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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Una leyenda

En la Rúa de Tudela se alza este palacio renacentista, siento no tener una foto mejor, en cuyo blasón se inscribe esta leyenda

BERITAS OMNIA VINCET

Los avezados latinistas desaprobarán, como un solo hombre, la mayúscula falta de ortografía en la descarada B inicial de esa palabra sacrosanta que, según inveterada preceptiva, tendría que haberse escrito “VERITAS”. Puede que también desaprueben el “VINCET” inusual, que sustituye al mejor reputado “VINCIT”. 

Esta inscripción ha gozado de la incomprensión y la indiferencia seculares, pero no deja de ser una excelente muestra del gusto por lo conceptuoso que estuvo de moda en aquellos esforzados siglos. Sin apuro ni miramiento, esta leyenda puede ser considerada insuperable precursora à la lettre del arte conceptual. Como pieza de género, está más lograda que todos los esfuerzos denotadores y didácticos de Duchamp y Magritt en su búsqueda del verdadero aserto que se prueba a sí mismo. Además, el matiz final —vincet es futuro, o sea, “vencerá”— la libra de todo mal.  

No estaría mal que alguno de nuestros historiadores locales nos allegase alguna noticia del premeditado ingenio que redactó la demostración de que, pese a los mayores defectos de forma, y hasta escrita por quien no sabe escribir, la verdad vencerá. Ahora, entretanto, ¿es o no verosímil que solo sea una falta de ortografía? 

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29 de septiembre de 2011
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Sensacionalmente distinta

 

La verdad es una sensación, escribe Azúa. Y añade que la visión inmediata de que la solución dada a un problema matemático es verdadera no es distinta de la aprobación placentera del ebanista, el pintor o el músico, que rematan su obra. La reflexión está muy bien traída porque pone en problemático entredicho a las sensaciones que no dejan de ser nuestras guías ineludibles y preeminentes en el interminable equívoco entre lo bueno, lo bello y lo verdadero.

 Con todo, yo sostengo que hay para el hombre una sensación de la verdad distinta a todas las otras. Dar con la verdad que está ahí y que todos verán cuando se les muestre, sea como sea, bajo otro régimen o en otra dimensión estética, difiere esencialmente de la sensación narcisista y de sumo alivio  que produce el último toque feliz, ese momento dichoso en que uno  se despide, “ahora sí que no puedo hacer más por ti”, y deja la obra a merced del público y la nada. Porque, al cabo, uno sabe que en el mejor de los casos se trata de su personalidad, su verdad, que ahora quedará expuesta a la intemperie de aprobación, indiferencia o vituperio. La exaltación se abigarra con irisaciones de inseguridad, esperanza y desmesura. La plenitud llega a irradiar una aureola de impotencia. La necesidad de aprobación ajena se parece inesperadamente al miedo.

Con la verdad, es distinto. Cierto es que urge la compulsión de hacerla saber,  la más humana de las urgencias, pero la cuestión personal se reduce a un problema táctico, exclusivamente de organización, a un “veamos cómo digo esto para que se entienda”. La inseguridad limita su reino a las siempre necesarias precauciones para no explicarse tan espeso que aumente la dificultad para la aproximación y el entendimiento ajenos. En la visión de la verdad no hay último detalle, sino comprensión del conjunto. Los detalles tendrán que concordar, o no valdrán, y serán falsos e irrelevantes. No hay exaltación, sino confort repentino, algo parecido a cuando se enfoca una lente.

Durante años tuve cercado al sospechoso de la cuestión homérica. Es difícil interrogar a un sospechoso a tanta distancia, y yo mismo creía que nunca pasaría de las conjeturas. En el verano de 2008, el confuso océano de la cuestión se había reducido a un esfera, todavía con el centro en muchas partes, pero la circunferencia ya no estaba en todas. Una tarde de julio me fui a la siesta. Por si sirve a los especialistas, puntualizaré que había comido oveja, que según los entendidos infunde la virtud de la paciencia, justo la que yo no tengo. En el mejor sopor, con la élite de mis funciones dedicadas a la digestión, a punto de quedarme frito, entendí el epigrama dórico, no solo el significado, no solo el imperativo final, también con qué verbo de la Ilíada había que relacionarlo para hacer incontestable la exposición. Lo supe todo. El sospechoso ya no era un sujeto legendario y difícil de interrogar a a través de los milenios, sino un poeta que salva las distancias dejando por escrito su confesión con toda suerte de anotaciones e instrucciones para entenderla. También supe lo que tenía que escribir, cómo lo argumentaría, en qué dirección llevaría el crescendo, en qué orden vendrían los rittornelli y cómo administraría las pruebas. Ninguna exaltación, nada de levántate pamplonica. Me dormí igual. La certeza, con toda su exposición y consecuencias, ocupó mi mente el mismo lapso de tiempo y produjo la misma emoción que si me hubiera preguntado por el lado en que tenía la ventana. 

Se diría que una parte de mis entendederas se había dedicado por su cuenta, haciendo horas extraordinarias, a reflexionar y comparar, conjeturar y desechar, y presentaba el resultado sin hacer aparatos, como quien responde cuando le preguntan qué hora es. La verdad entonces se asimila de modo que parece que se sabía de siempre, y cuesta imaginar cómo pensaba uno cuando aún la ignoraba. Ahora mismo, al corregir las pruebas, me acuerdo de aquella hora meridiana y te puedo asegurar que la sensación de la verdad es distinta a las demás.

