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Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).
Desviar un río era una prestación de reyes. Lo hizo Gilgamés, tras su larga búsqueda de la inmortalidad a través de la estepa, la amistad y las grandes hazañas. Desengañado, regresó a la ciudad de Uruk, la gran metrópoli de elevados baluartes, hizo desviar el Eufrates y, una vez que el lecho vacío quedó a la luz del sol, ordenó la construcción de su mausoleo en el fondo. Luego, se suicidó y fue depositado en su tumba. Por fin, los ingenieros reabrieron el cauce, el Eufrates volvió a fluir por su lecho y sumergió la sepultura bajo las aguas.
Yacer en el cauce de un río no solo es privilegio de reyes, sino también sueño de poetas. Cuatro mil quinientos años después de que Gilgamés se hiciera sepultar en el lecho del Eufrates, el soldado Ungaretti escribió a la vista del río Isonzo sus endecasílabos abdicados:
Esta mañana me he tendido
en una urna de agua
y como una reliquia
he yacido.
El Isonzo fluyendo
me pulía
como una piedra suya.
Pero, aunque fuera vistoso y quedara épico, los reyes no siempre desviaban los ríos para suicidarse y ser sepultados en el cauce. También podían hacerlo por motivos menos elevados, como construir un puente. En la crónica del príncipe de Viana relativa al rey Sancho intitulado el Fuerte, se narra que en Tudela dicho rey “fizo […] la puente e trujo a Ebro de Mirapeix a pasar por eilla”. Hacer el puente para luego traer el río es una acción admirable, aunque seguramente está resumida, porque primero se desviaría el Ebro en Mirapeix, para construir en seco los diecisiete arcos y trescientos metros de tablero, y luego se le haría regresar al viejo cauce. En la foto se puede ver el puente sobre el Ebro en 1899 y, al fondo, los promontorios de Mirapeix.
La pesca era, por lo visto, monopolio real: el nombre Mirapeix alude a la “piscaria” del rey. Una vez construido el puente y traído Ebro a la puerta de Tudela, se instaló una gran “saraya” —red de pesca en romance navarro, del griego bizantino exartia (aparejos), castellano jarcia, aragonés exarcia, occitano sarsyes, vasco sare— que pertenecía al rey, y cuyo beneficio solía arrendarse.
Ahora, construir un puente sin desviar el río ni apoyarse en el cauce, era un auténtico desafío de ingeniería, si el caudal y la anchura eran importantes. El puente de Reparacea, sobre el Bidasoa, constituye un ejemplo de máxima prestación pontifical románica. La dificultad mayor era construir el bastidor necesario para sostener la cimbra y la cantería, y hacerlo por encima del nivel de riada. Cuando se construyó este puente, hace mil años, se utilizaban vigas de roble cruzadas en tijera. Hoy no habrá en el país una docena de ejemplares con los veintidós metros de fuste necesarios para hacer los banzos. La selva medieval estaría mejor provista, pero la dificultad para sobrevolar el vano con una estructura que sostuviera el arco tuvo que ser máxima para los carpinteros de la época.
Esta venerable obra románica trajo la civilización al Bidasoa en el siglo XI y durante ochocientos años fue la clave de la ruta entre Pamplona y el mar Cantábrico. Así lo recuerda el nombre Reparacea (Real paraje) que alude a la propiedad y custodia regia del paso. En los años republicanos del siglo pasado, funcionó junto al puente un hotel palacial “favorecido —Blanco y Negro del 18 de agosto de 1935— por varias visitas del rey Eduardo VII de Inglaterra y las ex Infantas de España”. El reclamo ningunea a un cliente egregio como Valle-Inclán, que no defraudó, y se fue sin pagar. El mismo anuncio reproduce una foto del puente de Reparacea al que subtitula “romano”.
La superación del puente de Reparacea y la consecuente modernización de la ruta no sucedió hasta 1846, y constituyó otra suprema hazaña pontifical que incluyó el ingenioso desvío del curso del Bidasoa, con lo que el nuevo puente de Narbarte se construyó sobre el cauce seco.
