insectos caníbales y los chupasangres. Poco a poco, un verdín globuloso cubrió con un manto hediondo la hectárea. Algunos bañistas de las calas adyacentes, por lo general broncíneos nudistas, retiraban sus toallas hasta un kilómetro para escapar al contagio. En ciertas noches sin luna se vio desde Torroella el fulgor de las aguas muertas como un fuego de San Telmo.

    Los ríos han dejado de ser venas y arterias de la circulación sanguínea del agro. Son ahora máquinas y artefactos que aún mantienen la forma de los viejos ríos, pero que nada tienen que ver con ellos. Se les trata con la misma neutra condición que a una siderúrgica o a un hospital de infecciosos. Es cuestión de ver cómo succionamos el producto y a cuánto sale el litro. Todo lo demás queda para los poetas.

    Inciso sobre los poetas. Sin la menor duda, los ríos fueron una creación de los poetas. Cada aldea tenía su corriente, su orilla, sus vegetales y su animalia, en fin, su peculiaridad a lo largo del cauce. En unos pueblos las aguas hacían pozas donde se bañaban las criaturas y en otros no, los había de corriente rápida y espumosa, los había de remanso para libélulas y zapateros. Nadie podía pensar en el río como totalidad, siendo un organismo tan prolongado, tan diverso, tan contradictorio. Un minucioso y excelente observador como Heráclito, el griego, afirmaba algo que es perfectamente incompatible con el río entero, y es aquello de que "no puede uno bañarse dos veces en el mismo río". En efecto, es imposible, pero porque Heráclito, que no era poeta sino científico, veía en el río un conjunto de secciones cuya totalidad no podría darse por unificada hasta que Leibniz inventara el cálculo integral, de modo que el río le parecía al heleno una continuidad discontinua que no se dejaba pensar de un solo golpe, a la manera del tiempo de Zenon y al contrario del sonido de las olas del mar que no hay modo de oírlas una a una porque siempre van de colectivas y solidarias.

    Los poetas, en cambio, cuando hablaban de los ríos se referían a ellos como a un todo, con su carácter y demás espíritus adyacentes. Quizás me dejo llevar por el oficio, pero el Rin es un río que Hölderlin entregó a los alemanes como quien deja en tus manos el cachorro de un tigre, el Moldava se lo dio Smetana a los checos y cuando Garcilaso decidió que las "corrientes aguas, puras, cristalinas" estaban festoneadas por unos árboles que se miraban en ellas como Narciso en el espejo, le dio a Castilla la mayor parte de sus regatos estacionales e innominados. Y esto sigue siendo así tan tarde como en el siglo XX, cuando Eliot escribe aquello de que el río "es un inmenso dios pardo", refiriéndose nada menos que al Támesis lodoso, el cual, sin embargo, había dejado de ser un dios cien años antes y es el modelo originario de cómo los ríos han pasado de ser animales vivientes a industrias integradas en el ramo químico y farmacéutico.

    Que el Ter vaya muriendo no se debe tan sólo a que ya no esté entre los seres vivos, sino a que tiene clavada en su lomo una sanguijuela hercúlea que le roba toda la sustancia. La mayor parte de sus aguas van a dar de beber y duchar a los barceloneses, los cuales, como se sabe, aunque la oficialía cuenta dos millones de ciudadanos, en la realidad material, en esa mancha de petróleo que es la ciudad de Barcelona, reúne casi cinco millones de vecinos. Es perfectamente imposible dar agua a tanta gente, entretener sus jardines, cuidar sus campos de golf, sus fuentes ornamentales, sus industrias, y pretender que alguna gota llegue hasta la desembocadura gerundense. De hecho, el agua que llega hasta allí en los años malos, como el pasado, no es agua del Ter, sino de las depuradoras. He aquí de nuevo el actual carácter técnico de lo que antes fue un animal vivo. Las aguas residuales discurren por el camino que en otro tiempo abrió el río Ter, pero ya no son del río Ter, sino de un ente advenedizo y pestífero generado por las industrias que desean ver a todo río convertido en su cloaca privada.

    Ya el año pasado (¿o fue el anterior?, da lo mismo, volverá a suceder de inmediato) los barceloneses estuvieron a punto de quedarse sin agua. Recuerdo las carreras, los embarazos, el desconcierto boquiabierto, los empujones de las autoridades para no salir en la tele afirmando que traerían agua en cargueros valencianos, en camiones aragoneses, por canales franceses que chisporrotean de radioactividad. Juraron que ya estaban a punto de dar agua las desalinizadoras (otra máquina acuífera temible), y los ayatolas amenazaban con tomar el Ebro al asalto. De pronto y sin que nadie lo esperase, la Gran Madre despertó, o quizás había vuelto por allí para recoger unas pertenencias olvidadas, y remojó el desierto catalán. Como por milagro, las voces callaron, los políticos se pusieron el bañador, chuparon el tubo, calzaron los pies de pato y se largaron a Miami (la izquierda) y a Port Aventura (los nacionales). Un silencio magnífico arropó los campos frescos, los torrentes renacidos, la potente masa del río que corrió hacia el mar con el ímpetu de los resucitados.

