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El Boomeran(g)

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El tren de los pobres

Desde que llego a Medellín, todo el mundo me recomienda dar un paseo por MetroCable, el último grito de la tecnología en transportes. Ya al entrar en el metro regular, tengo la impresión de encontrarme en uno de los más vistosos de América Latina. En vez de subterráneo, el sistema es aéreo, y desde sus ventanas se aprecian las estatuas de Botero, la confusión del centro, las iglesias antiguas y los verdes cerros que rodean la ciudad. Pienso que incluso en ciudades asoladas por la violencia y la pobreza, la modernidad se abre paso rauda e imponente, como este tren.

Sin embargo, en un momento dado, el vagón empieza a avanzar paralelo al río Medellín, y el espectáculo se transforma. Los edificios dejan su lugar a las casas de ladrillo pelado que pueblan las laderas. Los perros callejeros se mezclan con los niños descalzos. Las bolsas de basura se acumulan. Mi acompañante me explica que ahí estaba el basural municipal hasta que la gente llegó y se instaló a vivir. Estamos viendo la Comuna Nororiental de Medellín, una de las zonas más pobres de la ciudad.

Antes, a este barrio no se podía entrar. Las cuadrillas de los traficantes campeaban a sus anchas, y ni siquiera la policía se atrevía a enviar patrullas. Pero hoy en día, un gigantesco sistema de 90 funiculares, como burbujas de acero, recorre más de 4 kilómetros hacia lo alto de los cerros. Cada uno de ellos tiene espacio para diez personas, y sus instalaciones son cómodas y limpias. Esto es el MetroCable.

Al principio, me parece estar en una película como Blade Runner. El cubículo acristalado da la impresión de planear suavemente a cincuenta metros del suelo. Pero pasado un rato, el espectáculo me recuerda más bien a La vendedora de rosas. Bajo mis pies se extiende una zona de inmuebles sin techo y buses atestados, de bolsones de miseria con las mejores vistas de toda la ciudad. Le digo a mi acompañante:

-Así que el principal atractivo turístico de Medellín es mirar a los pobres.
-No –me responde-. Esto es para que los pobres miren a los ricos en jaulas.

La periodista Aura López dice que la instalación del MetroCable implicó una recalificación del terreno y, por lo tanto, un importante aumento de los tributos municipales que pagan los vecinos. Según ella, además, no es verdad que la seguridad ha aumentado, sino que los traficantes han sido reemplazados por los paramilitares. Aura dice que ese es el trato del gobierno con ellos: a cambio de su desmovilización del campo, los movilizan a la Comuna, los uniforman y los premian. 

Hasta donde llego a ver, es verdad que la presencia militar es notable en este barrio, como en todo el país. En el MetroCable, efectivos uniformados ayudan a la gente a subir a las cápsulas. En las estaciones, patrullan armados con garrotes y armas de fuego. En el vagón en que regreso al centro, uno de ellos me obliga a levantarme y cederle el asiento a una señora. Lleva en los hombros estrellas con laureles. Y debajo de ellas, la inscripción “Dios y Patria”. En sus solapas aparecen pistolas cruzadas, y su corte de pelo es un rapado militar. Pero cuando lo veo de cerca, me doy cuenta de que su uniforme dice Policía Nacional.

-Qué bonitos sus galones –le digo-. Pero pensé que era militar. ¿Es usted policía? 
-Soy policía –asiente-. Pero ahora llevamos todo igual que los militares. Hacemos el mismo entrenamiento, usamos las mismas armas…
-Hasta el mismo uniforme.
-No exactamente. El nuestro es verde. El de ellos es de camuflaje. Es que nosotros actuamos en las ciudades y ellos en el campo. Pero por lo demás, somos iguales.

Lo felicito por su noble labor y me bajo. Al salir de la estación, veo una foto publicitaria del presidente Álvaro Uribe con un bebé en brazos. Fue tomada precisamente durante la inauguración del MetroCable. El eslogan de campaña es sencillo: “Adelante Presidente”. Me pregunto qué tan lejos está adelante.

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9 de mayo de 2006
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El negro literario de Alan García

Además de un excelente escritor, Óscar Collazos es un hombre con un admirable par de cojones, una de esas personas que parecen no comprender los límites de lo posible y que avanzan hacia las catástrofes con la ciega determinación de los ingenuos. Y luego, para colmo, lo hacen bien. Decidió ser escritor viniendo de una familia pobre y de una infancia sin libros. Y ahora es una voz literaria imprescindible de su generación. En 1989 se atrevió, tras veinte años de exilio europeo, a regresar a una Colombia criminalizada en la que prácticamente gobernaba Pablo Escobar. Y se niega a irse. Sus artículos de prensa le han valido amenazas de muerte. Y no deja de escribirlos ni de estar vivo, y para colmo, de tener sentido del humor. Pero eso lo sabe todo el mundo. A mí lo que me interesa de su pasado es el lado oscuro: Óscar Collazos era el negro literario de Alan García.

-En esa época –me dice-, Alan acababa de huir de Perú, perseguido por Fujimori, y se vino a Bogotá. Yo creo que sobre todo residía en París, pero tenía un apartamentito por acá. Y era muy amigo del ex presidente Belisario Betancur. Así que, cuando escribió sus memorias, le preguntó a él quién podía ayudarlo con el estilo. Y Betancur le dio mi nombre.

Collazos me mira con unos ojos pequeños y fijos que oscilan entre el escepticismo y la ironía. Es el tipo de persona que puede contar un chiste desternillante y quedarse serio, como si estuviese probándote, a ver si lo escuchas.

