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El Boomeran(g)

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A favor y en contra

El conductor del programa ostenta el grado académico de “bachiller”, aunque todos dicen que era policía. Usa barba de guerrillero maduro y una gorrita con la imagen del Che Guevara. En su mesa se acumulan imágenes de Martí, fotos de Fidel, un gran retrato de Bolívar y una foto de Hugo Chávez abrazando a una anciana. A pesar de tanta solemnidad revolucionaria, el bachiller es un hombre irónico, más bien sarcástico. Su espacio televisivo lleva por nombre La hojilla, y su símbolo es una navaja de afeitar con los colores de la bandera venezolana. 

-La mitad de este país ve La hojilla –me dice Alberto Barrera-. Y la otra mitad, Aló ciudadano. Ambos se presentan como espacios de reflexión crítica sobre las noticias del día. Pero son sólo espacios de burla a favor del gobierno y la oposición respectivamente. A mí me cuesta decidir cuál es peor.

Alberto es el biógrafo de Chávez, y me ha costado convencerlo de pasar su lunes por la noche viendo el programa del bachiller. En realidad, a nadie que conozca le parece un plan especialmente agradable. Y sin embargo, el programa no deja de ser llamativo. Filman a los furibundos líderes de una marcha opositora, y luego la cámara muestra que están solos en la calle. Entrevistan a una exaltada manifestante que grita a la cámara “¡son ustedes unos mentirosos!”, y le ponen de subtítulo: “qué linda ¿no?”. La hojilla no hace el más mínimo esfuerzo por fingir cierta objetividad. Es un baño de ácido, un escarnio constante y  panfletario contra los opositores de Chávez.

Según Alberto:

-Aunque algún programa periodístico fuese objetivo en Venezuela, nadie se daría cuenta. En este país, la noción de verdad está sesgada para un lado u otro. Una vez, Chávez anunció a todo el país que habían tratado de matarlo. Mostró en televisión el fusil que los supuestos asesinos tenían preparado, y hasta sus teléfonos celulares. Advirtió en cadena nacional que los capturaría. Prometió revelar sus números y sus nombres próximamente. Nos dejó con ese suspenso hasta el próximo capítulo, pero el capítulo nunca llegó. No volvió a tocar el tema. Poco después, los organizadores de una marcha de oposición anunciaron que setecientos francotiradores cubanos estaban apostados en los edificios para montar una masacre. Nadie lo probó. Nadie demuestra nunca que esas acusaciones sean ciertas, pero todos actúan como si lo fueran.

Cualquier repaso por la televisión venezolana confirma las palabras de Alberto. Para bien o para mal, Hugo Chávez parece acaparar cada minuto de transmisión. Durante la promoción de mi novela en Caracas, muchos entrevistadores tratan de que me manifieste a favor o en contra. Yo procuro ofrecer análisis, hablar de la dimensión regional de Chávez, contar cómo es percibido fuera de su país. Pero en cuanto los periodistas comprenden que no obtendrán ni una condena ni un elogio, pierden el interés y cambian de tema. No son tiempos de reflexión, sino de confrontación. No se requieren teóricos sino soldados. Lo mismo ocurre en la calle. Las conversaciones invariablemente resbalan en el “comandante”. No es que la gente hable de política. Habla de Chávez.

-Y entonces ¿Es un dictador o no? –le pregunto a Alberto.
-Chávez ha hecho cosas muy interesantes. Eso sí, todas con doble filo: ahora en este país se pagan impuestos al fin, pero ese sistema sirve también para presionar políticamente. El gobierno ha montado un gran aparato cultural, pero también lo usa para hacer propaganda. Se ha politizado como era necesario el tema de la pobreza, pero también se manipula.
-¿Y qué recepción ha tenido tu biografía sobre Chávez?
-Los chavistas más radicales la detestan. Los opositores más radicales, también. Supongo que eso significa que el libro está bien hecho.

Volvemos a ver la televisión, en silencio. En la pantalla aparece un candidato opositor, pero la imagen ha sido manipulada para que hable en cámara rápida, como si fuese un muñequito de cuerda.

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20 de julio de 2006
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Alemanes tropicales

Con su techo a dos aguas, su puerta de arco gótico y su campanario, la iglesia de este pueblo es un ejemplo de arquitectura bávara. Lo mismo ocurre con las torres de la entrada, típicamente alpinas, y con las pintorescas casitas que se alinean en las calles, como si fueran de juguete. Entre tanto espíritu germano, cuesta recordar que estamos a sesenta kilómetros de Caracas, casi en plena selva negra, rodeados de espeso follaje tropical.

Y es que, más allá del busto de Bolívar infaltable en cualquier plaza pública venezolana, pocas cosas de este pueblo recuerdan al hemisferio sur. La gente es rubia y alta, los niños hacen danzas con faldas rojas y chalequitos tiroleses y la Oktoberfest se celebra todos los años: bienvenidos a la Colonia Tovar, un rinconcito de Alemania en el corazón del trópico.