 

 

 

 

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23 de septiembre de 2011
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El racista de las almorranas

Siempre se habla muy mal de los políticos, y hay momentos, como el actual, en que son denigrados como el gremio más despreciable y perjudicial del teatro democrático. Conviene avivar un poco el seso y recordar alguna elementalidad: todo hombre, e incluso mujer, a quien embarga la tierna solicitud por su país desea en el fondo de su corazón generoso la supresión de la mitad de sus compatriotas. A veces, en casos ejemplares, ese deseo supresor se concentra en unas nucas escogidas, y en otros, solo se refiere a dos tercios de sus conciudadanos. Ahí está ese vasco oñatiarra de las almorranas que desea eliminar de su teatro de pureza al intérprete y al médico, porque no están a la altura ideal, y de momento, a falta de nada mejor, humilla a esos seres inferiores y ofende a la dignidad del lenguaje. Porque un racista vasco que entiende al médico, y prefiere ser atendido por teléfono y mediante auriculares, aun a costa de retrasar la consulta diez meses, y en esa traza espera a ver qué mal lo hace el intérprete, para hacerlo saber, y luego emite su vernaculez, para demostrar qué mal la traslada el intérprete, y dar así una lección tras otra a ese par de especímenes infravascos, ofende a la dignidad del lenguaje y de la condición humana. Y luego aún solicitó con todas las de la ley que la próxima vez el intérprete estuviera de cuerpo presente y debidamente identificado para poder encararse con el ser inferior y denunciarlo a las autoridades, y así piensa seguir, este héroe vasco de las almorranas, hasta eliminarlos a todos y que su necio teatro de pureza sea perfecto. Por eso, es una fortuna que racistas así estén políticamente representados por excelencia, o sea, por políticos menos racistas que ellos, siquiera por imperativo legal. Porque las naciones e imperios se forman en base a su complacencia en las iniquidades de que son objeto.  De modo que todo cristo, pese a sus reiteradas y sinceras invitaciones al despotismo, está en democracia representado por excelencia y eso es lo mejor de los políticos y el sistema. De modo que, cuando se oye esa honrada queja de “no nos representan”, a uno se le ocurre apostillar “por suerte”. 

Es preciso recordar que las supersticiones de la democracia, con todas sus charlatanerías y farsas, nos salvan de otras mayores. Y es la nulidad e inepcia de los políticos la que permite y asegura mal que bien nuestra libertad. Porque una característica tragicómica de la libertad vigente es que los mediocres que la hacen posible no saben mantenerla, pero los inframediocres sí que saben desnaturalizarla e inventar nuevas formas de terrorismo y estupidez. Y no hay tonto que no consiga que otros más tontos le sigan.

 

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17 de septiembre de 2011
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Todo cuento

 

Entre los tópicos del cinismo de los dictadores, “la historia me juzgará” es uno de los favoritos. A Fidel Castro, por ejemplo, le encanta soltarlo de vez en cuando. No suelen decir “la novela me absolverá”, o “la poesía me exculpará”. ¿De dónde viene la invocación a ese particular género literario, como si fuera una divinidad compareciente al final de los tiempos para dictar sentencia? Sin duda procede de la creencia en el juicio final. Toda la historia, como género literario, es un subproducto de esa vieja y exitosa ficción literaria prospectivista. Y la fe en el sentido de la historia viene de la misma vaina religiosa. El que haya de haber juicio final, con sentencia debidamente redactada por escrito, está vinculado a un concepto de la justicia que trajo el monoteísmo —también la justicia es una forma de monoteísmo.

Es indicativo que acostumbren a ser los creyentes quienes reprochan a su dios la indiferencia ante la evidente flojera de la calidad de su obra y su absentismo a la hora de reparar los más conspicuos fallos. ¿Por qué callaste, oh Dios? Y lo preguntan como si fuera una cuestión tremenda. Pero las condiciones psicológicas a favor del juicio final están tan arraigadas que suelen ser justamente los juiciosos creyentes quienes razonan que el silencio divino ante la muerte de la abuela o el holocausto es otra prueba de que habrá juicio final.

El monoteísmo es un notable invento, porque conlleva la tiranía, al mismo tiempo que legitima la individualidad del pobre hombre erigido en protagonista del drama cósmico, incitado a los remordimientos y dotado de bellas crisis de conciencia.

El éxito del diablo, ese personaje literario que se arroga la condición de elegido por antiexcelencia, es el patrón modélico de ese inicio de relato tan archiclásico “Yo, la verdad sea dicha, he sido siempre mucho desgraciado”. Así empezaba Fuina, el cuento de Iribarren que nuestra abuela leía en voz alta y encontrábamos tan divertido. Esa fatuidad invertida atrae el favor público, pero no es, al cabo, más que otra clase de fatuidad. O sea, se trata, como siempre, del fatuo en labores de aproximación. Con todo, ese narcisismo de presentarse como elegido al revés dispone de una peculiar elocuencia, legitimada por la recóndita creencia en la justicia y el juicio final.

En los tiempos del politeísmo, forma atenuada y civil del descreímiento, se hablaba de las distracciones de la providencia, la indiferencia del azar y la inflexibilidad del destino. Hoy se echa mano de la injusticia padecida como si se formara parte de un concurso de acreedores. Así es uno promovido al rango de víctima, de testigo, del que tiene algo que contar. Se trata de un recurso literario que viene de un cuento milenario. La injusticia así ostentada es un tónico espiritual, guerrero, táctico y elocuente que inhibe la  paralizante preocupación por caer en la infatuación y el orgullo. 