-Recuerdo el libro de Alan–le contesto-: El mundo de Maquiavelo. Pero no eran unas memorias, era como una novela más bien.
-Sí, pero contaba su historia. La mejor parte era su huida por los techos de Lima, descalzo y desesperado. Eso estaba bien narrado.

Esa fue la parte que yo leí. La revista Caretas publicó un extracto en que narraba la fuga nocturna y el abandono de sus amigos. Algo así como Scarlet O’Hara, justo antes de jurar que nunca más pasaría hambre. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue una cuestión de estilo. Se lo digo a Óscar:

-La prosa tenía juegos del lenguaje, y saltos de tiempo y perspectiva… ¿Por qué no simplemente contó sus recuerdos?
-Con un libro de memorias, cada dato puede ser contrastado y puede meterte en problemas. En cambio, con la ficción se puede jugar más.
-O sea, para poder mentir.
-Yo creo que era un poco mitómano, la verdad.
-¿Le descubriste mentiras?
-No, me refiero a que creía firmemente en una ficción épica sobre su propio personaje. Se veía a sí mismo como una especie de enviado para salvar al Perú. Literariamente, lo más difícil del trabajo fue depurar los excesos retóricos en los que ensalzaba las cualidades del protagonista.

El héroe de la novela se llamaba Alan García, pero la historia estaba contada en tercera persona, aunque a veces pasaba al monólogo interior. Era el tipo de recurso literario que caracterizaba a Vargas Llosa. En versión Alan, claro.

-¿Y te hiciste muy amigo de Alan?
-No, no intimamos. De hecho, sólo nos vimos tres veces. Yo le pedí que me diese el manuscrito y no me llamase en un mes, hasta que tuviese el trabajo terminado. Luego se lo di, y lo aprobó. Fue una relación correcta y de trabajo.
-¿Qué es lo que más recuerdas de él personalmente?
-Decía que era pobre. Me regateaba la tarifa cada vez que nos veíamos, quería pagarme menos. Pero creo que al libro luego le fue bien. Lo publicó Planeta y se tradujo a varios idiomas. Mejor, para ayudarlo en su pobreza.
-¿Sabes que ahora podría ser presidente?
-Claro, si lo eligiesen, me habría gustado pasar por allá a saludarlo. Pero supongo que, si publicas esto, me van a negar la visa al Perú. 

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8 de mayo de 2006
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Las cartas de Evo

Durante la toma de posesión de Evo Morales, en enero de este año, miles de campesinos bolivianos desfilaron por las calles de La Paz celebrando su triunfo. Entre ellos, recuerdo a una anciana, que me contó que era la primera vez que iba a la capital y que, de hecho, jamás en toda su vida había salido de su pueblo en el Altiplano. La señora, además, era analfabeta, de modo que tampoco podía leer periódicos ni libros. Pero cuando le pregunté por qué había votado por Evo, ella respondió con seguridad:

-Por la nacionalización de los hidrocarburos.

La nacionalización de los recursos naturales constituyó precisamente el eje de la protesta contra Sánchez de Lozada que desembocó en el triunfo electoral del MAS. Como tal, se convirtió en la demanda emblemática de unas bases cuya calidad de vida no ha mejorado con la liberalización económica. Ahora bien ¿Es la nacionalización una alternativa viable o los bolivianos se condenan a sí mismos a la miseria? ¿Está Bolivia repitiendo irracionalmente modelos caducos? ¿Responde Morales a una demanda popular apasionada e insensata?

Las respuestas a estas preguntas –siempre contradictorias y extremas- suelen mostrarnos más el sesgo ideológico de los analistas que la realidad en el terreno. Pero los políticos actúan sobre la base de cálculos bastante pragmáticos y, sólo en segundo lugar, empuñan la ideología para justificarlos en público. Y Evo ha demostrado varias veces que no es la excepción. Imaginemos que ese es el caso y tratemos de dilucidar con qué cartas juega.

Morales cuenta con el altísimo precio de la energía, precio que se incrementará con la nacionalización. Con el valor del gas y el petróleo inflamados, calcula que puede sacar una tajada mayor de esos recursos de la que, hasta ahora, le han ofrecido las transnacionales en las negociaciones. Debe suponer que el beneficio que les ofrezca a las empresas seguirá resultándoles demasiado interesante como para irse. O que, en el escenario extremo de no llegar a un acuerdo, la tecnología y capacitación para la extracción puede ser provista por algún socio. Cabe suponer que ese socio es Chávez, con quien ahora forma el bloque de reservas energéticas más poderoso del continente.

El eje económico Castro/Chávez al que se añade Morales es también una apuesta política costosa pero efectiva. Los médicos y profesores que aporta el cubano constituyen la base de la popularidad de Chávez entre los venezolanos sin recursos. Escapar del modelo económico de oferta y demanda permite subvencionar servicios y alimentos. Evidentemente, ese sistema sólo se podrá mantener mientras la energía siga cara. Morales apuesta a que así será. Y colaborará con eso. 

Sin embargo, las consecuencias internacionales de ese eje van mucho más allá. La intención de Chávez al abandonar la CAN –y llevarse consigo a Bolivia- no fue integrarse en el Mercosur, sino adueñarse de él rivalizando con los grandes. Entre los intereses afectados por la nacionalización boliviana está la empresa brasileña Petrobras. Tanto Lula como Kirchner han protestado por la reunión de Evo y Chávez con sus socios pequeños, Paraguay y Uruguay. La ambición de Chávez es descarada, pero lo cierto es que no te puedes pelear con el que reparte la gasolina. Al menos, no si quieres desarrollo industrial. La construcción de gaseoductos y oleoductos en la región creará un sistema circulatorio cuyo corazón estará en Caracas.