El origen de este lugar surrealista se halla en 1840, cuando el presidente venezolano José Antonio Páez decidió promover la importación de europeos. La versión oficial dice que fue para activar las tierras de cultivo, pero considerando que eso podría perfectamente haberse hecho con gente de países más cercanos, quizá haya que dar por cierta la explicación más delirante: que el gobierno pretendía mejorar la raza.

Como sea, Páez concedió préstamos a sus empresarios para llevar al país inmigrantes europeos. No es que sobrasen candidatos, la verdad. Pero coincidió que  la zona de Baden, región de Alemania ubicada entre el río Rin y las montañas de la Selva Negra, tenía problemas de productividad agrícola. Dentro de esta zona existía una región llamada Kaiserstuhl (en español “Silla del Emperador”), en la cual se hizo circular un folleto que comenzaba con las siguientes palabras:

"Cuando los nuevos Estados libres de América se encuentran en la necesidad de llamar colonos extranjeros para promover por medio de esta población y el cultivo de las tierras baldías el progreso de la civilización, en los viejos Estados europeos hay un exceso de población que los obliga a tratar de deshacerse de parte de ella ya que hacen peligrar la economía de los Gobiernos".

El folleto era algo así como los avisos para el sorteo de visas a EE. UU. Describía las bondades del clima, las cualidades de la tierra, su ubicación privilegiada y la abundancia de agua. Ofrecía a los emigrantes terreno listo para sembrar, casas nuevas, ganado y herramientas. Además recibirían dinero para los gastos de viaje y financiamiento para la subsistencia hasta que fueran capaces de mantenerse por sí mismos. Todos estos adelantos podrían pagarse en cinco años y sin intereses.

Tres años después de la aprobación de la ley venezolana de migraciones, 239 varones y 150 mujeres provenientes de la parte alta del río Rin se embarcaron rumbo a una nueva vida. Y ahí se quedaron. Solos. No hubo otros grupos como ellos, y nadie colonizó las tierras adyacentes. Durante casi un siglo, estuvieron comunicados con el mundo sólo por vía fluvial. Sólo en los años 30 se construyó una carretera. 

Hoy en día, los habitantes de la Colonia Tovar se dedican a la venta de frutas, la elaboración de cervezas y salchichas y la atención al turismo. La mayoría de ellos hablan español de frutero venezolano y alemán del siglo XIX. El alto índice de endogamia los ha convertido en una de las poblaciones con el mayor índice de síndrome de Down en el mundo. Y es un lugar agradable. La Colonia Tovar, siglo y medio después de su surgimiento, se ha convertido en una travesura de la política migratoria, un raro capricho, un ejemplo de los insospechados recovecos que brotan en el curso de la Historia.

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19 de julio de 2006
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Altamira

Mi habitación en el hotel Altamira Suites de Caracas parece un palacio. Tiene una sala y un comedor. Tiene una cocina con horno microondas. Tiene balcón. Tiene una nevera con cuatro tipos de cerveza. Tiene hasta condones, porque un cuarto como este te pone en la obligación moral de acostarte con alguna chica. O con muchas: una por cada tipo de cerveza.   

Con el fin de ayudar al cliente a cumplir con esa obligación, el hotel tiene el mejor bar de la ciudad. Está en el piso 19 y tiene un jacuzzi en el centro. Además, cuenta con una de las mejores vistas de la ciudad. La terraza del hotel domina toda la capital, cuyo paisaje de edificios presidido por la monumental montaña El Ávila le da un aire neoyorquino tropical, al menos de noche.

Hoy es sábado, y el bar está lleno de chicas con aretes grandes y pantalones apretados, y chicos del barrio de Chacao. Los asistentes se disponen en parejas y grupos. Parece que soy el único solo. Finalmente, trabo conversación con un americano y su amigo venezolano que beben Manhattans apoyados en la barra. El americano se llama Barry, aunque según me explica, su nombre verdadero es más complicado y él, además, no es americano de nacimiento: es israelí naturalizado en Nueva Jersey. Es amable.

-Desde aquí, Venezuela se ve muy próspera ¿no? –le digo. 
-Espero que sí, yo vengo por negocios.
-¿En qué rama?
-Telecomunicaciones.
-¿Y qué tal la gente por acá? ¿Son muy corruptos?
-Lo normal.
-Bienvenido a América Latina.
-Bueno, no creas que los americanos son unos ángeles. Al contrario, son unas bestias. Y hay más dinero.
-Pero supongo que hay más maneras de controlarlo. Enron era muy corrupta, pero se descubrió.
-Sí y no. Simplemente, son un poquito, no mucho, apenas un poquito más listos. Si quieres comprar a alguien por un millón de dólares, lo contratas para una asesoría. Hace la asesoría, que se limita a compartir un almuerzo y pedirle a algún empleado que redacte un informe sobre algo sin importancia. Y le das su millón de dólares. Todo limpio. El problema aquí es que quieren el millón a cambio de nada.
-Ya.