En nuestro relato del mundo nos conducimos como si la historia no fuera un género literario, sino una divinidad infalible que siguiera un desarrollo lineal y progresivo, a través de etapas que acabarán por manifestar una gran idea y hacer justicia. Todo cuento. Y aún hay quien se queja de la escasa influencia de la literatura en la vida común.


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11 de septiembre de 2011
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El hecho poético

 

 

En 1926, cuando ya era una celebridad, Yeats publicó el poema Among School Children, donde figura el nunca bien ponderado verso Soldier Aristotle played the taws (El soldado Aristóteles jugaba a las canicas). Así se leyó en las sucesivas ediciones y reimpresiones de los poemas completos que se publicaron en vida de Yeats —reputado corrector compulsivo— quien, según toda evidencia, decidió que podía vivir muy bien con dicho “soldado”. En 1947, ocho años después de la muerte del poeta, el soldado Aristóteles fue licenciado y sustituido por Solider Aristotle (El más sólido Aristóteles). Los editores decidieron que, por más acogedor y garante que se hubiera mostrado Yeats con el soldado Aristóteles, ellos, por su parte, no podían soportarlo ni una edición más. A favor de su rectificación figuraba el preterido manuscrito original y la convicción de que el más sólido Aristóteles hilaba mejor con los versos anteriores Plato thought nature but a spume that plays / Upon a ghostly paradigm of things (Platón pensaba que la naturaleza no era más que una espuma que juega con un paradigma fantasmal de las cosas). Se desestimó el parecer de algunos entendidos que sugerían la posibilidad de que Yeats hubiera pensado —no importa si fue a posteriori— que Aristóteles fue efectivamente soldado cuando, según la leyenda, acompañó a su discípulo Alejandro Magno. La contumaz presencia del soldado Aristóteles en versiones online insiste en mantener abierta la cuestión de si Yeats querría una cosa, pero luego otra, y si sería pertinente dirimir cuál de ellas es “mejor”.

A Montale también le hizo dudar el redactor de su poema Falsetto. El poeta había escrito Esiti a sommo (Dudas en lo alto) y quien picó el texto transcribió Esisti a sommo (Existes en lo alto). Se trataba de una nadadora en el trampolín y, hasta donde manda la preceptiva, no hay mayores indicios poéticos a favor de la duda frente a la existencia. Muchos lectores, recordaba Montale, prefirieron la forma existencial.

En cambio, Mallarmé, celebrado paladín de ambigüedades, desató un tomo de certezas con su soneto Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui. El profesor Agosti publicó en 1969 El cigno de Mallarmé, una detallada guía donde explicaba a diez páginas por verso lo que Mallarmé no quiso nombrar pero quiso decir. El cisne no era tal, sino un poeta; tampoco el lago era un lago, sino una tumba (bastaba fijarse en que el poeta Prudencio utilizó lacus con el sentido de foso a finales del siglo IV). La escarcha, le givre,  se refería a la losa tumbal, como era de prever. Esto último se basaba en que Mallarmé fue profesor de inglés y no podía ignorar que grave en inglés es tumba. Otras claves interpretativas eran incontestables: no había duda que el cuello del cisne era el orgullo intelectual. El resultado aleccionador es que Mallarmé no era ambiguo ni por el forro, bastaba el diccionario Agosti para entender que en realidad ejercía una claridad meridiana. Solo los filisteos antipoéticos alegarían que para ese viaje no hacían falta esas alforjas, y que cualquier otro explicador podría despachar otras tantas interpretaciones igual de convincentes.

Si se descubriese la carta donde Mallarmé revelaba que el cisne se refería a una novia suya de Logroño, ¿qué sería del cisne de Agosti? Se podría pensar que la mayor objeción a la poetería es que el poeta sabe lo que su poema quiere decir, y que él mismo pone así sus alforjas en cuestión. Pero eso no sería más que otro cisne. Porque no se trata de que la poesía sea un hecho lingüístico, sino de que el lenguaje es el hecho poético. Hay lenguajes donde no rige el código lingüístico —por ejemplo, la música— pero no dejan de ser casos del hecho poético. Ahora, el soldado de Aristóteles y la nadadora existencial, ¿de dónde son? Si por poesía se entiende cierta virtualidad emanante del texto patentado y autorizado, acaso no fueran de la poesía,  pero siempre serían casos del hecho poético.

Un caso de conjunción de lenguajes que supera las virtualidades del código lingüístico es la canción. En 1896 se creó una de las más célebres de Austria. Según la leyenda, el letrista Josef Hornig se dirigió al músico Ludwig Gruber con un letra de canción que tenía este estribillo:

Es wird a Wein sein, und mir wer'n nimmer sein,

(Habrá un vino y nosotros ya no estaremos,)

D'rum g'niaß ma 's Leb'n so lang's uns g'freut.

(Por eso saboreamos la vida, y tanto gusto.)

'S wird schöne Maderln geb'n, und wir werd'n nimmer leb'n,

(Habrá chicas guapas y nosotros ya no viviremos,)

D'rum greif ma zua, g'rad is's no Zeit.

(Sus y a ello, que luego es tarde.)

Ambos acudieron adonde el editor musical Blaha, le propusieron la canción y solicitaron un anticipo. El astuto Blaha dijo que sí, pero que lo daría por una canción ya compuesta, de modo que Gruber se sentó al piano e improvisó allá mismo la melodía. Así se dice que se alcanzó una insuperada cumbre de la canción vienesa, el mejor testimonio de aquella época de la vieja Austria fluctuante entre el irreprimible placer vital y la melancólica atmósfera de decadencia. 