En un año de procesos electorales marcado por el descontento contra la economía liberal, se constituyen dos distintas alternativas para América Latina: la respetuosa socialdemocracia de Chile, Brasil o Uruguay, y la agresiva izquierda antisistema de Venezuela y Bolivia. Desde luego, la partida sigue abierta. Pieza clave en el equilibrio regional será México, cuyas reservas de petróleo estatal y cuya vecindad con EE. UU.  darán al nuevo gobierno el voto dirimente entre los dos modelos rivales.

El Perú, por supuesto, no es ajeno al juego. La pelea con Venezuela de las últimas semanas ha definido las posiciones, por si aún no lo estaban. De cara al exterior, García se presentará como el candidato de la socialdemocracia y Ollanta como el antisistema, jugando, por ejemplo, la previsible carta de los yacimientos de Camisea. En la segunda vuelta electoral, el eje de la confrontación traduce el dilema central de América Latina: si es posible redistribuir la riqueza dentro de las reglas del juego o hay que patear el tablero.

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5 de mayo de 2006
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El ejecutivo

He conocido a un ejecutivo petrolero. Es uno de esos hombres que de sólo verlos sabes que viaja en Business Class: la mirada de seguridad, la corbata de seda, el porte de quien maneja mucho dinero y a mucha gente. Como cuando bebo me pongo de izquierdas, me he acercado a reprocharle el hambre en el mundo. O en particular, en América Latina, su territorio. He barajado un par de abordajes, y al final he puesto el rictus justiciero pero también la mirada irónica. Y le he dicho:

-¿Y cómo les va con Hugo Chávez?
-Genial. No molesta para nada.

No esperaba esa respuesta. Me pregunto cuándo va a soltar la previsible andanada de insultos y carajos.

-¿Cómo que no?
-Tiene un montón de dinero del petróleo y hace proyectos de asistencia social. Pero con nosotros no se ha metido. Chávez ha convencido a todo el mundo de que ha hecho grandes cambios, pero la estructura de la propiedad sigue igual.

Trato de ir por otro lado, a ver si encuentro la revolución por alguna parte.

-Pero Evo, por ejemplo, detuvo a dos ejecutivos de Repsol hace poco.
-Sí, para fastidiar.

En este momento, el ejecutivo se sirve un canapé de queso. Yo me angustio:

-¿Pero ellos contrabandearon o no?
-Sí, pero con permiso. Se les vencía la licencia y la renovación tomaba veinte días. Pidieron no dejar de vender a las refinerías en ese lapso y el estado aceptó. De repente, un juez llamó a la compañía y dijo que le había llegado una orden de detención, y que si quería seguir siendo juez, tenía que firmarla. Por eso desaparecieron por un tiempo. Cuando Repsol aclaró las cosas con Evo, se entregaron. Aún así, los detuvieron incumpliendo acuerdos verbales. Pero poco a poco, van cumpliendo. Es una demostración de fuerza pero no van a condenar a esos dos, está claro.   
-¿Es necesaria esa demostración?

Aquí, el ejecutivo se come dos bocaditos de queso, para pensarlo bien.

-El precio del petróleo está muy alto –dice al fin-. El margen que deja es bastante. Y también es capital político. Chávez regala petróleo a Cuba, pero con eso sostiene a los médicos y profesores que le dan popularidad. En el plano internacional, su petróleo barato lo hace imprescindible para los países más industrializados de la región. Evidentemente, quiere ampliar su margen en detrimento de las empresas privadas. Lo mismo Evo. Es lógico. Es rentable por donde lo mires.
-¿Y ustedes no están furiosos?
-Lo damos por sentado. Forma parte de un estado soberano. En España, los hidrocarburos también son del estado. En Chile, el cobre, principal recurso natural, es del estado. Los operadores privados tenemos en nuestros contratos cláusulas que fijan nuestra participación según un “beneficio razonable”. Los abogados odian esa cláusula porque es interpretable. Pero es la que nos deja las manos libres para llegar a acuerdos. Si se gana demasiado dinero, el estado querrá más. Si se gana poco, necesitará más inversión privada. Ahora el petróleo está caro y sabemos que debemos ceder. Luego, el precio bajará, y nos pedirán que entremos. Eso se llama negociar. Y se hace siempre.
-No puede ser ¿Y todo el follón que hay montado con Chávez y sus cosas?
-Eso es política. Evidentemente, a los americanos no les hace gracia que un tipo que se pasa la vida insultándolos tenga un montón de petróleo. Pero no tiene que ver con sus acciones concretas. Es sólo política.

El ejecutivo se entrega a sus canapés de queso, y yo me quedo pensando que no se puede ser tan de izquierda con gente tan centrada. Pero que así tampoco se puede discutir rabiosamente, que es lo que nos divierte.    

Y sin embargo, luego me despierto con la noticia de que Evo Morales nacionaliza los hidrocarburos y ofrece seis meses a los empresarios para negociar o largarse de Bolivia. Imagino que a mi amigo el ejecutivo se le han atragantado los bocaditos de queso. Debo confesar que mi desayuno ha corrido la misma suerte.

