
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Las quejas de la población sobre las altas temperaturas veraniegas son sustantivamente distintas a las que se oyen cuando el frío se extrema. Las primeras son de una primordial condición colectiva mientras las segundas son sólo colectivas artificialmente, sumando una a una la voz.
El frío se padece en solitario bajo el sonido del rechinar de dientes mientras que el calor en multitud es como un himno nacional entonado en masa.
De hecho las gentes, cuando se manifiestan en multitud, flamean pañuelos o banderas, son de por sí vistosas y calurosas: componen ardientes recibimientos, forman ruidosas soflamas o caldean los momentos gloriosos en los estadios. Las personas de por sí, son del orden del calor, tal como corresponde a los mamíferos, mientras los peces o los reptiles son de naturaleza fría.
Llegar al frío desde la calidez es regresar a un estadio de transfiguración monstruosa o de vía letal. Mientras que, por el contrario, acceder humanamente a grados superiores de calor coincide con los comunes procesos que genera guerra, placer o vidas nuevas. Calentarse en el lenguaje humano es acentuar la cólera o la libido, llegar a un punto crucial para la acción y quien sabe si para la conquista o la procreación. En consecuencia el frío de por sí entristece, demedia y mata. Pero matará. imaginariamente, no al pueblo congregado en su tumulto sino a los ciudadanos aislados unos a uno como partículas del montón. El calor fusiona, el frío particiona. El calor ensoberbece y el frío ensombrece. Aunque sea, tan sólo, en los ocultos lenguajes de la imaginación.