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Sensacionalmente distinta

Por 23 de septiembre de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

La verdad es una sensación, escribe Azúa. Y añade que la visión inmediata de que la solución dada a un problema matemático es verdadera no es distinta de la aprobación placentera del ebanista, el pintor o el músico, que rematan su obra. La reflexión está muy bien traída porque pone en problemático entredicho a las sensaciones que no dejan de ser nuestras guías ineludibles y preeminentes en el interminable equívoco entre lo bueno, lo bello y lo verdadero.

 Con todo, yo sostengo que hay para el hombre una sensación de la verdad distinta a todas las otras. Dar con la verdad que está ahí y que todos verán cuando se les muestre, sea como sea, bajo otro régimen o en otra dimensión estética, difiere esencialmente de la sensación narcisista y de sumo alivio  que produce el último toque feliz, ese momento dichoso en que uno  se despide, “ahora sí que no puedo hacer más por ti”, y deja la obra a merced del público y la nada. Porque, al cabo, uno sabe que en el mejor de los casos se trata de su personalidad, su verdad, que ahora quedará expuesta a la intemperie de aprobación, indiferencia o vituperio. La exaltación se abigarra con irisaciones de inseguridad, esperanza y desmesura. La plenitud llega a irradiar una aureola de impotencia. La necesidad de aprobación ajena se parece inesperadamente al miedo.

Con la verdad, es distinto. Cierto es que urge la compulsión de hacerla saber,  la más humana de las urgencias, pero la cuestión personal se reduce a un problema táctico, exclusivamente de organización, a un “veamos cómo digo esto para que se entienda”. La inseguridad limita su reino a las siempre necesarias precauciones para no explicarse tan espeso que aumente la dificultad para la aproximación y el entendimiento ajenos. En la visión de la verdad no hay último detalle, sino comprensión del conjunto. Los detalles tendrán que concordar, o no valdrán, y serán falsos e irrelevantes. No hay exaltación, sino confort repentino, algo parecido a cuando se enfoca una lente.

Durante años tuve cercado al sospechoso de la cuestión homérica. Es difícil interrogar a un sospechoso a tanta distancia, y yo mismo creía que nunca pasaría de las conjeturas. En el verano de 2008, el confuso océano de la cuestión se había reducido a un esfera, todavía con el centro en muchas partes, pero la circunferencia ya no estaba en todas. Una tarde de julio me fui a la siesta. Por si sirve a los especialistas, puntualizaré que había comido oveja, que según los entendidos infunde la virtud de la paciencia, justo la que yo no tengo. En el mejor sopor, con la élite de mis funciones dedicadas a la digestión, a punto de quedarme frito, entendí el epigrama dórico, no solo el significado, no solo el imperativo final, también con qué verbo de la Ilíada había que relacionarlo para hacer incontestable la exposición. Lo supe todo. El sospechoso ya no era un sujeto legendario y difícil de interrogar a a través de los milenios, sino un poeta que salva las distancias dejando por escrito su confesión con toda suerte de anotaciones e instrucciones para entenderla. También supe lo que tenía que escribir, cómo lo argumentaría, en qué dirección llevaría el crescendo, en qué orden vendrían los rittornelli y cómo administraría las pruebas. Ninguna exaltación, nada de levántate pamplonica. Me dormí igual. La certeza, con toda su exposición y consecuencias, ocupó mi mente el mismo lapso de tiempo y produjo la misma emoción que si me hubiera preguntado por el lado en que tenía la ventana. 

Se diría que una parte de mis entendederas se había dedicado por su cuenta, haciendo horas extraordinarias, a reflexionar y comparar, conjeturar y desechar, y presentaba el resultado sin hacer aparatos, como quien responde cuando le preguntan qué hora es. La verdad entonces se asimila de modo que parece que se sabía de siempre, y cuesta imaginar cómo pensaba uno cuando aún la ignoraba. Ahora mismo, al corregir las pruebas, me acuerdo de aquella hora meridiana y te puedo asegurar que la sensación de la verdad es distinta a las demás.

 

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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