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4 de mayo de 2006
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El falangista

La semana pasada estuve en Sevilla promocionando mi novela. Y recordé la presentación de mi libro en esa ciudad. Fue una de las ocasiones más espeluznantes de mi vida.

De entrada, casi había más gente en la mesa de presentadores que en el público. De los nueve asistentes, tres eran amigos míos, tres trabajaban para la editorial y sólo tres eran espontáneos, todos ellos claramente jubilados con ganas de matar el tiempo. Los presentadores eran mis amigos Edmundo Paz Soldán y Fernando Iwasaki.

Hablamos un rato de la novela y de literatura latinoamericana. Lo habitual. Al final, invitamos a los pocos participantes a formular cualquier comentario o pregunta. El silencio fue sepulcral. En esos momentos, uno se pregunta si no ha estado hablando con la pared. Súbitamente, uno de los espontáneos levantó la mano, y pensé que al menos podríamos conversar con algunos lectores y que eso siempre vale la pena. No sabía lo que comenzaba.

-¿Por qué habláis de América Latina? -preguntó el caballero con una mirada suspicaz.
-Porque somos de América Latina -respondí.
-No -dijo él contundente-. Sois de Hispanoamérica. Decir "América Latina" es darle armas al enemigo.

Pensé que bromeaba, pero no se estaba riendo. Traté de responder algo coherente:

-Bueno, es que Brasil, por ejemplo, no es hispano.
-Brasil debería ser parte de Portugal y Portugal debería ser parte de España. Brasil es hispano.

En ese momento, me fijé mejor ejn la insignia que llevaba el caballero en la solapa. Reconocí las flechas desplegadas an abanico. Era un miembro de la Falange, el histórico partido fascista español. Edmundo no entendía nada. Fernando -que es un excelente dilpomático- trataba de explicarle al hombre que no decíamos "América Latina" con mala intención. Y yo me aterrorizaba, imaginando que tendría a un pelotón de skin heads para matarnos a todos.

En ese momento, otra de las espontáneas levantó la mano para participar. Le dimos la palabra, convencidos de que al fin hablaría alguien con un mínimo de sensatez. La señora dijo:

-¿Y las Vascongadas? ¿Por qué les dicen Euskadi si son las Vascongadas de toda la vida?
-¡Porque son tontos! -dijo el falangista- ¡Porque quieren acabar con este país!

Quise implorar con la mirada la intervención del otro espontáneo, pero estaba dormido. Traté de recordar que mi novela era una historia intimista sobre una familia y su vida sexual, pero era imposible. España se desgarraba ante mis ojos.

Fue un alivio cuando Fernando declaró la sesión clausurada. Pasamos a una terraza, donde la librería nos ofrecía una copita de cava para celebrar con los amigos. Para mi sorpresa, el falangista pasó con nosotros. Lo primero que hizo fue servirse un cava. Lo segundo, acercarse a mí:

-He notado que cuando hablé del enemigo se rió usted- me dijo con el ceño fruncidísimo, casi torcido.
-Perdone, es que no entendí ¿el enemigo de quién?
-Francia, Inglaterra, los enemigos de siempre del reino de España, hombre...
-Ya, claro -yo me orinaba en los pantalones, no quería enojarlo-. Es que pensé que estaban juntos en la Comunidad Europea.
-La Comunidad es su última trampa para acabar con nosotros.
-Vale. ¿Y entonces qué piensa usted de los inmigrantes?
-Fuera todos. Los negros, los moros. Están desangrando a España.
-Ya. bueno, quizá no lo ha notado, pero yo soy un inmigrante.

Me miró de arriba abajo.

-Bueno, un par de intelectuales blancos tampoco son un problema.
-Comprendo -le dije temblando-, y dígame ¿Qué pasa con mi amigo Fernandito Iwasaki? Él es japonés.
-Japón es una raza superior. Estaban con Alemania en la guerra.
   
En ese momento, pasó por ahí mi amigo David, que es de Soria y tiene un arete en la nariz. Yo casi lo arrastré con el falangista y luego escapé de la conversación. A mis espaldas, lo último que escuché fue que David decía fue:

-Pues yo creo que deberíamos tener de todo. Debería haber españoles chinos y españoles árabes y españoles negros...
-No me extraña nada con el pingajo ése que te cuelga de la nariz.

Pasé todo el resto de la promoción con miedo en el cuerpo. Imaginaba que ese hombre quizá habría golpeado a extranjeros o amedrentado a compatriotas. Lo veía surgiendo de alguna esquina para flagerlarme. Durante esta visita a Sevilla, en algún tiempo muerto, le conté la historia a la chica de la editorial. Ella respondió:

-¡Lo recuerdo! El falangista. Pobre. Es un jubilado que se aburre. Solía colarse en todas las presentaciones literarias para tomar un cava después.
-¿Y ya no va?
-Es que fuma mucho. Desde que está prohibido fumar, no lo hemos vuelto a ver.   

Me alegro.

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3 de mayo de 2006
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Amor a la musulmana

Durante un tiempo salí con una chica marroquí. No pueden imaginarse lo difícil que fue acostarme con ella. Se resistía con todas sus fuerzas. Hasta ahora, yo lo atribuía a que las mujeres musulmanas eran tan reprimidas como las católicas, pero el viaje a Marrakesh me ha hecho comprender las cosas con más profundidad.

