Félix de Azúa
Pocas cosas me sorprenden más que el habitual juicio según el cual los estudios, tanto escolares como universitarios, han de ser divertidos. Nadie lo niega. ¿Alguna vez fueron aburridos? Yo tuve profesores soporíferos como también los hubo extremadamente tontos, pero las asignaturas no tenían la culpa.
Sobre el supuesto de que sólo es divertido lo estúpido, parece que se hubiera llegado a un acuerdo según el cual el más aburrido de todos los estudios posibles es la filosofía. Quizás porque los responsables de la actual educación jamás se interesaron por ella. Son gente curiosa, los responsables del actual sistema educativo. El que ha logrado una tan espléndida destrucción de conocimiento.
Durante meses nos reuníamos en casa de una amiga con Víctor Gómez Pin, para leer las Meditaciones de Descartes bajo su tutela. Éramos veinteañeros, pero aún guardo el ejemplar tapizado de anotaciones marginales. El título del tratado, Meditations metaphisiques, asusta a mucha gente. Lo cierto es que se leen con suma facilidad, son la puerta de la filosofía moderna y plantean el interrogante más audaz que haya conocido el mundo hasta esa fecha: ¿y si lo que llamamos "Dios" no fuera más que un tahúr? La célebre hipótesis del dieu trompeur llevaba ínsita la intención de contestar que no, que Dios es buenísimo y se desvive por nosotros. El problema es que la duda penetró como un virus en el intelecto europeo y menos de un siglo más tarde ya se había convertido en una pandemia. Occidente sería la primera cultura mundial que probaría a sobrevivir con sus solas fuerzas y sin la ayuda de ningún Dios, al que se apartaba de la vida razonable por si las moscas. Aún no lo hemos logrado del todo: Dios sigue atacando con furia, ahora disfrazado de musulmán.
Aquellas tardes de discusión, frase a frase, del que sería texto fundador de la ciencia moderna, el inicio de una innovación colosal obrada por unos seres insignificantes que revolucionaría la vida del planeta para bien y para mal, son de las más "divertidas" que he vivido jamás. La huella de aquel viaje metafísico me ha aconsejado, año tras año, recomendar el estudio de Descartes a los alumnos de arquitectura, sin esperanza, con convencimiento. Y cada año, en efecto, siempre hubo dos o tres valientes (y valientas) que hicieron caso. Su sorpresa era mayúscula. Llegaban luego con los ojos como platos para darme la gran noticia: la así llamada "filosofía de Descartes" era una experiencia emocionante.
Viene esta introducción como excusa de que en pleno julio y para la mochila de las vacaciones ose recomendar al lector sin prejuicios (o al que haya sufridola educación española de los últimos 20 años) un libro sobre Descartes. Su título puede confundir: Los huesos de Descartes, de Russell Shorto (Duomo), en excelente traducción de Claudia Conde. Y digo que puede confundir porque cabe sospechar que el autor imite un título de serie negra, como esa legión de policíacos que para adornarse ponen un Wittgenstein o un Freud entre los cadáveres, a la manera de Manolo Vázquez Montalbán, que ponía recetas de cocina para animar al pobre lector. Pues, no del todo. Es un libro de intriga y trata, ciertamente, sobre los huesos de Descartes, pero es además una notable introducción al pensamiento moderno europeo.
La metáfora de los huesos es adecuada. Cuando Descartes muere (daba clases de matemáticas a Cristina de Suecia), lo entierran de mala manera en un cementerio para huérfanos a dos kilómetros de Estocolmo. Los cementerios católicos le estaban tan vedados como los protestantes. Se había convertido en la bestia negra de todas las jerarquías eclesiásticas. Descartes era creyente y había emprendido su obra tratando de fundar más en razón la garantía de existencia divina, pero su argumento superó al dueño del cerebro de Descartes y con una explosión de dinamita abrió un cosmos sin Dios a la investigación científica. De modo que entre los huérfanos, aquellos de quienes nadie sabía cuál era su credo, encontró acomodo.