Este canción (me permito sugerir, entre las muchas versiones, esta interpretación a dúo por una tiple y un característico, como se decía entonces):

 

 ha sido la favorita de muchos austriacos, a cuyo deseo se ha cantado en despedidas fúnebres y en toda suerte de ágapes. El poeta Peter Altenberg dijo que era el mejor, más conmovedor y profundo cuplé nunca cantado, porque aunaba la más dulce, cordial y frívola alegria vital de los vieneses con su honda desesperación por tener que estirar la pata.

Es notable que toda la gracia de esta canción, que no deja de tener una letra admirable, esté más allá del código lingüístico, porque yace justo en su conjunción con la música, que confiere a la adversativa un tono  indeciblemente cantabile.

 

 

 

 

 

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30 de agosto de 2011
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La noche griega

 

La Ilíada será uno de los textos más estudiados del mundo. Cada una de sus palabras, fórmulas y locuciones ha sido objeto insistente de investigaciones, tesis y comentarios. De modo que cualquiera de ellas es como esos copos de nieve que bajo el microscopio revelan mundos insospechados de láminas, prismas, dendritas, columnas, puentes y dodecágonos urbanizados.

Cuando contemplamos el cielo de innumerables luces adornado, y el suelo de noche rodeado, en sueño y en olvido sepultado, asistimos al mismo espectáculo que han mirado los hombres que habitaron la tierra desde la Ilíada a esta parte, y nos preguntamos si habrá habido materia más poetizada. Y con todo, la noche iliádica aún nos presenta oscuridades de sentido.

Hay, por ejemplo, una fórmula —νυκτὸς ἀμολγῷ “en […] de la noche”— que aparece en cuatro pasajes de la Ilíada y se ve que es propia de ella, porque su empleo en un pasaje de la Odisea es un homenaje tardío. La expresión desconcertaba a los escoliastas antiguos y ha sido muchas veces discutida por los modernos. ¿Qué quiere decir esa fórmula (genitivo más dativo siempre en final de hexámetro) referida a la noche? Lo que parece fuera de duda es que se refiere a lo que llamaríamos “noche cerrada”, o “corazón de la noche”. Ahora, lo que no se ve es el significado original.

Casi todos los antiguos han deducido que la fórmula tiene que ver con el verbo amelgo “ordeñar”, y propuesto que su sentido es “momento del ordeño de la caída de la noche”. Lo cual es muy bonito, pero la relación entre el ordeño y la noche no está nada clara, y tampoco se entiende por qué una sociedad, aunque fuera pastoril, acuñaría un término semejante para expresar el oscuro apogeo de la noche. 

La mayor parte de los especialistas modernos también han querido ver una relación con el ordeño. Algunas explicaciones son la leche: Worthen propone la traducción literal “la leche del atardecer”, porque es cuando el cielo se oscurece, excepto el núcleo del ocaso que es semejante a una gota de leche ordeñada en el fondo de un pozal oscuro. Gil Fernández y otros han propuesto que la fórmula se refiere al lapso nocturno en que la Vía Láctea es visible. También hay un grupo significativo de especialistas que se inclina por el sentido de “oscuridad”, como se lee en la mayoría de las traducciones. Y no faltan los que se manifiestan a favor de la relación metafórica de la noche culminante con la urbe henchida, pacíficamente pero enfrentados a quienes prefieren interpretar “forro de la noche”, porque la noche homérica, dicen, es envolvente.

El eximio Benveniste propuso que el sentido original de la raíz  melg- ha de remitirse a la de leĝ-, que es el de “recoger”, de modo que el sentido de amolgós sería “recogida”. Reconozcamos que el “recogimiento de la noche” tendría su punto místico delacruciano, e incluso asoma una apariencia de etimología razonable: la leche germánica (milch, milk…) viene de la raíz melg- “ordeñar” que a su vez procede de leĝ- “recoger”. Porque la leche fue la materia recogida por excelencia, la gran invención que revolucionó las tripas humanas y produjo una enzima ad hoc. Lo cual es para felicitarse. Pero la relación del ordeño con la noche sigue siendo oscura y traída por los pelos. Porque el sentido de la fórmula de la Ilíada ha de ser algo propio y propiamente dicho de la noche griega.

Por aprovechar la leche, ya que estamos, podríamos hacer queso. En el proceso de fabricación de este venerable alimento, hay un momento en que se rompe la tensión superficial de la leche cuajada y se forma un precipitado, compuesto por las proteínas, el calcio y la grasa, que se va depositando en el fondo de la disolución conforme se adensa. Ese precipitado será el queso, una vez retirado de la disolución de agua, sales minerales y hidratos de carbono que llamamos suero. Durante un tiempo, el suero continúa goteando del queso  recién formado y sus últimas gotas se escurren bajo la acción de la prensa.

La raíz verbal indoeuropea que significa gotear, escurrir, fundir, decantar es leg-, muy parecida a la más arriba mencionada leĝ-. Y las dos raíces son tan semejantes que, en griego,  leĝ- (la de “recoger”) produce λἐγω, mientras leg- (la de “escurrir”) da λἠγω. Según esto, el significado del discutido amolgós sería “adensamiento”. Momento en que nos preguntamos qué leches tiene que ver eso con la noche griega.

¿De qué materia está hecha la noche? Según la Teogonía de Hesíodo, al principio solo existía el Caos. De ese gran bostezo primordial, se derramaron dos efusiones oscuras. Una, masculina, es la llamada Érebo, la otra, femenina, es la Noche. 