Conversamos un rato más hasta que anuncio que me voy a dormir. Entonces, por primera vez, habla el venezolano. Se llama Miguel y es mucho más joven que Barry.

-¿Quieres que te lleve a tu casa?
-Estoy alojado aquí.
-¿Y no quieres que te acompañe?
-¿Cómo?
-Podemos tomar la última copa.
-No hace falta. Gracias.

Al pagar mi copa, me impacta la cifra de la cuenta: 14.000. Los dólares aquí se cambian a 2.000 bolívares, aunque en el mercado negro alcanzan los 2.300. Por eso, las cuentas dan miedo: un café cuesta 2.000. Un almuerzo alcanza los 45.000. Una llamada telefónica internacional: 7.900. Todo es mucho en Venezuela.   

Esta noche duermo solo, como todas las demás.

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18 de julio de 2006
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“Yo salvé la vida de un terrorista”

Ahora, Edilbrando Vásquez es administrador de la embajada peruana en Quito, un trabajo apacible que consiste en garantizar la seguridad y las instalaciones. Al verlo en traje y corbata, parece que toda su vida ha estado sentado tras un escritorio. Pero en cuanto uno escucha su historia, descubre que esa corbata esconde una garganta que podría haber sido abierta por un cuchillo o atravesada por una bala. Y es que Edilbrando participó en el operativo Mudanza 1, uno de los atentados contra los derechos humanos más sanguinarios del gobierno de Alberto Fujimori.

-¿Qué hacía usted ahí?
-Yo era capitán de la policía. En ese momento, actuaba como segundo jefe de una unidad de la Dirección Nacional de Operativos Especiales, con Base en Puente Piedra.
-¿Cuáles fueron sus órdenes?
-Restablecer el principio de autoridad. Según nos dijeron, las fuerzas del orden habían tratado de trasladar a los presos terroristas del penal de Castro Castro, pero los reclusos se habían amotinado. Hacían falta refuerzos.

Un mes antes, Alberto Fujimori había disuelto el Congreso y anunciado la reorganización del poder judicial. Posteriormente, había ordenado ese traslado de presos sabiendo que podía actuar en libertad, que no quedaba nadie para criticar sus métodos. Según una de las versiones del ataque, los policías y militares se apostaron en la azotea del pabellón de mujeres y dispararon bombas lacrimógenas, vomitivas e incendiarias. Según la contraria, las reclusas se resistieron a lo que debía ser un traslado rutinario y pacífico.

-¿Qué encontró usted al llegar a la cárcel?
-Los terroristas tenían bombas caseras y un fusil G3 que le habían quitado a un policía. Tuvimos que sacar a un capitán herido. Había otros cuatro compañeros con lesiones. Los nuestros también disparaban. Reinaba la confusión.
-¿Y entonces?
-El general Hurtado quería acabar con el problema porque se acercaba el día de la madre. De modo que las acciones se intensificaron. En consecuencia, las terroristas se desplazaron al pabellón de los hombres. Y finalmente, se rindieron.
Seis años antes, un motín simultáneo en las cárceles del Frontón y Lurigancho se saldaron con la masacre de más de 250 reclusos. Esta vez, sabiendo lo que les esperaba, los amotinados decidieron salvar la vida.
-Los terroristas empezaron a salir con las manos en la nuca hacia una glorieta conocida como El Gallinero. Pero cuando llegaron, la policía comenzó a disparar desde los tejados. No sé si hubo una orden o fue un producto de los nervios y la crispación. El caso es que los mataron a casi todos. Mientras eso ocurría, yo encontré a Osmán Morote. Estaba herido y arrinconado.   
         
Morote formaba parte de la cúpula senderista, pero corrían rumores de que sus propios compañeros lo habían entregado por diferencias con la dirigencia. Fue el primer senderista de importancia que cayó. Y era, claro, una de las presas más deseadas. Según Vásquez, su encuentro con él fue como sigue:

-Lo tenía boca abajo y le dije: “quédate tranquilo que te voy a salvar la vida”. Él me respondió “¿así me va a salvar la vida?”. Yo me quité el pasamontañas y le mostré mi cara. Le dije: “confíe en mí”. Poco después, llegó un enmascarado con un fusil MP5. No tenía sentido. Los MP5 son de uso militar. Él tenía que ser un infiltrado. Me dio el fusil y me dijo: “toma, mátalo”. Yo me negué. Minutos después, me rodearon mis propios compañeros de la DINOES, para matarme. Pero nadie disparó. No íbamos a matarnos entre nosotros. Entregamos a Morote a la enfermería. Fue el único sobreviviente. Ese día murieron 42 de ellos.

Morote sólo tenía una bala en el glúteo. Desde entonces, muchos senderistas piensan que era un traidor, y que esa bala fue un intento por disimular que él le pasaba información al Servicio de Inteligencia. Otros creen que simplemente lo dejaron vivo para mantener cierta fachada de respeto por los derechos humanos. La supervivencia de Morote ha sido un misterio durante casi quince años. Edilbrando tiene su propia versión.