Cuando se terminó, la carretera nueva accedía al puente a través de un tramo de quinientos metros de terraplén elevado sobre una antigua isla aluvial que ceñían dos brazos del Bidasoa. El antiguo cauce de Tipulatze, por donde fluyó el río mientras se construía el puente de Narbarte, quedó cerrado, pero de tal modo que se convirtió en el rebosadero que da seguridad al dispositivo. Cuando una riada alcanza los siete metros de altura y los setecientos metros cúbicos por segundo, el agua del Bidasoa fluye también por el brazo de Tipulatze y ese caudal ya no pasa bajo el puente de Narbarte, sino que desemboca justo aguas abajo. En siglo y medio largo de funcionamiento, la construcción proyectada y dirigida por el arquitecto Pedro Ansoleaga ha demostrado una eficacia infalible.
Este tramo era uno de los más difíciles e innovadores de la nueva carretera de Pamplona a la frontera de Irún, y el arquitecto Ansoleaga demostró estar a la altura de los audaces constructores del puente de Reparacea que le precedieron en ocho siglos.
Speer se hizo rico con sus memorias. No es que vendiera mucho, sino que acumuló una fortuna, adquirió mansiones lujosas con automóviles de anuncio a la puerta, y vivió sus últimos años hecho una figura célebre, respetada incluso en la Inglaterra que sufrió sus bombas. Algo muy difícil de conseguir con un libro, incluso en Alemania —aunque haya precedentes ilustres, como el propio Hitler, multimillonario antes que Führer gracias a un libro.
El ministro de armamento del Reich tenía derecho a mentir, según la preceptiva jurídica, y eran los jueces y cazanazis quienes debían hallar las pruebas de convicción de que el jerarca y hombre de confianza de Hitler tuvo que ver con algún crimen contra la humanidad. Durante la proyección, en el proceso de Núremberg, de las películas filmadas cuando los aliados liberaron campos de concentración y ante la vista de los horrores, se vieron lágrimas en los ojos de Speer. Y se dijo que lloraba porque estaba impresionado y no sabía nada de todo aquello, como si llorar fuera un argumento, o como si no fuera posible llorar ante la previsible pena de muerte.
Cuando estuvo en el estrado, declaró no saber nada de nada, aun reconociendo que tenía que haber sabido, por lo que pedía perdón. Luego se permitió hacer saber que meditó un plan para gasear a Hitler con unos tubos —ahí gesticuló con imprecisión infantil—pero era difícil y lo dejó. Goering y el resto de la banda se daban codazos y se partían de risa escuchando al camarada. Pero ellos iban a ser condenados a muerte, y el camarada salió, si no de rositas, bastante bien parado con veinte años de jardinería y escritura memoriosa en Spandau.
Ante pruebas consistentes, pero que no aparecieron hasta 1971, de su asistencia a la conferencia de Polsen, donde Himmler proclamó el plan de exterminio de los judíos, Speer se limitó a decir que sí, que estuvo allá, pero que se marchó justo antes de la intervención de Himmler, así que no tuvo ocasión de enterarse. Se puede ver —era ya la época de la televisión— cómo Speer negaba amablemente en inglés aprendido en Spandau, y cómo sus entrevistadores británicos, cuatro avezados expertos cazanazis, se reblandecían aún más y sonreían como suflés temblones al nazi bueno, que ya había cumplido su condena.
Pruebas todavía más incontestables, como su correspondencia con Himmler donde daba instrucciones sobre la construcción del campo de concentración de Auschwitz, ni siquiera se adujeron. De los miles de presos que hizo trabajar hasta la muerte en las fábricas de armamento nunca se le preguntó nada.
En el caso de Speer, no hizo falta el cinismo desprejuiciado con que los americanos trataron a Von Braun y el centenar largo de cientificos nazis, que fueron mimados para que hicieran los cohetes lunáticos y las bombas de hidrógeno para el bando bueno, y acabaron en la portada del Time o laureados en Estocolmo. De Speer nadie esperaba prestaciones arquitectónicas o balísticas, él solo era un hombre bueno que no quiso mancharse las manos. Si sería bueno que pudo escribir: “Si Hitler hubiera tenido un amigo, ese habría sido yo”. Y aún pudo haber añadido que si las suegras alemanas hubieran deseado un yerno, ese habría sido él, y si los alemanes hubieran soñado un perfecto modelo de nunca supimos nada, sobre todo ahora que hemos perdido, ese era él.
Speer se condujo con mucha más frialdad y cálculo haciendo el mal que los demás de la banda. Su megalópolis Germania y su fabricación de armamento se basaban en hacer trabajar a decenas de miles de presos hasta la muerte, en el período final de la guerra lo hicieron a muchos metros bajo tierra, y quienes no murieron de consunción perecieron en los bombardeos aliados de los arsenales, que para eso situó Speer los barracones estratégicamente.