La capital turística de Marruecos tampoco se desnuda fácilmente. Sus estrechos callejones están llenos de pasadizos secretos y bordeados por muros altos e inescrutables. Las pequeñas ventanas no parecen diseñadas para mostrar sino para ocultar a sus habitantes, que además viven aislados del exterior por las gruesas paredes que los protegen el calor. Marrakesh te exige desvelarla paso a paso. Sin embargo, esa vocación por el misterio no tiene un talante severo o represivo como el de los monasterios. Por el contrario, forma parte de la seducción.

Mi musulmana –la llamaremos Fátima- solía quejarse de los hombres occidentales. Decía que sólo querían acostarse con ella, y que les resultaba demasiado fácil follar y demasiado difícil escuchar. Que ni siquiera se tomaban el trabajo de fingir algún interés por ella más allá de lo estrictamente cárnico. Tardé en comprender que no se resistía al sexo para llegar virgen al matrimonio, sino porque consideraba que hacerlo con una persona querida era una experiencia más plena, y la única que valía la pena.

Por eso, cuando conseguí vencer sus resistencias, el cambio fue sorprendente. Ella celebraba el sexo como un ritual. Cada noche que llegábamos a su casa, se bañaba. Recuerdo especialmente su obsesión por lavarse los pies. Cuando venía ella a mi casa, se vestía y pintaba como si fuese a una cena de gala. Incluso me regalaba a mí ropa interior, desodorantes y colonias. Necesitaba que cada acto sexual fuese decorado y celebrado, como una misa de domingo.

Yo consideraba todas esas abluciones simpáticas pero exageradas, y a menudo, francamente engorrosas. Pero conocer Marrakesh también le dio un sentido a eso. En el sur marroquí aún se ven muchas mujeres con velo, y se mantiene la cultura patriarcal machista, pero eso no necesariamente conlleva el grado de austera misoginia habitual en la tradición cristiana. Por el contrario, los mercados marroquíes están llenos de esencias y perfumes. Los jabones de jazmín y aceites para masajes son productos cotidianos. Hay un valle entero dedicado al cultivo de rosas, y una ciudad –Kelaa M’Gouna- que vive de los productos de tocador con el aroma de esa flor. Es costumbre regar de pétalos las mesas y las camas. Los marroquíes no le hacen ascos a la sensualidad ni al placer de los sentidos. Más bien, han desarrollado ambas cosas con delicadeza y talento. 

Creo que se debe precisamente a que aún creen en la trascendencia. Fátima puede parecer ingenua por la importancia que le daba a los detalles. Pero ahora entiendo que para ella las cosas tenían un sentido trascendental. El sexo era símbolo de algo más. En mi cultura de consumo, eso era inconcebible. En general, nos interesa de la gente sólo lo que se puede tocar, y ni siquiera estamos dispuestos a invertir demasiado para conseguirlo. Total, tenemos al alcance de la mano todas las sensaciones enlatadas: si queremos reírnos encendemos la tele, si queremos euforia tenemos cocaína, y el sexo siempre se puede conseguir más barato. La felicidad ya no es necesaria, porque podemos comprar una amplia gama de productos mejores.

Por esa época, yo acababa de separarme y no quería tener una relación estable. Ella decía lo mismo, pero no sabía cómo hacerlo. A sus ojos, salir juntos inevitablemente imponía compromisos que yo no reconocía, y la contradicción entre las palabras y los hechos era una constante fuente de discusiones. Dejamos de salir hace casi dos años, y nunca la he visto desde entonces.   
                
A veces me pregunto si realmente somos tan avanzados como creemos, o si sólo hemos achatado nuestras expectativas al nivel de un McDonalds espiritual. Para ser feliz, Fátima necesitaba cosas que a mí no me hacían falta. Era más exigente que yo con la vida. Pero no tengo claro si eso es bueno o malo.

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28 de abril de 2006
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La naturaleza humana según Brooke Shields

Hace unos días pusieron en la televisión La laguna azul, la película de 1980 cuyo mayor mérito es mostrar a Brooke Shields semidesnuda durante buena parte del metraje y completamente desnuda el resto del tiempo. En el argumento, ella y un jovencito rubio naufragan en una isla desierta durante su niñez, y pasan ahí años descubriendo su sexualidad y sus sentimientos de modo natural, sin la interferencia de una sociedad. A continuación, la naturaleza humana al desnudo según Brooke Shields:

1. Según la peli, si dos seres humanos de unos siete años cayeran en una isla desierta solos –su improvisado tutor muere al poco de llegar-, aprenderían por sí mismos a construir una cabaña de juncos de varios pisos con puertas falsas, terrazas y resbaladeras. Un triplex tropical cómodo y funcional. Lo que sí les costaría trabajo es, a pesar de ir todo el día en pelotas, dejar de llamar “bultitos” a los pechos y “cosita” al pene.

2. No obstante esos eufemismos, no les supondría ningún tipo de problema técnico descubrir el correcto uso de los bultitos y las cositas por sí mismos y sin asesoría. Eso sí, aún en condiciones de aislamiento, la chica se resistiría durante un buen tiempo antes de consumar -que para eso una es una dama-, obligando al joven a autogratificarse de un modo que debe haber aprendido por telepatía. 

3. Mientras estuviesen en tierra, sus cuerpos se mantendrían perfectamente estables. Al parecer, sus hormonas de crecimiento sólo se activarían al bañarse en el mar, y lo harían de porrazo: les caerían tres o cuatro años en cada baño. No obstante, a lo largo de todo el tiempo, sin importar las tormentas ni los caníbales, la chica y el chico tendrían el pelo perfectamente sedoso y bien peinado, y a ella nunca le saldrían pelos en las axilas.