El Érebo es la oscuridad abismada, estable y constante, que yace en las honduras subterráneas. La Noche, en cambio, es una oscuridad cambiante y susceptible de disipación, esparcimiento y emulsión, tiene infinitos grados, y presencia ubicua. Después del contacto amoroso con su hermano Érebo, la negra Noche parió el Día y el Éter.

Notemos que, en la mitología griega, el día y el éter son magnitudes negativas. Toda su esencia consiste en contener más o menos noche, y su falta de oscuridad es relativa. La relación del sol con el día y el éter brillante es circunstancial: el astro pasa por ahí. Ellos, en cambio, son de la misma materia que la noche. Y ésta tiene un devenir con oscuridad cambiante, de modo que el mediodía y la medianoche son fases suyas, igual que los crepúsculos. Solo hay un momento en que la oscuridad nocturna se estabiliza, ese momento de adensamiento y precipitado de la noche es el comprendido entre el crepúsculo de la tarde y el del alba. Durante ese tiempo, la noche permanece estable en su oscuridad, y contiene en su regazo a las estrellas. Se comprende que, en lo denso de la noche, ante ese fondo de condensación oscura y precipitada negrura, Orión, el Carro, la lanza de Aquiles y el resto del atrezzo homérico brillen especialmente. 

En lo denso de la noche, el león y las fieras atacan los rebaños, y Aquiles relumbra como una estrella en la estrellumbre incontable, y su lanza resplandece como el destello de Sirio, en lo denso de la noche. Y tuvo Penélope un sueño claro, en lo denso de la noche.

 

 

 

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18 de agosto de 2011
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El atavismo del joven temible

 

Como si fuera perteneciente al sistema operativo de conducta colectiva, con recurrencia estacional, generacional y municipal, a cada paso se repite el mismo movimiento coreográfico de masas desde que hay memoria de comportamiento de las comunidades humanas. De ser un atavismo de cuando los jévenes se iban para formar otra manada o a merodear, y era por su bien, para que se marcharan adiestrados en su arte principal: ser rebañiegos y parecer temibles.

En todo caso, su ingreso en los adultos exigía tener conciencia de montonera y afición a la crueldad. Ser gregario, hazañear para el rebaño y causar espanto, eran obligaciones juveniles. Las ceremonias de iniciación son incontables como las generaciones, y tan antiguas como la tos.

Los jóvenes debían demostrar que eran capaces de aterrorizar. Esa obligación era objeto de institucionalización. Todavía persiste en muchos usos como las colectas festivas, los carnavales, o el botellón. En muchos textos antiguos se muestran a grupos de jóvenes lanzados al dominio violento por medio de la nota colectiva y hasta aterrorizando la ciudad entera. Apuleyo cuenta en El asno de oro cómo Hypata, ciudad de Tesalia, es durante la noche propiedad absoluta de grupos de jóvenes que se dedican a la violencia y al crimen, mientras las autoridades son débiles y complacientes con ellos. Esos jóvenes tesalios se ensañan especialmente con los extranjeros, de modo que dan la nota patriótica y guerrera. También Aristófanes narra en Los Acarnienses que el inicio de la guerra civil en Grecia empezó por un episodio de terrorismo juvenil que deriva en un enfrentamiento entre Atenas y Megara.

Entre las muchas definiciones de hybris hay una en De Virtute de Aristóteles conforme a la cual hay hombres que se procuran placer llevando a otros a la desgracia. Una mera relación de casos históricos en que los jóvenes deben demostrar ser capaces de hacerlo, mediante la eliminación del declarado enemigo o foráneo, y la ocultación de la identidad de los miembros de su manada, ocuparía varios libros. 

Plutarco recogió testimonios donde se refleja la idea de la juventud y la guerra que regía en quienes velaban por imponderable bien común. Una vez que los lacedemonios derrotaron a un enemigo fronterizo, la autoridades solícitas reflexionaron que la juventud se hallaría en los sucesivo privada de su necesaria palestra y no tendría oportunidad de combatir, carencia grave que se podría volver contra la propia ciudad. El enemigo y la guerra recibían el significativo nombre de piedra de amolar de la juventud. Así respondió Cleómenes espartano cuando le preguntaron por qué no procuró la total destrucción de los enemigos argivos: “para que tengamos dónde probar a nuestra juventud”.

Es de notar que la idea no es tenemos guerra, ergo usemos a los jóvenes, sino el consejo de moral política: todo reino que cuide el buen orden y salud de su estatus ha de tener una piedra de afilar la juventud, y está demostrado que para eso no hay nada como la guerra, y quien no la conduzca de modo que sea de los jóvenes contra los vecinos, se encontrará con que es de los jóvenes contra la propia ciudad.

A la juventud le corresponde ser temible y demostrarlo en una hazaña de iniciación, hacer como que van a derribarlo todo viene a ser una obligación coreográfica tan vieja como el propio rebaño. Pero nótese que en sí los jóvenes nunca han derribado un orden social, han sido sus pastores mayorencos quienes los han utilizado. Ahí está el ejemplo de Mao: fue él quien usó a la juventud para pasar por la piedra a los viejos, y son aquellos jóvenes, así como los heroicos jóvenes cubanos que castrificaron la isla, los actuales  ancianos conservadores del régimen.

También la máscara es un elemento recurrente. Desde el Ku-Klux-Klan hasta los de la boina, desde aterrorizar al negro hasta matar al español, desde el terrorismo de Mau-Mau al de ETA, se aprecia la máscara, el rebaño y la alegría de la muerte ajena. Y la inveterada vileza de que una parte del “pueblo” actúa mediante el terror como si fuera la totalidad.