El interés convencional de unas memorias se supone en aquello que el autor sabe. Las de Speer eran interesantes por lo contrario; conformaban el perfecto manual de cómo contar que se pudiera vivir como suprema autoridad de todo aquello, sin saber nada, y conseguir además que le crean y hasta le quieran a uno. Si Speer no supo, qué íbamos a saber nosotros. Él es la mejor prueba de nuestra inocencia: salía en el Wochenschau hitleriano a bordo de un descapotable último modelo, acariciándose el flequillo, con fondo de columnas megalómanas, y reaparecía treinta años después en el noticiero televisado, otra vez inocente modélico con automóviles de lujo y fondo de alta gama. Él fue el verdadero milagro alemán.
Las televisiones, periódicos y blogs japoneses comentan a diario cómo va la floración de los cerezos. Dónde se abrirán hoy, en qué parque estarán en plena eclosión, qué comarca y ciudades alcanzará hoy el tsunami florido que asciende de sur a norte, desde marzo hasta mayo. Este es ya el segundo florerío radioactivado después de Fukushima y los entendidos no esperan grandes novedades entre el blanco nieve y el rosa arrebolado. El primero de abril, bajo el auspicio de la floración, una quinta estación que dura ocho o diez días, en Japón los supervivientes se saludan como en año nuevo, muchas empresas inician su ejercicio anual y se reanuda el curso escolar.
También florecen los cerezos en la provincia china de Henan, doble de habitantes y seis veces más densamente poblada que España, donde la cadena del ministerio de justicia televisa cada sábado noche un reality show justiciero con edificantes entrevistas a los condenados a muerte justo antes de la ejecución. Ahora han dejado de emitir el programa, porque ha sido noticia en la BBC, y el ministerio de justicia chino es partidario de la intimidad.
Más noticias florales. Se constata una floración tardía del protestantismo en su tierra natal. Un pastor de la creencia asciende a jefe del Estado, después de haber pedido el preceptivo permiso a su obispo, y una hija de pastor no solo gobierna, sino que presume de su confesión ante el parlamento, y el llamado Círculo Evangélico de su partido celebró su 60º aniversario en Siegen con un servicio divino (sic) donde participó la cancillera, que habló de “misión evangélica”. También la ministra de la presidencia fue pastora —antes que fraila, iba a poner. Justo ahora que el protestantismo va socialmente a la baja y sus flores son más lacias que nunca. Porque los confesos luteranos no llegan ni siquiera a un tercio de la población, menos que los católicos, menguan más deprisa que estos, y van menos a la iglesia: apenas un 3%. Los protestantes tienen menos éxito en su propio círculo divino que en la política. Hubo un sociólogo exagerado, Plessner, que defendió la existencia de una tradición protestante que arranca en Lutero y se jalona en Federico el Grande y Hitler, una tradición que impedía la floración en virtud de la que los alemanes pasarían de súbditos a ciudadanos.
Detalles esenciales en el éxito de la Historia de la Cultura del Renacimiento en Italia de Burckhardt fueron aseveraciones vistosas como que en aquellos tiempos venerables se llevaba tanto la individualidad que llegó a no haber moda masculina, o que entonces tuvo lugar la invención del paisaje por Petrarca, el primero en echarse al monte por las buenas. Dejando para otro rato la cuestión de si estuvo de moda que no hubiera moda, lo de Petrarca como primer alpinista es como aquel anticuario que vendía crucifijos de antes de Cristo. Esas banderolas en el castillo de arena histórica indican que Burckhardt se dirigía a un público de alpinistas y sufridores de la moda, la buena sociedad de Basilea.
El público del historiador es tan importante como los hechos que se propone estudiar. Su tarea es hallar equivalentes del modo de pensar contemporáneo, tanto para mostrar que ellos eran como nosotros, como para todo lo contrario.
De Heródoto data el ingrediente indispensable del autoelogio como testigo de confianza de su propio tiempo. Esa práctica, ejercida con naturalidad estudiada por Tucidides o Polibio, ha caído en desuso aparente entre los historiadores, mientras medra feliz entre diaristas y novelistas desde Montaigne a esta parte —notemos, por ejemplo, que no se hallará en los abundantes y copiosos estudios montanistas una solo adjetivo encomiástico que no proceda del propio Montaigne—. El historiador, en cambio, recurre a la adulación soterrada de sus contemporáneos —Alejandro Magno observó vivamente que nadie adula a los muertos.