Seguramente ese fue el único momento en que los huesos ocuparon el lugar que verdaderamente les correspondía: entre los abandonados que ninguna iglesia reclamaba. Porque, aunque estaba amaneciendo un mundo nuevo que conduciría al dominio hipertécnico que es ahora nuestra casa, sólo lucía la debilísima luz de la aurora en una punta del orbe, pero seguía dominante y pomposo el sol cegador de las monarquías absolutas y los obispos despóticos en todo el planeta. De modo que tampoco los discípulos de Descartes y quienes le enterraron pudieron escapar a la más antigua de las prácticas cristianas: el culto de las reliquias.
La historia de sus huesos es también una historia de cómo el pensamiento religioso se trasladó del alma inmortal a la razón discursiva y cómo la fe ciega en la gloria eterna se convirtió en fe ciega en la verdad científica. En 1666, desenterrado del cementerio de huérfanos para ser trasladado a Francia, sus reliquias sufrieron un primer asalto. En la aduana, los rigurosos funcionarios franceses obligaron a abrir el ataúd y, para pasmo de los cartesianos, había desaparecido el cráneo, se había perdido el recipiente de la mejor cabeza de su tiempo. ¿O acaso el pensamiento no está en los sesos? Problema.
El culto de las reliquias, inspirado por el respeto que imponía su futura resurrección, ¿qué sentido podía tener entre gente que ya no creía en la vida eterna? A pesar de todo, siempre custodiados por sus discípulos, los restos de Descartes volvieron a ser enterrados, esta vez en la iglesia de Sainte Geneviève. Allí permanecieron largamente hasta conocer la sombra del inmenso Panteón, otro depósito de reliquias, ahora nacionalistas.
Durante los siguientes 100 años y a pesar de que Luis XIV condenó el cartesianismo, la razón cartesiana no hizo sino invadir la totalidad de la investigación científica europea y convertir a su fundador en un santo laico, el mártir de la Razón. Cuando a partir de 1790 los revolucionarios se lanzaron al saqueo de las iglesias parisinas, de nuevo entraron en acción los discípulos. Esta vez fue Alexandre Lenoir, figura siniestra y fascinante, quien desenterró los huesos sin cabeza para evitar su profanación. Durante décadas los puso bajo la protección del Museo de los Monumentos Franceses, hasta que en 1819, habiendo ya vencido todas las resistencias, proclamado Descartes el padre fundador de la razón científica, la Academia de Ciencias de París decidió trasladar en solemne procesión (¿religiosa?) los restos del filósofo a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. No obstante, en el momento de abrir el ataúd para proceder al entierro (¿sagrado?), lo que allí se encontraron fue en verdad pasmoso.
Dejo para el lector la solución de la intriga y la incógnita sobre el cráneo que cuidaba el pensamiento de Descartes. He exagerado la parte detectivesca como anzuelo de perezosos, pero en el ensayo de Shorto hay serias exposiciones de asuntos como el problema de la conexión mente/cuerpo, la disputa entre empiristas ingleses y racionalistas continentales, o la herencia cartesiana en escritores tan inesperados como la superlativa Ayaan Hirsi Alí. En su opinión, la persistencia de las teocracias musulmanas obedece a los intereses y el fanatismo de las clases dominantes en esos países, monárquicas y eclesiásticas, pues saben que aceptar la razón cartesiana significa el derrumbe de su despotismo. El predominio de la razón sobre la fe religiosa trae consigo, fatalmente, la libertad de los civiles y la exigencia inmediata de derechos individuales.
Quizás algún día, seguramente en un futuro lejanísimo, una república islámica reformada pida que los huesos de Descartes sean trasladados a tierra de infieles en solemne romería, para desagraviar al santo de la Razón en el último lugar que se negó a eso que (los cartesianos) llamamos Era Moderna. Confiemos en que para entonces pueda viajar, también, el cráneo.
Artículo publicado el miércoles 15 de julio de 2009.