-No soy un santo, y no me habría importado matarlo. Pero recordaba la matanza de los penales en 1986. Después de eso, más de 200 compañeros fueron encerrados. Yo visité a muchos de ellos en prisión. Salvé a Morote simplemente porque no quería ir a la cárcel.

Días después, Vásquez fue designado para escoltar a Morote a su nuevo hogar, la cárcel de Yanamayo. Durante el trayecto pudieron conversar.

-Morote nos acusaba de asesinos. Yo le enrostré las brutales matanzas que había visto cometer a los senderistas en el Alto Huallaga, mientras estaba destacado ahí. Pero él simplemente no me creía. No es algo que me hayan contado. Yo vi con mis propios ojos los asesinatos, a veces con machetes, las masacres a la población. Sin embargo, él no me creía. En Sendero Luminoso había psicópatas, había gente enferma, pero también había gente como él, tan idealista que simplemente no veía la realidad.

Meses después, la unidad del capitán Edilbrando Vásquez fue desactivada y él pasó a retiro. Desde entonces se dedica a la seguridad privada.

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17 de julio de 2006
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Parte de combate

A raíz de mi blog de ayer, sobre las guerras entre Perú y Ecuador, se puso en contacto conmigo un peruano de más de ochenta años residente en Guayaquil. Me pidió que no revelase su nombre ni los datos que pudiesen identificarlo, pero me autorizó a publicar la siguiente historia, que transcribo en primera persona, del modo más fiel que me es posible:

“En 1941, durante la guerra con Ecuador, yo formaba parte de la Unidad de Paracaidistas del Cuerpo Aeronáutico del Perú, un destacamento que se estrenaba en acción. A mediados de julio, pocos días antes de la batalla de Zarumilla, el comando me ordenó a mí y a otros dos miembros de la unidad una misión de espionaje. La orden era volar más allá de las líneas ecuatorianas que acampaban en X, descender y observar sus equipos y armamento para preparar la ofensiva final. Posteriormente, debíamos desplazarnos hasta un río donde nos recogerían de madrugada para informar sobre nuestros hallazgos en la base de operaciones. 

Por entonces, las misiones de paracaídas tenían poca experiencia en el Perú y el mundo. De hecho, sólo se habían efectuado tres veces, todas en el marco de la guerra mundial, y todas por El Eje: los alemanes habían atacado con paracaídas en Narvik en 1940 y en Creta en 1941, y los italianos en Cefalonia en 1941. Lo que trato de decir es que no estábamos bien preparados para el asalto, y como cabía prever, fue un desastre.

Nada más tocar tierra, tuvimos que descolgar de un árbol a uno de mis compañeros, lo cual nos tomó tanto tiempo que cayó la noche. A oscuras, tuvimos que buscar un lugar para pernoctar. Al día siguiente, cuando despertamos, el terreno no cuadraba con nuestros planos. Es probable que hubiésemos sido lanzados desde el principio en el lugar incorrecto, o que el viento nos haya desviado. Como sea, no teníamos idea de dónde estábamos.

Tratamos de buscar algún río para orientarnos. Mientras avanzábamos, escuchamos un disparo. Presas del pánico, devolvimos el fuego rabiosamente. Creo que no dejamos de disparar hasta quedarnos sin munición. Y para cuando nos detuvimos, ya no sonaba nada del otro lado. Nos armamos de valor y penetramos en la selva.

Caminamos una hora o así, y encontramos un campamento militar ecuatoriano ¡Era X, nuestro objetivo! ¡Y estaba vacío! ¡Ni siquiera tenía guardias! Por un instante, pensamos que estaba abandonado, pero estaba claro que los soldados habían salido de ahí con prisa. Aún estaban las armas, la radio, la comida, incluso las fotos de chicas desnudas. Aunque, comparadas con las de ahora, supongo que eran unas fotos muy inocentes.

Encendimos la radio y nos quedamos ahí toda la tarde. Ahora que ya sabíamos dónde estábamos, planeamos partir cerca del anochecer, para protegernos con la oscuridad. Comimos, dormimos una siesta –siempre con uno haciendo guardia- y jugamos dominó un rato. Súbitamente, escuchamos una noticia en la radio. El locutor decía:

-Esta mañana, tras una cobarde incursión del enemigo peruano, nuestros gloriosos soldados fueron desalojados del cuartel de X. Para perpetrar su vil agresión, los peruanos contaron con un contingente superior a los 200 hombres con armamento moderno, con lo que nuestra tropa quedó en inferioridad numérica y táctica, no obstante lo cual, se batió arduamente en defensa de la soberanía patria…

Nos reímos mucho toda la tarde, y luego nos fuimos al río. De regreso, informamos sobre las posiciones enemigas, claro. Aunque siempre me he preguntado por qué no las destruimos o secuestramos. Simplemente, no se nos ocurrió. No teníamos mucha experiencia. Pocos años después, ya durante la paz, conocí a mi actual esposa, que es ecuatoriana. Desde 1951 vivo en Guayaquil”.