Ahora, ¿quién dió a la historia rango de ciencia, fue quizá alguno de aquellos venerables griegos o romanos, acaso algún ostrogodo romántico? Nada de eso, el gran innovador fue Eusebio de Cesárea. Él fue el primero en dar importancia al testimonio documental y en arrebatar el monopolio del primer plano a los acontecimientos políticos y militares. Con él empezó la cronología comparada y no temió quitar años a Moisés. Él instauró las condiciones que hicieron posible el surgimiento de un Maquiavelo o un Guicciardini mil años después, y él nos dio noticias y fechas de los reyes frigios que, contrastadas hoy con la documentación asiria, nos permiten enfocar con precisión la cuestión homérica. Rota la lanza, añadamos que desde Eusebio rige la preceptiva de que toda conversión es el aprendizaje de una nueva historia, con su camisita y su canesú. Y también la paradoja de que el primer historiador de visión universal diera lugar a los etnocentrismos y fundamentalismos historiados conforme al patrón eclesiástico. Momigliano contaba la anécdota oxfordiana del que entró en una librería londinense y pidió un Nuevo Testamento en griego; el librero se retiró a la trastienda, y regresó diez minutos después con expresión grave: “Es extraño, señor, pero al parecer el griego es la única lengua a la que todavía no se ha traducido el Nuevo Testamento”.
El historiador Elio Ampridio, que escribió a principios del siglo IV las biografías de varios emperadores, dice en un pasaje de su Vida de Alejandro Severo (27, 3) que: “También fue expertísimo en aruspicina, y gran orneóscopo, tanto que superó a los augures vascones de Hispania y a los panonios”. Notemos que la aruspicina es la predicción mediante el examen de las vísceras de las víctimas. La orneoscopia, por su parte, no es el arte de fisgar el horno, sino la predicción del futuro a partir de la observación de los pájaros, y el orneóscopo es quien la practica. La encarecida comparación con los vascones de Hispania se refiere a esa última manera de predecir. No se conoce otro testimonio donde se mencione esa particular habilidad y tampoco los investigadores del vascuence han encontrado ningún indicio de haber sido lengua de augures pajareros.
Pero no hay más que fijarse en el latín sortiri (sortear, obtener por suerte) de donde procede el vasco zori, que significa suerte. Pájaro, por su parte, se dice en vasco txori, que es diminutivo de zori (igual que txerri es diminutivo de zerri, cerdo). De manera que en vasco al pájaro se le llama “suertecilla”, que no me digas que no es bonito y además concuerda como un vuelo de tordos con la reputación de orneóscopos u ornitomantes que, según Ampridio, se atribuyó en la antigüedad a los vascones de Hispania.
Otro indicio, más antiguo y problemático, de que la preocupación por la suerte y el destino viene de lejos, es el nombre Silex, que aparece repetidamente en inscripciones de la Aquitania romana. Se refiere a una identidad femenina, sea humana o divina. El derivado vasco de la Silex aquitana es sirats —un ejemplo similar de paso del aquitano al vasco con la transformación del grupo cs en ts sería ocson (lobo en aquitano) del que deriva otso (lobo en vasco)—. Sirats, que está documentado en el dialecto suletino situado más cerca de donde se hallaron las inscripciones aquitanas de Silex, significa suerte, destino, y da la impresión de haberse solapado y finalmente retrocedido ante el pujante sinónimo zori.
Cumple recordar que la lengua aquitana desapareció tras la conquista romana en el siglo I a. C., y que todo lo que sabemos de ella procede de las inscripciones funerarias y votivas de época romana, donde se leen algunos nombres de personas, y de fuentes literarias y epigráficas, donde se documentan algunos nombres de lugar.
En Silex llama la atención su final aparentemente calcado de Opíleks, la diosa griega de las culebras y del destino —que la x final de Silex es una consonante doble equivalente al final de Opíleks se puede ver en sus formas declinadas Silexconis (genitivo) o Silexsi (dativo)—. ¿Es posible que se hubiera dado en la antigüedad prerromana un contacto greco-aquitano? Representaría una novedad notable, porque la historia ha dicho hasta ahora que la expansión griega durante los siglos VIII-VII a. C. no rebasó el Mediterráneo en su extremo occidental.