Ese atavismo del joven temible no sólo es patente ahora en Londres — por cierto, cuánto recuerda todo esto a aquellos grupos llamados Teddy Boys hace medio siglo— y hace un par de años en el extrarradio de París. También se trasluce en hechos menos telediarios, como la adulación de los profesores a los alumnos —por no mencionar la exhibición comprensiva de los opinadores situados respecto a los indignados en busca de situación— actitudes que traslucen el mismo guión del inmemorial teatro atávico.

 

 

 

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10 de agosto de 2011
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Marchaba el alma de Aquiles a grandes pasos

 

por el prado de asfódelos, feliz, porque había sabido que su hijo era insigne, y se recordaba su nombre sobre la tierra. Y los tallos cargados de flores le acariciaban las rodillas, y las espinilleras broncíneas llevaban pétalos blancos pegados a la sangre costrada. Estaba muerto, y no más se le permitía sentir el contacto muelle de las espatas floridas y cimbreantes en las piernas. Así es la muerte cotidiana en la pradera del Hades.

Pero aquí brotan tenaces entre la dura nieve granizada las hojas puntiagudas de los asfódelos que traen de nuevo el verde, color primera del mundo y en quien consiste su hermosura, pues se viste de verde la primavera, y la vista más lisonjera es aquel verde ornamento, pues sin voz y con aliento, nacen de varios colores, en cuna verde, las flores, que son estrellas del viento. Todos los años se reinicia el drama calderoniano y, a despecho de las heladas tardías y los rústicos incendiarios, estallan incontenibles en la tierra pelada las primeras hojas carnosas y prietas. Tienen prisa, luego pujará el helecho sombrío, y el asfódelo que no haya florecido no dejará posteridad sobre la tierra de los mortales. Salen en las recrevazas que dejó la helada implacable en la dura piel de la tierra.

Algunos sabios se han preguntado por el linaje etimológico del gamón, nombre común del asfódelo, y así, el infatigable Corominas, tras proponer, discutir, y rechazar las diversas  posibilidades, concluye si será “acaso palabra prerromana”. Otros, mucho menos sabios, pero quizá igual de curiosos, hemos querido saber por qué aparece desde la antigüedad esta liliácea en el culto a Perséfone, esposa de Hades, el tenebroso rey de los muertos, y por qué alfombra la pradera del más allá.

Perséfone, hija de Zeus y Deméter, era la doncella por antonomasia y se llamaba Coré. Tras ser raptada por Hades, pasó a ser su esposa y llamarse Perséfone, que significa “matadora de destructores”. Toda la naturaleza detuvo su ciclo hasta que Zeus acordó con su yerno Hades que Perséfone volviera a visitar a su madre en primavera, para regresar al inframundo en la época de la siembra. El asfódelo, que es la primera planta en romper el frío letargo invernal y devolver a la tierra la color primera, forma parte por eso del culto a Perséfone y simboliza su regreso, y el maridaje de la muerte y la vida.

Aquí en vasco le llaman ambullua (del latín ampullula “ánfora minúscula” por la forma de sus tubérculos, que parecen ánforas diminutas) y en los viejos tiempos de la carestía, los ganaderos pobres extraían sus tubérculos de la tierra para alimentar a los cerdos y también para fabricar alcohol. Al narciso de los prados, en cambio, le llaman ambullu gaiztoa, que es “asfódelo maligno” porque tiene un lindo alcaloide, la narcisina, de gran poder paralizante, como es sabido y comprobado: un bulbo de narciso mezclado con el forraje puede hacer malparir y poner malísima a una vaca, ah el narcisismo. Hesíodo, que sabía de campo, dice que los necios ignoran el valor oculto del asfódelo, y es que por lo visto tiene poder curativo de eczemas y postillas del cogote.

Con todo, nos seguimos preguntando cómo es que habiendo pasado el vocablo "asfódelo" del griego asphodelos al latín y la mayor parte de las lenguas modernas, los romances hispánicos, y solo ellos, presentan la forma gamón (ahí están los topónimos Gamonal y Gamoneda, el portugués gamão, el catalán gamó, el navarro-aragonés gambón, castellano antiguo camón) y eso se debe al origen griego del término, porque viene de gamos “matrimonio, unión íntima” que nos remite de nuevo a Perséfone y su eterno ciclo de vida y muerte. La tenaz pujanza de los gamones, su vocación de planta pionera que coloniza la tierra incendiada y el suelo devastado por la tala, su infalible primera posición en el retorno de la color primera, recuerdan el machihembraje de la vida y la muerte. De modo que los romances hispánicos recogieron en el nombre del gamón la quintaesencia del mito griego, lo que de paso muestra cuán poco sabemos del modo y época de la transmisión de las ideas más delicadas de la humanidad.

Hay una tierna piedad irónica en la Odisea que presenta a Aquiles marchando a “grandes pasos” por la pradera de asfódelos del Hades. Mientras en la Ilíada los “grandes pasos” son propios de un héroe viviente y consciente de su fuerza —como Ayax que sale al encuentro de Héctor—, en la Odisea se hace un remedo irónico de la expresión, al hablar de los “grandes pasos” que daba el carnero del cíclope, cuando no iba cargado del peso de Ulises, y de las zancadas dichosas de Aquiles entre los gamones, difunto pero aliviado al saber que su hijo es insigne sobre la tierra.