    Había sido un milagro, porque la sed de Barcelona no tiene remedio si no se hace algo inteligente y peliagudo, pero los políticos creen que no creen en los milagros, cuando en verdad son los únicos que aún creen en ellos. Y por haber sido un milagro, todo regresa. Este año, ya por junio el río Ter viene pálido e inapetente, baja cargado de fecalidad y química. Barcelona y sus turistas (si acaso en Barcelona hay algo más que turistas) bebe insaciablemente, riega sus parques, llena sus piscinas, cuida sus campos de golf, sin memoria, sin pasado.

    Creo que nadie ha derogado todavía una ley del franquismo, según la cual el agua del Ter debía destinarse por entero a Gerona y sólo cuando hubiera exceso de caudal podía llevarse a Barcelona. Aquel también creía en los milagros. Eliminan las estatuas de Franco porque no hay caballo de bronce capaz de cocear al que lo derriba, pero a ver quién es el guapo que borra de una vez a Franco de la legislación del agua. Se necesitaría un milagro de los que incluso el Vaticano pone en duda. Otra razón para que los políticos españoles crean en los milagros.

Artículo publicado el viernes 26 de junio de 2009.

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26 de junio de 2009
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La letra es el espejo del alma

Cualquiera que en alguna ocasión se haya visto en la necesidad de corregir trescientos exámenes, habrá reparado en la enorme diversidad de las escrituras. Cada alumno tiene su particular modo de dibujar letras y palabras. Vence, en general, una grafía primitiva, fragmentada y difícil de leer, como si se hubiera escrito deprisa, aun cuando si se observa a los examinandos se constata que escriben con lentitud exasperante. Esta asombrosa diversidad es el resultado de una práctica cada vez más secundaria, frente al tecleo.

    Nuestros abuelos recibían lecciones de caligrafía y todavía en mi infancia mis amigos distinguían perfectamente si una niña era del Sagrado Corazón o del Jesús María sólo con mirarle la letra. Eran modelos de disimulo, de ocultación, porque es ancestral la creencia de que en la escritura nos traicionamos. La caligrafía servía para encubrir nuestra parte siniestra. Todavía hoy el examen grafológico es decisivo para la elección de candidatos a trabajos comprometidos.

    En uno de sus artículos de los años treinta, escrito en Ibiza y quizás alucinado por una insolación germana, Walter Benjamín escribió que el poder de imitación de los mortales es su principal carácter. No sólo imitamos a los animales y a los otros humanos, imitamos también los fenómenos naturales y la esfera celeste, por ejemplo con las danzas rituales o con los signos del zodiaco. Más tarde imitamos el mundo mediante jeroglíficos. Y finalmente con la escritura, la cual representa el cosmos, pero también a quien está escribiendo. En la escritura, dice, aparece el retrato de la parte ciega de nuestra alma. Escribo una carta y desde el papel un rostro maléfico y amenazador me sonríe en forma de escrito: es mi parte opaca y latente. La he imitado disfrazada de alfabeto. 

    Añade Benjamín que precisamente por ir concentrándose nuestras imitaciones del mundo en la escritura, poco a poco ha ido desapareciendo la magia. Si su hipótesis es correcta, la desaparición de la escritura por efecto del tecleo traerá consigo un crecimiento exponencial de la magia.

Artículo publicado el sábado 20 de junio de 2009.

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22 de junio de 2009
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Si perdiera la memoria ¡qué pureza!

Este verso de Pere Gimferrer, verso que fuera famoso entre los estudiantes de hace treinta años, me ha venido a la memoria (ahí está el punto) tras escuchar la curiosa anécdota que me contaba un colega del departamento. Póngase en su lugar. Hablamos de estudiantes de arquitectura de cuarto curso. Unos gañanes. El profesor describe la construcción de las ermitas románicas y su notable riqueza técnica, se detiene un momento en la ornamentación y da unas someras explicaciones sobre la simbología del pantocrátor que preside el ara con rigor cejijunto. Señala al Cristo fiero y los adláteres.

A la salida se le aproxima un muchacho que, llevado por la curiosidad, le pregunta: "Oye, el Cristo ese del que hablabas, será el de los cristianos, ¿no?". Mi amigo, habituado a la ingenuidad juvenil y a su inocencia en materia de conocimientos, confirma la suposición del chaval (¡Ah, me lo imaginaba!", añade el chico) y luego, como para completar el asunto, le pregunta: "¿Y ya sabes en qué siglo nació?" El estudiante duda unos momentos y luego, con abierta franqueza, responde: "No, no lo sé, ¿en el siglo VII?".

Lo conmovedor de esta escena, que no es la más sintomática que hemos vivido este año, no reside en la ignorancia del muchacho, la cual debe ser atribuida a sus profesores, a sus padres y por encima de todo a los sucesivos ministros de educación, sino en la sublime paz interior que ostenta. En efecto, situar el nacimiento de Cristo más o menos siete siglos después de muerto me parece algo sensacional. ¡Librarse de una vez y para siempre de toda la tradición occidental! ¡Carecer de historia, de conciencia temporal, de pasado, de referencias, de modelos! Se entiende, claro, la necesidad imperiosa de estas criaturas, su obsesión por conseguir una identidad y a poder ser una identidad colectiva que haga de la vida una desarrollo del botellón.