Precisamente a este último extremo le toca revisión. Porque Olisipo, el nombre original griego del poblado que estuvo situado en la colina y la pendiente del Castelo de São Jorge y que fue antecesor de Lisboa, es opiléxico de toda evidencia (o sea, es una variante anagramática de Opíleks, que era tabú y no se podía decir ni escribir) igual que Posilipo en Nápoles, otro jalón mediterráneo de la expansión opiléxica.
Así que ahora nos preguntamos si, además de fundar una colonia en la desembocadura del Tajo, los griegos llegaron, por ejemplo, a la del Garona.
Si, en efecto, Silex fuera un préstamo griego en aquitano derivado de Opíleks, ¿dónde estarían las típicas manipulaciones para sortear el tabú de nombrar rectamente a la diosa, como alteraciones del orden de las letras o desviaciones fonéticas? Aquí, la manipulación consistiría en ser un híbrido de dos lenguas, de modo que se nombra, pero no rectamente. Y dada la aparente importación íntegra del final -ilex, quedaría por explicar la inicial s-.
Así como en Opíleks se aprecia en opi- el radical dórico que significa culebra, en Silex ese mismo cometido lo desempeñaría la inicial s- de suge culebra, en vasco.
Ahora, ¿cómo sabemos que la s- inicial del híbrido Silex no puede ser latina y corresponder, por ejemplo, a serpens? Primero, porque serpens (reptante) ya es un eufemismo utilizado para no decir anguis (culebra), de modo que el latín ya carga a su modo con el tabú y no necesita importar híbridos. Segundo y más evidente, la coincidencia con el latín silex (sílex) haría inviable el préstamo. Tercero y terminante, Silex aparece como un barbarismo incrustado solo en algunos textos latinos procedentes de inscripciones halladas en la Aquitania romana y en ningún sitio más.
La mayor objeción sería que no sabemos cómo se decía culebra en aquitano y solo podemos suponer que el término no sería muy distinto de suge, palabra donde no detectamos indicios de ser préstamo latino, celta, ni lusitano, que son, aparte del aquitano, los principales orígenes de las palabras vascas.
La arqueología tiene noticia de relaciones de los aquitanos del valle medio del Garona con el mundo griego occidental en la fase 625-475 a. C. Pero no es posible decir si se trata de utillaje procedente del foco masaliota o de una llegada griega a la costa atlántica.
La hipótesis de que Silex sea un híbrido aquitano-griego tiene un grado razonable de probabilidad, pero su consolidación depende de más hallazgos filológicos y arqueológicos.
El cementerio de los tuberculosos de Moncayo, profanado, derruído, devuelto al bosque por el abrazo arraigado de los pinos, los rebollos y los frambueseros, ya casi no se ve. Aquí se enterraban las señoritas y los jovenzanos muertos en la flor de la edad. De aquella moda de los sanatorios de montaña para las enfermedades del pecho, no queda más que el libro de Mann. Al bacilo le daba igual y puede que hasta disfrutara más colonizando tiernos bofes de sanatorio, ¿qué sabemos nosotros de sus ensueños y anhelos bacilantes?
Aquí ya no vienen ni los rondamuertos, entrañable oficio de antaño como cordelero o alpargatero. Volverán los asaltatumbas de tu nicho la tapa a violentar, pero aquel cara de fuina que te quitó el anillo de comulgar, aquel que respiraba tan fuerte, aquel no volverá.
A falta de nada mejor, recuerdo un viejo texto de Freud sobre la guerra y la muerte, todo equivocado, todo al revés. Basta este cementerio del Moncayo para ponerlo en evidencia. Un asaltatumbas celebra la victoria del vivo sobre el muerto y sobre el propio cementerio ya fallecido y borrado. Cada muerto es una victoria para cada vivo, en eso consiste el consuelo de los camposantos. “El oscuro sentimiento de culpabilidad que pesa sobre la humanidad desde los tiempos primitivos…” dice Freud. ¿Culpabilidad? Qué risa: el sentimiento es de recelo ante el sentimiento de envidia al vivo que el propio vivo atribuye al muerto.
La muerte propia es hoy y será siempre tan inconcebible como lo fue para los primeros bípedos envidiosos. Cuando vieron morir a quienes amaban, o no, pero en cualquier caso habían visto moverse y vivir, el sentimiento de victoria conllevó el recelo por la envidia suscitada en el muerto. Es una de las ideas más viejas del hombre; porque, cuando él nació, la envidia ya estaba allí. “Descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre…” ya será menos, hombre, Freud. Si acaso, descendemos de una innumerable serie de generaciones de envidiosos, que llevan la mala leche escondida por elemental precaución.