4. Un día, como en Adán y Eva, ella cedería a la tentación de internarse en el bosque prohibido y encontraría una gigantesca cabeza de barro. Ella decidiría que eso es Dios y que hay que ir a adorarlo con regularidad. Él, por su parte, se negaría a abandonar su sofá. Es una suerte que no tenga un televisor.   

5. Todo eso más o menos sería la felicidad perfecta. No echarían en falta nada de su pasado, ni siquiera la comida o usar zapatos.

Mientras más pienso en esa película, más me alegra vivir en un mundo con contaminación nuclear, hornos microondas y pizzas congeladas. Lo otro es totalmente antinatural.      

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27 de abril de 2006
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El aroma casero del gas lacrimógeno

Mi primer recuerdo del centro de Lima es la imagen de unos perros colgados de los postes de luz. Algunos de ellos estaban abiertos en canal, y otros llevaban carteles insultando a la madre de Deng Xiao Ping.

Por esa y otras razones, mis amigos y yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que vivíamos en el barrio residencial de Miraflores nos limitábamos a verlo en las revistas cuando había una manifestación política, o una bomba, o un discurso de los que improvisaba Alan García en el balcón del palacio de gobierno.

Sabíamos que la Plaza de Armas era un territorio comanche de carteristas y vendedores ambulantes. Oíamos a los abuelos hablar del tiempo en que el tugurizado jirón de la Unión era el aristocrático escenario de sus tertulias y sus romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a la procesión del Señor de los Milagros, y me impresionó el olor de los inciensos, el morado de los hábitos, los empujones de las viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz. Pero no conocí mucho más. El centro, simplemente, no formaba parte de la geografía de mi vida.

Sin embargo, cuando comencé a trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante. El centro tenía todo lo que se pudiese encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las casas señoriales de los conquistadores –aún habitadas por sus familias- al lado de los barrios marginales. El barrio financiero salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el río sin agua o la casi inutilizada estación ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los transexuales del jirón Huatica o los sex shops que vendían dudosas pócimas para alargar el pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los gigantescos pisco sours “Catedral” del decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a la calle había algún detalle sorprendente, algo que conocer. Me sentí un idiota por no haber experimentado todo eso antes. Incluso pensé mudarme ahí.   

Pero sin duda, lo más divertido eran las manifestaciones. A finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme un rato a la hora del almuerzo. A veces me topaba con los de Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los acompañaba un rato, gritaba sus consignas y me iba a comer algo.

Una vez, decidí no manifestarme, para variar. Traté de ir directamente a comer un tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la manifestación era especialmente gorda, y me costó media hora atravesar el atrio de la Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina de Palacio de Gobierno, sentí un extraño picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor, todo el mundo corría y se entrechocaba. En los resquicios en que conseguía mirar a través de mis propios párpados, veía a los policías aporreando a los manifestantes a pocos centímetros de mi indefensa cara. Me puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo quería comerme un tacu tacu!”.

Mi último día en Lima antes de viajar a España, decidí sentarme en una terraza a contemplar la manifestación con cierta nostalgia adelantada. Acababa de aparecer en televisión Montesinos comprando a un congresista opositor, de modo que esa manifestación era especialmente indignada. Frente a mí, una señora observaba a los manifestantes con su niño de unos cinco años, la misma edad que yo tenía cuando colgaron a los perros de los postes. El niño preguntó:

-Mamá ¿Qué hacen?
La señora fumaba. Tenía cara de curtida por la vida.
-Se manifiestan, hijo.
-Ah –el niño meditó un rato antes de repreguntar-. ¿Y por qué se manifiestan, mamá?
-Por la democracia.
El niño asintió satisfecho, pero después de un rato de asimilar la información, volvió a la carga:
-Mamá ¿Qué es la democracia?
Esta vez, la señora expulsó la última bocanada de sus pulmones y apagó el cigarro con la suela.
-La democracia, hijo, es que a los ladrones que te gobiernan los cambien cada cinco años. Porque si los dejan diez, ya no los para nadie.

Luego siguieron su camino, y yo me quedé pensando cuánto echaría de menos el centro de Lima.      

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26 de abril de 2006
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Las aventuras del fiscal Chacaltana

Discurso de recepción del Premio Alfaguara
Santiago Roncagliolo

A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convivencia para satisfacer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas. Esta novela es un enfrentamiento entre ambos.

Mi perdedor se llama Félix Chacaltana Saldívar y ostenta el cargo de fiscal distrital adjunto en la provincia de Huamanga. El fiscal Chacaltana cree en la ley, cree en el orden, cree que todos seremos felices si respetamos los procedimientos estipulados en el código procesal civil, procedimientos que sabe recitar de memoria. Pero en esta novela, se enfrenta a un asesino en serie que considera que el descuartizamiento es un arte y esculpe a sus víctimas con motivos religiosos de la Semana Santa, un criminal no previsto en el ordenamiento jurídico, que hace estallar los estrechos márgenes en que el fiscal trata de encerrar el mundo. 

Salman Rushdie dice que uno de los principales retos de un escritor es el retrato del horror, quizá porque queda precisamente más allá de lo que se puede explicar con palabras. Algunos de los novelistas que le han dado forma a este libro son precisamente los maestros de la violencia: Ian McEwan, Coetzee y Roberto Bolaño, incluso Tabucchi, que ha mostrado su lado más gris y cotidiano. Pero el fiscal distrital Félix Chacaltana Saldívar se ha alimentado también de los materiales que los escritores suelen despreciar: las películas como El Silencio de los Inocentes, Seven, incluso las historietas como From Hell de Alan Moore. Me gusta la capacidad de la cultura popular para atrapar a los lectores, y creo que se puede poner perfectamente al servicio de las preguntas más profundas sobre la condición humana.