 

 

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3 de marzo de 2011
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De firmas y autorías

 

Un mensaje de Antonio Borrallo, que se ocupa de la fotocomposición de Cartas confidenciales sobre Italia de Brosses, anuncia que el libro está a punto de publicarse en Machado Libros, lo que alegrará a unos cuantos, y más cuando lo lean. Esto me recuerda que mientras hoy nos parece necesario que en la página de créditos de un libro se nombre al autor de la maquetación, no hace mucho se consideraba superfluo mencionar al traductor. De la Ilíada, por ejemplo, hay una porción de traducciones españolas, algunas modernas y armadas de comentarios y notas, que no dan noticia alguna sobre quién o quiénes se tomaron tal trabajo. Verdad es que las versiones homéricas sucesivamente copiadas unas de otras avalan el acierto del epitafio con que Ugo Foscolo remató su polémica con el homerista Vincenzo Monti: 

Questi è il Vincenzo Monti cavaliero

Gran traduttor de’ traduttor d’Omero.

Pero no solo en la antigüedad se publicaban traducciones, síntesis y adaptaciones de todo pelaje sin mencionar quién las había hecho. Un ejemplar tomado al azar de la edición española de Selecciones, cuando la revista se editaba por un equipo de redactores en La Habana y otro en Madrid que traducían y adaptaban los resúmenes previos en inglés, presenta una veintena de artículos en español sin que se mencione a quienes llevaron a cabo la transformación y puesta en escena de los textos. Y, como hasta los anuncios están adaptados del inglés, en toda la revista no se publica más que una frase en su versión original y debidamente atribuida a su autor y fuente, la de ahí arriba,  lo que también habla del prestigio del firmante.

Los arqueólogos notarán que Ortega debe referirse a un año no muy distante del que Hemingway reporta en Adiós a las armas, cuyo protagonista se muestra aficionado a la misma cabalgadura, y quizá coincida con la época de redacción de Fiesta, donde un hombre utiliza un rodillo para pintar el nombre del potro bermejo en las aceras de París. Notemos de paso que la publicidad pintada en las aceras no vino de París, sino que es una adaptación de la tradición valenciana de pintar las calles que se introdujo en Madrid en 1892, cuando los transeúntes cabizbajos quedaron advertidos de la inmediata aparición de La araña negra de Blasco Ibáñez, al ver a un operario con una plantilla impregnada en tinta azul que marcaba las piedras del pavimento.

Un ilustre antecedente de las “condensaciones” de Selecciones es la Ilias Latina, que presenta un caso ejemplar sobre la cuestión de la firma y autoría, y desmiente el tópico de que el saber se transmite y mantiene de generación en generación, de modo que cada vez se sabe más.

La Ilias Latina tuvo intenso uso escolar durante la Edad Media y fue clave para el conocimiento de la Ilíada. La obra no es una traducción, sino una recreación de la Ilíada en 1070 versos, que sintetizan el original de modo totalmente sui generis: los primeros doce hexámetros son una traslación literal de los correspondientes iliádicos, en el decimotercero, aparece el primero de los muchos guiños a Virgilio y Ovidio, a continuación se resumen los primeros cinco libros en más de quinientos versos, y luego el poeta vuelve a cambiar de ritmo, para condensar los restantes diecinueve libros según su lectura personal: mientras el XXII ocupa sesenta líneas, el XIII y el XVII quedan reducidos a tres cada uno. 

¿Sabían los lectores antiguos y medievales quién era el autor de la Ilias Latina? Los críticos modernos creen que no, lo que confirma la inexpugnable autosuficiencia del gremio, y resulta un tanto risible, si se sigue la historia moderna de la atribución de la obra. 

En 1875, Seyffert descubrió el acróstico ITALIC*S  en los versos iniciales de la Ilias Latina. Cinco años más tarde, Bücheler completó el descubrimiento, al leer el acróstico SC*IPSIT en los versos finales (o sea,  las letras iniciales de los primeros versos de la composición y las iniciales de los últimos nos dan Italicus Scripsit: “Itálico [la] escribió”, que se puede comparar con “Per Abbat le escrivió” del Mio Cid). La ciencia estableció entonces que el autor debía ser Silvio Itálico, porque no se conocía otro poeta latino llamado Itálico. 

En 1890, Schenkl descubrió el nombre de Bebio Itálico en el encabezamiento de un manuscrito de la Ilias Latina que está en la British Library y data del siglo XV (Bebii Italici poetae clarissimi epithome in quatuor viginti libros Homeri Iliados), y por más que la identidad del “poeta clarísimo” se reforzó con la publicación de inscripciones datadas en los años 80 del siglo I, y dedicadas a Publio Bebio Itálico, cónsul y delegado imperial, se siguió atribuyendo tenazmente la autoría de la Ilias Latina a Silvio Itálico, hasta 1980, cuando Scaffai publicó en Bolonia la primera edición crítica de la Ilias Latina nuevamente atribuida a Bebio Itálico.

El hecho de que el nombre del poeta que escribió la Ilias Latina figure en un códice renacentista demuestra que fue conocido como autor de la obra desde sus felices días allá en el siglo I, hasta por lo menos el siglo XV, para luego ser ignorado hasta finales del XIX, y críticamente reconocido a finales del XX. También sugiere que el acróstico era leído por el lector antiguo mínimamente avisado, igual que el de Rojas en la Celestina, o el de las Partidas alfonsíes. De paso, evidencia que “escribir”, ahora como en la época del Mio Cid y de la Ilias Latina, también significa “componer por escrito”, contra la contumaz tradición pidaliana que exige un “fizo”, del verbo “fer” —o sea, que al final del Mio Cid pusiera “Per Abbat le fizo”— para reconocer que Per Abbat fue autor del Mio Cid

Para acabar con la discusión fatigosa y vacua que quiere distinguir entre fecit y scripsit, debiera bastar saber que Quinto Ennio, reputado padre de la poesía latina y que decía ser la reencarnación de Homero, firmó su obra con un acróstico que decía Q. Ennius fecit (nos lo recuerda Cicerón en De divinatione II, 111). Mientras Bebio Itálico, por su parte, firmó su Ilias Latina con un Italicus scripsit, y no fue por eso menos autor, ni menos poeta.

