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El casino y sus metáforas

Por 11 de septiembre de 2011 Sin comentarios

Jorge Volpi

En menos de tres minutos, los sujetos descienden de sus vehículos, se introducen en el local, amedrentan a empleados y parroquianos, rocían las paredes con gasolina y les prenden fuego. En medio del humo y las llamas, 52 personas pierden la vida. El incendio del Casino Royale de Monterrey se convierte así en la metáfora perfecta -el ovillo de metáforas- de todo lo que no funciona en el México del 2011.

            La Ley de Juegos y Sorteos de 1947 prohibía explícitamente las casas de apuestas, pero a partir de los años noventa comenzó a discutirse la posibilidad de introducir de nuevo en nuestro país la institución que mejor representa la naturaleza salvaje del neoliberalismo: el casino. Y, así como el México de ese momento entronizó a la Bolsa como su topos, esa misma vena especuladora se trasladó a la clase media. Igual que los empresarios favoritos del régimen, ahora cualquiera podía hacerse millonario en una sola jugada -amas de casa y jubilados- o, con mayores probabilidades, precipitarse en la quiebra.

            A nadie le preocupó entonces el aumento de la ludopatía -frente al horror actual hacia la farmacodependencia-, ni que los casinos fuesen intermediarios perfectos para el lavado de dinero. Los gobiernos panistas subsecuentes continuaron otorgando lucrativas concesiones -Santiago Creel le entregó varias a Televisa antes de su fallida precandidatura presidencial-, y a la fecha nadie parece capaz de desentrañar la maraña jurídica y administrativa en que se halla este atractivo mercado.

            Pero el uso de la tragedia del Casino Royale no concluye con sus irregulariadades administrativas. Aún no se había establecido el número de víctimas, cuando políticos y comentaristas se apresuraban a pronunciarse sobre ella: en primera instancia, el presidente de la República. Obsesionado con defender hasta el último minuto la "guerra contra el narco" -que ya no enuncia así-, apenas tardó en calificar el acto de "terrorismo". Muchos comentaristas han señalado que, frente a la desgracia, poco importa la terminología. Se equivocan: el discurso bélico ha marcado la tónica del sexenio y sus consecuencias están a la vista.

            ¿Por qué adjetivar el crimen de este modo? La "guerra contra el narco" nació como eco a la "guerra contra el terror" de George W. Bush. El empleo de esta palabra por nuestra más alta autoridad no puede ser inocuo. Al hacerlo, coloca al país en un nuevo estadio: no ya una nación infestada por delincuentes, sino por una conciencia maligna que persigue nuestra aniquilación. Como quería Bush Jr., frente al terrorismo no cabe otra razón más que la unidad y la fuerza: justo lo que ahora más requiere el ejecutivo.

            A partir de allí, el presidente mantuvo la retórica del duelo y la venganza y usó la tragedia para insistir en los méritos de su estrategia contra el crimen -sin la menor autocrítica. Peor aún: se lanzó a culpar a Estados Unidos por su política de venta de armas y su demanda de drogas. Nadie duda de la responsabilidad de esta nación en el tema, pero poco tenía que ver con lo ocurrido en Monterrey. En el Casino Royale, el narcotráfico aparece sólo como actor secundario: el incendio fue la represalia de un grupo mafioso y, para colmo, se cometió con gasolina y cerillos, no con las AK-47 que el presidente denostó en su intervención televisiva.

            Las tragedias nacionales son doblemente terribles: por sus víctimas y por la forma como los políticos las aprovechan. Para Calderón, el Casino Royale es la prueba extrema de la perversidad de los narcos y su obligación de aniquilarlos; para sus críticos, del fracaso de su gestión. Unos y otros nos engañan: el incendio se produce en un ambiente propicio para el crimen -en cierta medida sucitado por la estrategia del gobierno- pero, más allá de su brutalidad, no señala ni el fracaso ni el éxito de la "guerra".

            Apenas unos días después de la captura de algunos de sus perpetradores, la retórica se desliza hacia la tragicomedia. Mientras las voces más histéricas llaman a ejercer mano dura contra los criminales o a pactar con ellos -como el expresidente Fox-, se descubre que el hermano del alcalde panista de Monterrey, quien horas antes denunció vehementemente las irregularidades de los casinos, recibe grandes fajos de dinero en distintos centros de juego de la ciudad. Y, en respuesta a las acusaciones, replica que el dinero es producto de la venta de quesos de Oaxaca.

La torpeza de la justificación -y los vanos intentos del alcalde por deslindarse de su hermano- quebrantan el tono solemne de Calderón. En vez de terroristas, nos enfrentamos a los pícaros de siempre: los políticos y sus hermanos incómodos. Y, a partir de aquí, el incidente pasa a ser sólo un episodio más en la batalla retórica entre el PRI y el PAN por el 2012. 

            Casino, pues, en el sentido italiano: un gigantesco enredo, un desmadre que, más que contaminar al sistema, lo retrata. Un sitio donde quienes pretenden ganar unos cuantos pesos -los ciudadanos- son meros peones al servicio de quienes en verdad se enriquecen: quienes otorgan las concesiones, los dueños de éstas (con frecuencia otros políticos) y el crimen organizado que lava su dinero o cobra "derecho de piso".

            En el incendio del Casino Royale, no sólo se les pasó la mano a sus miserables operadores, sino a todos los actores públicos. En su banal atrocidad, la tragedia simboliza, a la vez, el fracaso del neoliberalismo de los noventa, la falta de auténticas políticas sociales, la desvergüenza de quienes deben vigilar los centros de juego, la hipocresía en la política sobre las adicciones, la impunidad de las mafias y la irresponsabilidad de una clase política que, ni siquiera frente al deterioro socioeconómico, político, y moral que representa este hecho, deja de lado sus intereses para concentrarse, por una vez, en el interés común.

 

twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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