De hecho, nuestra comprensión de los conflictos más brutales no suele ser más compleja que una historieta, con buenos y malos. Con enternecedora inocencia, siempre consideramos que estamos del lado bueno, que nuestros asesinos son unos héroes y los del otro lado son criminales sanguinarios. A que quien plantee alguna duda al respecto lo confinamos a la orilla opuesta y, por eso, evitamos escucharlo. Nos preguntamos ¿Cómo voy a discutir con alguien que no está de acuerdo conmigo? Y hablamos sólo con los que piensan como nosotros, felicitándonos mutuamente por tener la razón.

En eso, todos nos parecemos un poco al fiscal Chacaltana. Pero en Abril Rojo, el fiscal descubre que la línea que divide a los dos bandos de una guerra, incluso de una guerra contra el terrorismo, es más tenue de lo que creía. Y peor aún, que él mismo no sabe de qué lado está. De alguna manera, su confrontación con el psicópata representa el enfrentamiento entre un país de asesinos y un país que se niega a verlo. Sólo que ambos países son dos caras del mismo, son compañeros de cama involuntarios.

Supongo que el fiscal Chacaltana vive algo similar a lo que vivió su país. Él creció en una sociedad de asesinos, pero nadie se lo dijo. Había terroristas, luego declararon una guerra contra el terrorismo, y llegó un momento en que ambos bandos se volvieron difíciles de distinguir uno del otro. El Perú tardó años, y decenas de miles de cadáveres, en poder mirarse al espejo y empezar a recoger los pedazos de su propio rostro. Este libro es sólo uno más de los que están escribiendo nuestros muertos por la mano de autores como Mario Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez, Alonso Cueto, Oscar Colchado, Jorge Benavides, Luis Nieto Degregori, Víctor Andrés Ponce, y muchos otros.

Sin embargo, las preguntas en la base de Abril Rojo no son una exclusividad peruana. En España también, escritores como Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón siguen ofreciendo nuevas versiones de una guerra que ocurrió hace setenta años, y que se ha tomado todo este tiempo para descubrir que la vida no es en blanco y negro. Es decir, que lo blanco nunca es tan blanco, pero lo negro sí que es tan negro, y peor.

Con diferentes rostros, estas reflexiones se suscitan una y otra vez a lo largo de la historia. Ahora mismo, cuando la guerra contra el terrorismo se ha vuelto global, nos preguntamos cuánto debe matar para que no haya más muertos, cuántas libertades hay que restringir en nombre de la libertad, a cuántos países se puede invadir para que el mundo sea un lugar más seguro.

De eso también habla esta novela. A medida que transcurre su investigación, el fiscal Chacaltana va descubriendo que la guerra deja cicatrices incluso debajo de la piel, y que los muertos que produce siguen habitando el mundo en la memoria, e incluso en el olvido de los vivos. Por eso me alegra que el fiscal Chacaltana esté hoy en España, que recuerda setenta años de una guerra y podría celebrar el aniversario con el fin de otra. Y me alegra que este premio vaya a llevar al fiscal a Colombia, y a Chile, a Argentina, y a muchos lugares que han sufrido ese momento de la historia en que, bajo distintas circunstancias y con muy diversos matices, algunas personas han decidido que la única solución legítima a los problemas políticos es la muerte.

Si algo sabe el fiscal Chacaltana por experiencia propia, es que toda paz implica mirar al horror a la cara y ser capaz de cierto grado de perdón. Pero también sabe que todo perdón entraña una injusticia. Vivir sin sangre implica en cualquier caso convivir con quienes la hayan derramado. Después de lo experimentado en este libro, el fiscal se pregunta qué hay que es peor: si dejar en paz a los asesinos o dejar que sigan asesinando. Pero también sabe que no le toca a él responder a esa pregunta. Las sociedades van dando sus propias respuestas y no se preocupan mucho por su opinión al respecto.

Quizá el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar sea vagamente conciente de que él mismo está hecho de palabras, y peor aún, de mentiras. Por eso, como toda la literatura, es incapaz de ofrecer respuestas. Pero con suerte, como la buena literatura, pueda señalar algunas preguntas, el tipo de preguntas que se repiten en todos los rincones del tiempo y el espacio, y que dibujan los contornos de lo que llamamos humanidad. Si es capaz de conseguir eso, el fiscal sentirá que su vida ha tenido algún sentido. Y yo sentiré que ha valido la pena pasar con él los meses que hemos compartido en mi escritorio, y el largo viaje que nos espera.

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25 de abril de 2006
Blogs de autor

Abdul, el musulmán

Según una reciente encuesta, el 90% de los españoles considera que los musulmanes son autoritarios. El 79% los acusa de intolerantes. Y un 68% los llama violentos. Pero mientras atravesamos la cordillera marroquí del Alto Atlas, mi guía Abdul parece una persona de lo más moderada y amable.

-¿Cuántas veces al día rezas? –le pregunto.
-Debo rezar cinco veces, pero puedo diferir algunas oraciones si estoy trabajando. Alá comprende.
-¿Y qué pasa si no lo haces? ¿Ustedes creen en el Diablo, como los católicos?
-No. Alá no necesita asistentes. Él decide todo, él juzga quién merece un premio después de la muerte y quién no.