 

 

 

 

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24 de febrero de 2011
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La tesis Chua

 

Una visita se ha dejado un libro encima de la mesa. Hemos hablado de cómo hace furor en América y luego el volumen se ha quedado olvidado. Yo no había tenido nunca en la mano un bestseller americano, este tiene muy buen aspecto y está bien hecho. Se titula Battle Hymn of the Tiger Mother, la autora es Amy Chua, y desde que el mes pasado el Wallstreet Journal publicó un avance bajo el título “Por qué las madres asiáticas son mejores”, causa un comedido revuelo en Upper West Side y alrededores.

Quizá por aquello de que China está de moda, la portada hace un guiño al libro rojo de Mao. La señora Chua, que es profesora en Yale y ha publicado libros sobre transacciones internacionales, globalización, desarrollo y otras materias inauditas, ha hecho un bestseller narrando cómo formó a sus dos hijas para el éxito. No más les prohibió dormir en casa ajena, ir a fiestas de cumpleaños, jugar con el ordenador, participar en el teatro de la escuela y sacar cualquier nota que no fuera sobresaliente, quitando gimnasia y teatro, materias que Chua abomina. Las jóvenes Chua tenían que practicar dos horas al día, una el piano, y la otra el violín. Llegado el caso, no podían ir al baño ni beber agua hasta terminar a satisfacción los ejercicios. Chua presume de haberlas amenazado con cuatro años sin regalos, más la destrucción de todos sus juguetes, como motivación para los pasajes difíciles. Dice que la mayor le ha salido obediente, y fue públicamente expuesta como aspirante a pianista prodigio en el Carnegie-Hall. La menor, en cambio, se pasó al violín y odia ligeramente al piano y su madre.

Chua incide en la preocupación de los padres de clase media por el ascenso social de sus hijos y en el tópico de la superioridad de los niños prodigio de origen asiático. ¡Y todo esto sucede cuando la prensa segura que América le entrega el relevo de superpotencia mundial a China! Con tan fausto motivo, el libro de Chua comparte el mayor número de pilas en las librerías americanas con When China Rules the World de Martin Jacques, que anuncia el acabóse del mundo occidental.

Chua acongoja a los americanos con detalles como comprobar que al matricular a sus hijas en la Juilliard School de Nueva York vio que prácticamente todos los padres eran extranjeros. Y dado que muchos americanos se admiran de la cantidad de genios matemáticos y musicales que engendran los chinos, Chua les dice cómo hacerlo, y para empezar aconseja prohibir a los hijos la elección de hobbys. Entonces los padres americanos se preguntan si la señora Chua es una madre o una monstrua, mientras quedan sumidos en la inseguridad, dado que la última moda parecía ser que eran los hijos quienes educaban a los padres, y el veredicto de Pisa parece cada vez más inclinado a los países asiáticos. Para consuelo de afligidos, siempre se puede apuntar que el suicidio es la segunda causa de muerte entre las jóvenes chinas americanas.

Cuando la hija pequeña tenía cuatro años, confeccionó una tarjeta como regalo de cumple de su mamá, y Chua sostiene que le devolvió el regalo por defectos de fábrica, con la terminante indicación de que podía hacerse mucho mejor, porque ella misma fue educada así, y el éxito habla solo: es la mayor de cuatro chinas que consiguieron ingresar en la Liga Ivy, y hasta su hermana que tiene síndrome Down ganó dos medallas de oro en los Paralímpicos. 

Chua asegura estar orgullosa de haber expedido esta frase en clase: “Ahora contaré hasta tres, y luego quiero musicalidad. Si la próxima vez no es perfecta, cojo todos tus muñecos de peluche y los quemo”. También le honra la confesión de que el método funciona bien solo la mitad de las veces. La pequeña le dijo una tarde: “No soy china. No quiero ser china. Odio el violín. Odio mi vida. Te odio a ti”. Y consiguió permiso para jugar al tenis. 

Chua dice haber llevado al éxito a sus hijas musicales, y también al estrellato, porque espera que el libro también las haga famosas a ellas, ahora que tienen dieciocho y catorce años, y están tan formalizadas que, para destacar, casi no les queda más que el crimen o la calle.

Veo que también ha aparecido la versión alemana del libro. La han titulado Die Mutter des Erfolgs (han renunciado a la espectacularidad del  título original: una traducción literal de Battle Hymn sería Schlachtgesang, pero la preceptiva ordena hipocritear ante tales palabrotas, que sonarían como sacadas de las películas de propaganda de las SS que cautivaron a Grass), le han resaltado el look de libro rojo de Mao, y los comentaristas se han esforzado por hacerse los impresionados.

Algunos expertos en entelequias creen que la publicación podría valer como excusa para un debate entre confucianos y aristotélicos. Pero, por lo visto, la tesis Chua tiene un acompañamiento de ñoño continuo que desmotiva hasta el escándalo. 


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17 de febrero de 2011
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El Boomeran(g)
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