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14 de julio de 2006
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La patria, la soberanía y todas esas cosas con mayúsculas

Cuando yo era chiquito, venía con frecuencia a Ecuador a visitar a una tía. Y con frecuencia, mis visitas coincidían con los periodos de guerra entre ambos países. Las guerras eran así. A veces estallaban de repente, sin darle tiempo a uno a hacer las maletas.

Cuando el conflicto se desataba, mi tía me pedía que negase ser peruano, para evitar problemas. Yo temía ser incapaz de disimular mi nacionalidad. Pero pronto descubrí que no tenía sentido de todos modos. Cada vez que fingía, mi interlocutor resultaba ser peruano. Los ecuatorianos jamás me preguntaban de dónde venía. En realidad, es que éramos igualitos. Ni las costumbres ni el acento ni la manera de pensar nos distinguían a los unos de los otros. Los únicos que te preguntaban de dónde eras eran los peruanos, para saber si debían ocultar su nacionalidad ante ti.

Siempre me extrañó esa guerra, sobre todo cuando descubrí que se desarrollaba en una zona que nadie habitaba. En la frontera, sólo había dos campamentos militares, uno frente a otro. Si hubieran quitado esos puestos defensivos, no habría sido necesario defenderse. Las únicas vidas en juego eran las que mandaban ahí a pelear por algo que, por lo visto, era más importante que esas vidas: la patria, la soberanía y todas esas cosas con mayúsculas.   

Hace unos años, leí El espía imperfecto, una historia de Vladimiro Montesinos escrita por las corresponsales Jane Holligan y Sally Bowen. Y comprendí cómo funcionaba esa guerra.

Según el libro, a mediados de los noventa Ecuador avanzó en territorio peruano. En las primeras escaramuzas nos reventaron, y además habían planeado mejor la estrategia informativa. En suma, nos estaban despedazando. Perú tenía las elecciones a la vuelta de la esquina, de modo que Montesinos tuvo que concebir un plan rápido.

Un fin de semana, Alberto Fujimori apareció en la televisión en medio de una densa jungla. Dijo que eso era la zona de conflicto y que ya estaba. Habíamos ganado la guerra.

Al parecer, los ecuatorianos se quedaron satisfechos con sus avances, porque cesaron las hostilidades. Pero los generales peruanos se quedaron con esa frustración de macho al que le han orinado el territorio, y protestaron: dijeron que de haber estado bien armados, habrían ganado la guerra de verdad.

Para satisfacerlos, Montesinos decidió comprarle misiles a Corea del Norte. Así presionaría a Ecuador durante las negociaciones, mantendría contentos a sus generales y de paso se embolsaría una comisión. Cuando ya estaba negociando con los coreanos, un traficante bielorruso le ofreció a Montesinos unos aviones viejísimos y hechos polvo que pronto necesitarían repuestos y, por lo tanto, generarían más comisiones. Montesinos no sabía qué hacer, porque ya había apalabrado las cosas en Corea. Así que filtró a la CIA la información de que Perú le estaba comprando al régimen comunista. EE. UU. protestó diplomáticamente y las compras se cancelaron. En cambio, los aviones bielorrusos llegaron al Perú. Necesitaron repuestos un año después.

Así, aprovechando las cositas que iban surgiendo, Montesinos sacó unos $80 millones libres de impuestos. Otros 2 se los pagó el mismo Ecuador, “el enemigo”, para que no filtrase a la prensa que le habían comprado armas a Argentina, país garante de la paz.

A los reclutas sobrevivientes de esa guerra los licenciaron sin pensión. Con los muertos fueron más generosos: les dieron una urbanización en algún lugar del Perú. Las calles ahí llevan los nombres de los llamados “Héroes del Cenepa”. Seguro que, donde estén, están contentos: todos sus apellidos figuran con mayúsculas.

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13 de julio de 2006
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El baile de los presidentes

Los latinoamericanos estamos hermanados en el absurdo. A mi llegada a Quito, con cada persona que conozco, dedico un rato a jugar a nuestro juego más tradicional: el baile de los presidentes. Se trata de una competencia internacional: por turnos, cada latinoamericano va contando los disparates de sus respectivos presidentes, a ver cuál es el más ridículo.

Por lo general, los peruanos tenemos una imagen ganadora: Fujimori bailando tecnocumbia con un intelectual de extrema izquierda y un diplomático ultraconservador, durante la campaña electoral del 2000. Es difícil superar eso, pero la competencia es reñida. Ecuador ha acumulado puntos en la última década, en la que se han sucedido apresuradamente seis presidentes, entre ellos, ejemplares tan apetecibles como Abdalá Bucaram, defenestrado por incapacidad mental. 

