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Todo cuento

Por 11 de septiembre de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Entre los tópicos del cinismo de los dictadores, “la historia me juzgará” es uno de los favoritos. A Fidel Castro, por ejemplo, le encanta soltarlo de vez en cuando. No suelen decir “la novela me absolverá”, o “la poesía me exculpará”. ¿De dónde viene la invocación a ese particular género literario, como si fuera una divinidad compareciente al final de los tiempos para dictar sentencia? Sin duda procede de la creencia en el juicio final. Toda la historia, como género literario, es un subproducto de esa vieja y exitosa ficción literaria prospectivista. Y la fe en el sentido de la historia viene de la misma vaina religiosa. El que haya de haber juicio final, con sentencia debidamente redactada por escrito, está vinculado a un concepto de la justicia que trajo el monoteísmo —también la justicia es una forma de monoteísmo.

Es indicativo que acostumbren a ser los creyentes quienes reprochan a su dios la indiferencia ante la evidente flojera de la calidad de su obra y su absentismo a la hora de reparar los más conspicuos fallos. ¿Por qué callaste, oh Dios? Y lo preguntan como si fuera una cuestión tremenda. Pero las condiciones psicológicas a favor del juicio final están tan arraigadas que suelen ser justamente los juiciosos creyentes quienes razonan que el silencio divino ante la muerte de la abuela o el holocausto es otra prueba de que habrá juicio final.

El monoteísmo es un notable invento, porque conlleva la tiranía, al mismo tiempo que legitima la individualidad del pobre hombre erigido en protagonista del drama cósmico, incitado a los remordimientos y dotado de bellas crisis de conciencia.

El éxito del diablo, ese personaje literario que se arroga la condición de elegido por antiexcelencia, es el patrón modélico de ese inicio de relato tan archiclásico “Yo, la verdad sea dicha, he sido siempre mucho desgraciado”. Así empezaba Fuina, el cuento de Iribarren que nuestra abuela leía en voz alta y encontrábamos tan divertido. Esa fatuidad invertida atrae el favor público, pero no es, al cabo, más que otra clase de fatuidad. O sea, se trata, como siempre, del fatuo en labores de aproximación. Con todo, ese narcisismo de presentarse como elegido al revés dispone de una peculiar elocuencia, legitimada por la recóndita creencia en la justicia y el juicio final.

En los tiempos del politeísmo, forma atenuada y civil del descreímiento, se hablaba de las distracciones de la providencia, la indiferencia del azar y la inflexibilidad del destino. Hoy se echa mano de la injusticia padecida como si se formara parte de un concurso de acreedores. Así es uno promovido al rango de víctima, de testigo, del que tiene algo que contar. Se trata de un recurso literario que viene de un cuento milenario. La injusticia así ostentada es un tónico espiritual, guerrero, táctico y elocuente que inhibe la  paralizante preocupación por caer en la infatuación y el orgullo. 

En nuestro relato del mundo nos conducimos como si la historia no fuera un género literario, sino una divinidad infalible que siguiera un desarrollo lineal y progresivo, a través de etapas que acabarán por manifestar una gran idea y hacer justicia. Todo cuento. Y aún hay quien se queja de la escasa influencia de la literatura en la vida común.


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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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