Porque, en efecto, no hay mayor pureza que la que se alcanza con la anulación de la memoria tras el paso por los sucesivos mataderos estatales del conocimiento. Una pureza, por así decirlo, aria.

Artículo publicado el sábado 13 de junio de 2009.

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15 de junio de 2009
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Vicios privados, virtudes públicas

Tengo amigos que se enganchan a un torero y lo van siguiendo de plaza en plaza. Lo mismo sucede con los fanáticos de un club de fútbol, porque he constatado que nubes de ciudadanos se desplazan a lugares remotos por ver jugar a su equipo. También conozco a los del género operístico, capaces de hacer mil kilómetros y gastar enormes sumas de dinero (siendo menesteroso alguno de ellos) para oír cantar a su fetiche. El vicio es un súcubo que se incrusta en el corazón y no deja vivir si no se le complace. No debería reprimirse el vicio, excepto aquellos que causan daños colaterales. Bastante penitencia tiene ya el vicioso como para que le caiga una propina.

    Hago esta defensa del vicio porque deseo confesar el mío públicamente. No es un vicio con pedigrí diabólico. Es tan soso que puede llegar a parecer virtud. Mi vicio es la música así llamada "seria" y soy capaz de absurdas contorsiones con tal de que me deje en paz. Por ejemplo, desde que descubrí a una orquesta de cámara llamada "Enigma", la cual programa exactamente lo que quiero oír, me desplazo como quien sigue a un matador o un grupo punk. Los pillé no hace mucho en Madrid con un programa contundente (Cerha, Haas, Schoenberg y Mario Carro) y no fui el único en percatarse del brío de los músicos: medio millar de personas vitorearon los naturales de Juan José Olives y retuvieron el aliento cuando entró a matar.

    Esta semana, en compañía de la peña nihilista, hemos peregrinado a Zaragoza y sus 30º a la sombra para asistir a una nueva faena. Parece asunto que no agita a las masas, pero las canciones de Berg, con una radiante Minerva Moliner, eclipsaron nuestra pasión por las elecciones europeas que tan africanas han ido saliendo. En la segunda parte, una reducción de la Cuarta de Mahler para pequeña orquesta demostró que la desnudez nunca perjudica a la verdad.

Todos tenemos una música de fondo. Los allí presentes nos hemos juramentado: ni la tuna estudiantil del Psoe, ni el oratorio sacro del PP. Sólo votaremos mañana a los que tengan "Enigma" como música de fondo. Que los hay.

 

Artículo publicado el sábado 6 de junio de 2009.

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8 de junio de 2009
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Cuando hay arquitectos amables

Según cuenta su último biógrafo, Le Corbusier pasó los años finales de su vida con una vértebra humana colgada del cuello. Dicen que al morir su mujer se procedió a la incineración, pero de modo inexplicable entre las cenizas apareció una vértebra intacta. Una vértebra es un elemento perfecto para ilustrar la tarea del arquitecto. La columna vertebral, esa sinusoide flexible formada por pequeñas piezas de prodigioso diseño, debería figurar en el escudo de armas de los arquitectos.

Durante miles de años ellos fueron quienes decidían nuestro modo de vivir y mientras fue cosa suya nuestras habitaciones fueron dignas. Podían resolver cómo se honraba a los dioses y levantaban templos, pero también cómo tenían que veranear los potentados y aparecían las villas palladianas. En la actualidad ya no deciden ellos sino las empresas constructoras. Los arquitectos ahora consumen dos tercios de su tiempo en discusiones con Colegios, abogados, seguros, funcionarios y otras especies que chupan de la raíz. A la arquitectura real le pueden dedicar, como mucho, una de cada tres horas perdidas en batallar contra la burocracia.

    Todavía había arquitectos cuando yo estudiaba. Dibujaban con elegancia, reconocían el terreno como exploradores victorianos, examinaban los materiales al tacto y a veces al gusto (lamiendo un ladrillo medían su impermeabilidad), para ellos un paisaje era una escultura y un edificio el remate que debía glorificar ese paisaje.

    Hace pocos días murió un excelente arquitecto por quien yo tenía respeto y afecto. Puede parecer una broma, pero no lo es: entendí a la perfección el arte de Alfonso Milá cuando le vi en una de sus frecuentes imitaciones de insectos. ¡Qué rigor en el detalle! Frotaba los codos como un saltamontes, zumbaba a cuatro patas con el zigzag espasmódico de las moscas, alzaba los élitros del coleóptero, trotaba de hormiga o saltaba de pulga. Era el suyo un arte refinado, de minuciosa observación y mímesis, el de alguien para quien las máquinas naturales son el mejor modelo de adaptación. Como la vértebra de Le Corbusier.

Artículo publicado el sábado 30 de mayo de 2009.

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1 de junio de 2009
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