Sin embargo, esta vez surge un nombre nuevo en el juego, un firme candidato al título que despierta, además, las más sinceras simpatías en todos los concursantes: Carlos Julio Arosemena, presidente constitucional del Ecuador entre 1961 y 1963.

Hijo de otro presidente y descendiente de próceres de la independencia, el linaje político de Arosemena se extiende hasta Panamá y Colombia. Fue, pues, criado para gobernar, y entre sus logros figuran la promulgación del código fiscal, varias leyes tributarias liberales pero con sentido social y ambiciosos planes educativos. Sin embargo, Carlos Julio tenía un pequeño defectillo casi sin importancia: bebía demasiado. Bebía, por lo visto, todo el día.

Se cuentan innumerables historias de ese vicio. En una de ellas, Arosemena llega al Club Nacional, cenáculo de la aristocracia ecuatoriana, acompañado por una evidente prostituta. La chica está tan vestida de prostituta que el maitre se niega a atenderla con el argumento de que es una mujer pública. Indignado, Arosemena se levanta de la mesa diciendo:

-Vámonos, cariño. Este señor dice que eres una puta muy conocida y no puedes beber con todas estas putas anónimas.
 
La caída de Arosemena empezó cuando fue a recibir al presidente chileno Jorge Alessandri en su visita protocolar. Al parecer, ese día estaba sobrio, pero alguien dejó una botella de whisky en el baño del aeropuerto. Arosemena se pasó ahí dentro como media hora. Cuando salió, se dirigió al mandatario chileno con los brazos abiertos. Alessandri era un hombre serio y adusto, al que por eso llamaban “la viuda negra”. Arosemena le dijo al oído:

-¿Es verdad que te dicen “la viudita”?

Una versión añade que trató de propasarse con su homónimo.

En consecuencia, el Congreso trató de destituirlo bajo la acusación de “dipsómano piromaníaco”. Arosemena se libró de esa medida, pero poco después, dijo en un discurso que “EE. UU. explota a América Latina y Ecuador”. Ya, eso todo el mundo lo sabe, pero él lo dijo en la embajada de EE. UU. Y para subrayar su opinión, orinó en un trofeo del embajador.

Arosemena jamás ocultó su debilidad. Por el contrario, la ostentaba como un “vicio viril” que había causado la envidia de sus enemigos. Sus frases famosas son “mi único vicio honesto es la lectura”, “no me interesa lo que la posteridad diga de mí” y “mi carne habrá pecado, pero jamás mi espíritu”. Quizá Arosemena sea tan inverosímil como nuestros presidentes posteriores. Pero tiene un puntito aristocrático que le da elegancia. Y sobre todo, es el único que ha hecho lo que a todos nos habría gustado hacer. Sin duda se merece el título de rey, al menos duque, en el interminable baile de los presidentes.

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12 de julio de 2006
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El cowboy y sus fantasmas

A primera vista, Jimmy Massey parece un sonriente e inofensivo turista americano paseando por la playa asturiana. Sus gafas le dan un aspecto tímidamente intelectual. De hecho, cuesta pensar que es un asesino, o según su propia definición, “un psicópata entrenado, un depredador”. Para más señas, los marines lo llamaban “Jimmy el tiburón”. Y es que el delgado Jimmy fue entrenado para matar. En masa.

-Los marines ofrecen a sus reclutas algunas cosas intangibles –dice-, como seguridad, disciplina, valor, y otras cosas más tangibles, como formación, ascensos, un trabajo. Además, mi abuelo peleó en la Segunda Guerra Mundial, y en mi familia hay muchos cazadores. De modo que yo crecí rodeado de armas. Pero supongo que, si me enrolé en el Cuerpo, fue porque era joven, estúpido y estaba realmente jodido.

Mientras habla, Jimmy abre tabletas de pastillas y se las mete en la boca. En su mochila lleva un frasco entero. Necesita químicos para despertarse pero también para dormir, usa antidepresivos, tranquilizantes y, la parte natural de su botiquín, mucha marihuana. Son las secuelas. Dice que todos los que regresaron de Irak están así. Y eso no es lo más grave.

-Cuando te han entrenado para matar, pierdes el sentido del amor. Entre el rigor del entrenamiento y el machismo generalizado, te haces duro y desaparece tu capacidad de tener detalles. También te vuelves sexualmente egoísta. Sólo te satisfaces y te vas.

La carrera militar, el duro ambiente de trabajo, la mala paga y la brutalidad de sus amigos le costaron a Jimmy su primer matrimonio. La presión en el trabajo lo obligó a tomar medicamentos que perjudicaban su rendimiento sexual. Pero además, su trabajo era precisamente reclutar a chicos, convencerlos de lo bueno y maravilloso de ser un marine.   

-Era un actor. Iba a las escuelas e institutos con todas mis medallas en el pecho. Incluso me había puesto unas placas metálicas en los zapatos que sonaban a cada paso. Y tenía a un pitbull llamado Tank Balls. Todo para impresionar. A los chicos les impacta el poder. Al menos a los más infelices.

