Los latinoamericanos estamos hermanados en el absurdo. A mi llegada a Quito, con cada persona que conozco, dedico un rato a jugar a nuestro juego más tradicional: el baile de los presidentes. Se trata de una competencia internacional: por turnos, cada latinoamericano va contando los disparates de sus respectivos presidentes, a ver cuál es el más ridículo.
Por lo general, los peruanos tenemos una imagen ganadora: Fujimori bailando tecnocumbia con un intelectual de extrema izquierda y un diplomático ultraconservador, durante la campaña electoral del 2000. Es difícil superar eso, pero la competencia es reñida. Ecuador ha acumulado puntos en la última década, en la que se han sucedido apresuradamente seis presidentes, entre ellos, ejemplares tan apetecibles como Abdalá Bucaram, defenestrado por incapacidad mental.
Sin embargo, esta vez surge un nombre nuevo en el juego, un firme candidato al título que despierta, además, las más sinceras simpatías en todos los concursantes: Carlos Julio Arosemena, presidente constitucional del Ecuador entre 1961 y 1963.
Hijo de otro presidente y descendiente de próceres de la independencia, el linaje político de Arosemena se extiende hasta Panamá y Colombia. Fue, pues, criado para gobernar, y entre sus logros figuran la promulgación del código fiscal, varias leyes tributarias liberales pero con sentido social y ambiciosos planes educativos. Sin embargo, Carlos Julio tenía un pequeño defectillo casi sin importancia: bebía demasiado. Bebía, por lo visto, todo el día.
Se cuentan innumerables historias de ese vicio. En una de ellas, Arosemena llega al Club Nacional, cenáculo de la aristocracia ecuatoriana, acompañado por una evidente prostituta. La chica está tan vestida de prostituta que el maitre se niega a atenderla con el argumento de que es una mujer pública. Indignado, Arosemena se levanta de la mesa diciendo:
-Vámonos, cariño. Este señor dice que eres una puta muy conocida y no puedes beber con todas estas putas anónimas.
La caída de Arosemena empezó cuando fue a recibir al presidente chileno Jorge Alessandri en su visita protocolar. Al parecer, ese día estaba sobrio, pero alguien dejó una botella de whisky en el baño del aeropuerto. Arosemena se pasó ahí dentro como media hora. Cuando salió, se dirigió al mandatario chileno con los brazos abiertos. Alessandri era un hombre serio y adusto, al que por eso llamaban “la viuda negra”. Arosemena le dijo al oído:
-¿Es verdad que te dicen “la viudita”?
Una versión añade que trató de propasarse con su homónimo.
En consecuencia, el Congreso trató de destituirlo bajo la acusación de “dipsómano piromaníaco”. Arosemena se libró de esa medida, pero poco después, dijo en un discurso que “EE. UU. explota a América Latina y Ecuador”. Ya, eso todo el mundo lo sabe, pero él lo dijo en la embajada de EE. UU. Y para subrayar su opinión, orinó en un trofeo del embajador.
Arosemena jamás ocultó su debilidad. Por el contrario, la ostentaba como un “vicio viril” que había causado la envidia de sus enemigos. Sus frases famosas son “mi único vicio honesto es la lectura”, “no me interesa lo que la posteridad diga de mí” y “mi carne habrá pecado, pero jamás mi espíritu”. Quizá Arosemena sea tan inverosímil como nuestros presidentes posteriores. Pero tiene un puntito aristocrático que le da elegancia. Y sobre todo, es el único que ha hecho lo que a todos nos habría gustado hacer. Sin duda se merece el título de rey, al menos duque, en el interminable baile de los presidentes.