La religión está más presente en la vida de Abdul que en la de cualquier católico que yo haya conocido. De hecho, lo está en la de todos aquí. Hay una mezquita en cada pueblo que atravesamos. Hay incluso más mezquitas que pueblos. Están pintadas de blanco para que destaquen entre las construcciones de un monótono color tierra. Y sus torres son siempre los edificios más altos, incluso de las ciudades como Marrakesh. Cinco veces al día –una de ellas a las tres de la mañana- los altavoces de esas torres llaman a rezar con voces que a mis oídos suenan como de ultratumba. Si no encuentras la mezquita, es que estás muerto. 

Por supuesto, la importancia de esas mezquitas para sus fieles es mucho mayor que la de las iglesias para un cristiano. En cada pueblo, el imán es prácticamente el alcalde. Recibe un sueldo del estado y asiste a una escuela durante unos cinco o seis años, donde entre otras cosas, se aprende de memoria el Corán. Una vez graduado y destinado a un pueblo, sus funciones incluyen la integración de los nómades que lleguen de las montañas: los alfabetizan, los adoctrinan y les buscan algún trabajo en el pueblo, para evitar la aparición de marginales.

-Marruecos parece un lugar muy seguro. ¿No roban?
-La religión lo prohíbe.
-¿La religión? Dirás la ley.
-Es lo mismo.

En efecto, el jefe del Islam en el país es el rey. El estado y la religión se conciben como una sola institución que cuida de la salud espiritual y el tejido social de la comunidad. El mundo musulmán tiene un sentido comunitario de todo, incluso de la propiedad. Abdul, por ejemplo, parece un millonario: usa dos casas, una de ellas de cuatro pisos y con vista al valle del Draa. Pero ninguna es suya.

-Los propietarios son mi padre, dos hermanos de mi madre, una tía, su cuñado y dos de mis hermanos.
-¿Y tú por qué no eres propietario?
-Porque no me he casado. Cuando tenga hijos, parte de la casa será mía.

La familia es el encaje social de las personas. Tener hijos es la mejor inversión, porque ellos también tendrán hijos y entre todos podrán compartir sus posesiones. Abdul tiene seis hermanos. Cuando vamos a su casa, tomamos el té con la abuela, el abuelo, tres señoras que no son pareja de los otros tres señores, tres niñas y dos pequeños. Pregunto varias veces cuánta gente vive en esa casa, pero nadie me lo sabe decir con exactitud. Eso sí, no hay fotos de ellos en las paredes ni sobre las mesas. En vez de eso, hay versículos del Corán enmarcados. La única figura humana que decora la casa es un gigantesco retrato del rey Mohamed VI, que Abdul observa con genuino afecto.

-Es un buen rey. No le gustan los ricos. Es un hombre sencillo que quiere a los pobres.
-¿Pero no me dijiste que tenía un campo de golf privado y ha construido un palacio especial para que su hijo vaya a tomar el aire del campo? 
-Sí, pero es muy sencillo. El día en que se casó, invitó a todos los pobres a celebrarlo con él.
-¿En su palacio?
-No, por las calles.

En una sociedad tan protectora de la familia, el matrimonio es, por supuesto, la institución fundamental. Si tienes dinero, la boda puede durar hasta nueve días. En Ouarzazate, nos cruzamos con alguna caravana que festejaba en la calle, bloqueando el tránsito, para que todo el mundo pudiese ver que se casaba alguien de la familia. Proporcionalmente, lo peor que le puede ocurrir a tu familia es que no te cases. De ahí el tabú de la homosexualidad.

-Los gays son ilegales, y sólo traen problemas. Mi hermano administra un hotel. Cuando llega un par de varones europeos y pide un cuarto con una sola cama, les pide sus documentos para ver si son hermanos. Si no lo son, les niega el cuarto. Que hagan lo que quieran, pero con dos camas. Así, si llega la policía, mi hermano no es cómplice.
-En España, los gays se pueden casar. Es legal.
-En eso vamos a terminar aquí también. Ya han empezado con leyes de igualdad de la mujer y esas cosas.
-¿No estás de acuerdo con la igualdad de la mujer?
-Es discriminatoria.
-¿Qué?
-Claro, porque las leyes benefician sólo a las mujeres de la ciudad, que tienen educación y pueden conseguir trabajos. En cambio, las mujeres del campo lo tienen más difícil. El 80% son analfabetas. ¿Quién se va a casar con ellas? Ahora todos los hombres quieren mujeres de la ciudad, porque ellas tienen dinero.
-Bueno, pero las de la ciudad también son más propensas a divorciarse.
-Da igual. Con la nueva ley, tras el divorcio, los bienes se reparten en partes iguales, sin importar que la mujer trabaje o no. Una razón más para que los hombres sólo quieran casarse con las mujeres de la ciudad. Esas leyes quizá sirvan dentro de varios años, pero la sociedad marroquí no está preparada para ellas.

Por momentos, recuerdo la manifestación contra el matrimonio gay que la Iglesia convocó el año pasado en Madrid. Pienso en los sacerdotes argumentando que el matrimonio gay acabaría con la familia. Rememoro a las madres manifestándose con los cochecitos de sus bebés. El 79% de los españoles piensa que los musulmanes son intolerantes, pero quizá, después de todo, no seamos tan distintos.    

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24 de abril de 2006
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