En efecto, la mayoría de los candidatos a marines tenían problemas con la ley, líos de drogas, familias desestructuradas e incapacidad para valerse por sí mismos en la sociedad civil. No podían pagarse una educación, y con frecuencia presentaban cuadros de comportamiento conflictivo. Parte del trabajo de Jimmy era disimular todas las taras y enseñar a los reclutas a disimularlas para pasar los exámenes y cumplir las cuotas de reclutamiento.

Esos son los chicos que lo acompañaron en Irak: costales de testosterona sin formación y plagados de desórdenes de adaptación, a quienes se enseñaba que eran los más hombres de América y que su valor consistía precisamente en eso. Luego los armaban hasta los dientes y los enviaban a la guerra.

En su libro, Cowboy del infierno, Jimmy describe detalladamente cómo él y sus compañeros disparaban a manifestaciones de civiles desarmados, bombardeaban camiones antes de preguntar qué llevaban dentro y ejecutaban incluso mujeres y niños. También describe la medicación diaria que la mayor parte de sus compañeros necesitan y la atmósfera de presión sexual dispuesta a desfogarse con cualquier cosa que se mueva, de preferencia, mujer. El libro no se pudo publicar en los Estados Unidos. 

-Algunas editoriales consideraron editarlo, pero cito nombres y lugares reales, y eso podía producir problemas legales. Luego comenzó la campaña de desprestigio. Los oficiales dicen que soy un traidor y que mis denuncias sólo pretenden ocultar y justificar mi cobardía en el campo de batalla. Sin embargo, también recibo llamadas de apoyo de marines. Todos los días. Incluso de algunos que yo recluté. Me dicen que tengo razón, pero que no lo repetirán en público por miedo a las represalias.

Massey trabaja ahora en la asociación Veterans for Peace, tratando de difundir su historia, crear una cultura de la paz y reducir el presupuesto militar de los Estados Unidos. Sigue yendo a escuelas pero ya no lleva un uniforme militar. Con frecuencia sufre flashbacks y depresiones. Aunque reside en Carolina del Norte, rodeado de bosques y paz, una parte de él sigue en Irak, un desierto que ya nunca abandonará.

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11 de julio de 2006
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Negra

Despierto en un hotel de Madrid y bajo a desayunar. Encuentro el lobby lleno de escritores que no dejan de hablar de crímenes, extraterrestres y espías. Súbitamente, es como si mi peor pesadilla se hubiese materializado. Trato de despertar, pero no lo consigo. Presiento que, a partir de este momento, nada será normal.

Estoy aquí para tomar el tren que lleva a los escritores a Gijón para la Semana Negra. Me habían dicho que era un lugar interesante. Pero ya desde el tren, las reglas de la realidad quedan en suspenso. Hay un búlgaro hablando de seres interplanetarios que asaltan los cuerpos de inocentes terrícolas. Hay un mexicano que ha cruzado el umbral maya de lo inmaterial. Hay un inglés que cambia su cuerpo todos los años, como quien cambia de auto.

A mi lado viaja Miguel Cane, un periodista que ha entrevistado a Nicole Kidman, Roman Polanski o Juliane Moore. Es como estar con Truman Capote en persona: lleva sombrero Panama, pantalón blanco y cara de escolar impertinente. Más adelante, se pone un pañuelo anaranjado con motivos de jirafas.

-Siempre he sido un fanático de las jirafas. Y de los pañuelos. Eso creo que es culpa de los boy scouts. Mi pobre padre me metió en los boy scouts para ver si se me formaba el carácter, porque ya veía que yo no le salía como él esperaba. Aprendí a hacer todas las tonterías de los scouts, pero hay cosas que nunca cambian, ya ves. A cambio, desarrollé esta gracia social. De veras, no creas que siempre fui así.

En busca de un poco de realidad, paso al vagón comedor, que los fumadores han declarado zona liberada. La niebla del tabaco le da al espacio un aire de cuento de Conan Doyle, pero al atravesar la muralla de humo, me encuentro a un grupo con una guitarra cantando canciones partisanas y antifascistas. Al lado está Barry Eisler, un americano igualito a Christopher Reeves que, además, ha sido agente de la CIA.

-¿Dónde fuiste agente de la CIA? –le pregunto.
-Un poco por todas partes.
-Debe ser un trabajo interesante ¿no? ¿Qué hacías?
-Nada en especial. Ser escritor es más interesante.

En este momento, el bloque antifascista se pone a cantar “comandante Che Guevara”. Pero lo que en realidad molesta a Eisler es el humo del tabaco y mis preguntas.

Así, el tren se interna entre los verdes montes de Asturias. Cuando se detiene, nos reciben bandas de gaitas asturianas u orquestas municipales. Ya en Gijón, mientras nos acercamos al recinto de la Semana Negra, hay un camello abriendo el paso de nuestro autobús.

Entre la confusión, converso con Jimmy Massey, que ha sido marine en Irak y se ha cargado a cantidades industriales de civiles inocentes. Es un gringo amable y sonriente, cuyo libro testimonial, desde luego, no se puede publicar en los Estados Unidos.

-No puedo seguir viviendo ahí –me dice-. El ejército me la tiene jurada. Me amenazan. Estoy pensando en mudarme a México o España.   
   
Súbitamente, un sonido llama nuestra atención. Son dos elefantes, convocados para inaugurar oficialmente la Semana. Sobre el lomo de uno de ellos cabalga el director del festival, Paco Ignacio Taibo II. El agente la CIA está tomándole fotos con una camarita digital. Miguel pregunta si no tienen jirafas. Un hombre subasta libros en una esquina. Se anuncia un festival de cine sobre la mafia Yakuza.

Pero la verdad, nada de eso llama especialmente mi atención. Mi concepto de lo que es normal se ha alterado un poco en las últimas doce horas.

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10 de julio de 2006
Blogs de autor

¡Están vivos!

Hace seis años, cuando coproduje mi propia obra de teatro, lo más impactante fue ver a mis personajes hablar. Súbitamente, esos entes que hasta entonces vivían sólo en mi cabeza tenían voces y ojos y pelos. Se movían y gritaban y contaban chistes. Aunque sólo existían en los estrechos límites de un escenario, a mí me pareció que lo que sentía en ese momento era lo más cercano posible a creerse Dios.

Hasta ayer, cuando visité el rodaje de la película que prepara Tristán Ulloa basada en mi novela Pudor. Meses antes había recibido el guión escrito por Tristán y ya eso fue impactante. Los personajes que en la novela hablaban en peruano ahora decían “joder, mamá” y “¿habéis comido ya?”. Me daban ganas de decirles: “chicos, nada más llegar a España y ya me están hablando raro ¿dónde están sus carajos y sus chuchas?”.

Y sin embargo, los que leía en el libreto no eran exactamente mis personajes. Al escribir el guión, Tristán los había adoptado, o al menos apadrinado como se hace aquí con los niños del tercer mundo. En el libreto eran algo casi igual a la novela, pero tampoco tanto. Algunas de sus acciones y reacciones variaban, y ni siquiera sus nombres coincidían en todos los casos. Además, el personaje del gato, que en la novela actúa en pie de igualdad con los demás, se había reducido hasta convertirse en un detalle decorativo. Según Tristán, al leer la novela, el departamento de producción había sentenciado: “¿el gato tiene que follar con una gata a plena luz del día en la calle y con todo el equipo de rodaje alrededor?, ese animal se va”. Y se fue.
   
Así que ayer, cuando llegué al rodaje, mi principal duda era si reconocería a los personajes como míos o me resultarían extraños, como cuando ve uno a su ex novia de hace cinco años y se pregunta “¿qué cuernos hacía yo con esta chica?”.

Sólo estaba presente Elvira Mínguez, que hace de la madre de la familia protagónica. La vi deambulando temerosa por los pasillos de un hospital, y creo haberla reconocido. Pero pude ver en el premontaje a los demás. El director me decía “es sólo un premontaje, esto no va a quedar así”. Pero yo no me estaba fijando en detalles técnicos, sino tratando de reconocer a mis niños. Ahí estaba Alfredo conduciendo su coche tras una mala noticia, no por las calles de Lima sino por las de Gijón. Y estaba Sergio, el niño, conversando con un hombre que quizá está muerto. Y Sergio se parece a Harry Potter. Y Alfredo tiene la cara de Nancho Novo.

Yo mismo he pasado a integrar el reparto. Tuve un cameo, pero yo prefiero llamarlo “una escena”. Incluso tuve diálogo. Me costó horas ensayarlo frente al espejo. Tenía que decir “hola”. Aparentemente, tendré una aparición cinematográfica de dos segundos. Pero también creo que es el tipo de escena que se puede perfectamente retirar del montaje final. Ojalá que no. Sería divertido verme ahí, rodeado por mis personajes, todos de carne y hueso, y a la vez, de mentira.

Pero una vez más, no son enteramente mis personajes. Yo creé un mundo y Tristán crea otro. El mío estaba hecho de palabras. El de la película está hecho de mobiliario, utilería, vestuario, actuación, pruebas de luz y un equipo de cincuenta personas por lo menos. Eso le da un extraño ingrediente a todo. En premontaje vi un diálogo terrible por su dureza y su ácido sentido del humor. Me preguntaba: “¿yo escribí eso?”. Era mío, sí, pero a la vez yo era simplemente un espectador.

La sensación que tengo debe ser similar a la de un padre cuando los chicos se van de casa. Ya no dependen de ti. Hacen su vida. Algunos de sus comportamientos te extrañan y otros son los de toda la vida. Pero en cualquier caso, es bonito verlos crecer por sí mismos.

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7 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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