Los poetas lo han visto mejor. En la Odisea, el sentimiento de Aquiles difunto frente a la vida ajena es el mismo que ante la victoria enemiga; como guerrero, no puede dejar de preferir ganar, siquiera sea sobre los muertos, como todos los vivos: “preferiría ser bracero de otro hombre sin tierra ni riqueza, antes que mandar sobre los muertos difuntos”. La única victoria al alcance de todos es la conseguida sobre los muertos.
Dice Freud que los autorreproches por la muerte de un ser querido vienen de haber deseado su muerte. Dado que un hombre, e incluso mujer, desea la muerte de sus semejantes unas cuarenta veces al día, por poner una cifra comedida, sea por esto o por aquello, porque están demasiado cerca o demasiado lejos, porque gritan y porque callan, porque esperan y porque se van, porque sí y también porque no, y dado que se desea viva y continuamente esa maravillosa victoria sobre los congéneres con vencimiento a la vista, habría, según Freud, una calculadora tipo Laplace que registraría esos entrañables anhelos y luego reclamaría el pago en cómodos autorreproches que, por más negociados y acomodados que estuvieran a los posibles de cada cual, no dejarían de necesitar otra vida entera para la compensación, y al cabo todo sería cachondeo.
El realidad, el autorreproche viene de la envidia propia, pero atribuida al muerto. El implacable y exagerado repaso de todas las ocasiones que el muerto podría reclamar es la terapia propia que busca conjurar y aplacar la envidia que, según recuento cabal y concienzudo, podría tener el muerto, pero se basa en la envidia que el vivo calcula que él mismo pudo haber tenido al muerto. El cálculo aparentemente generoso a favor del muerto, y aparentemente inflexible en contra del vivo calculador y llorón, no es más que un acopio de fuerzas y una secreta celebración. Quien se autorreprocha está de celebración, no está muerto y anda de parranda reprochativa. La mente humana reconvierte la envidia en fuerza vital. Y luego dirán que la envidia es mala.
A los helenistas del mundo, seis preguntas:
¿Es casual que Aristóteles atribuya el origen, en la antigua legislación ateniense, de lo que el llama lacra de la homosexualidad legislada a la influencia de Taletas (variante dórica de Tales) de Gortina?
¿Es casual que en el llamado “Certamen”, todas las ediciones desde el Renacimiento hasta hoy mantengan la corrección que introdujo el editor Stephanus en las líneas 32-33, que convirtió la errata ἀδιανοῦ en Ἀδριανοῦ, impidiendo hasta hoy la lectura del original ἀδινοῦ, que es un adjetivo que solo aparece en la Odisea?
¿Es casual que en el llamado “Certamen” diga que Altes (anagrama de Tales) era el nombre de Homero?
¿Es casual que Asclepio y Calipso tengan las mismas letras que Opíleks, diosa desconocida hasta hoy?
¿Es casual que Telefo, héroe preiliádico, sea anagrama de Ofelestes escrito en Lineal C, según se lee en la inscripción hallada en Pafos?
¿Es casual la semejanza entre Velena, nombre micénico de Helena, y Dvelona, nombre de la guerra en latín arcaico, y las demás diosas indoeuropeas de la guerra, Velinas (lituana), Varuna (védica). Vellaunos (gala), Valis (hitita)?
Este apunte filológico y gramatical va en memoria de Alfonso Irigoyen, con quien discutí con mucho agrado y provecho de estas cosas, y está dedicado a los amables lectores que me preguntan por qué digo que la lengua vasca es, en esencia, latín hablado por aquitanos, pero niego que sea un romance.
Los préstamos latinos conforman la mayoría del vocabulario vasco. Al mismo tiempo, la conjugación perifrástica, la invención del participio pasivo, la fonética, la morfología y la sintaxis de la lengua vasca se deben al latín.
Un ejemplo de palabra vasca sin registrar en los diccionarios sería izkinu, la construcción circular de piedra seca, sin cubierta, y con apertura de entrada, utilizada para guardar las castañas con sus erizos. Deriva del latín ericinum, igual que kirikiño y triku, nombres del erizo en vasco, que ya Corominas señaló como procedentes del latín, contra el parecer de Michelena, quien prefería que fueran onomatopeyas. En cambio, una registrada sería bazka, que significa pasto, comida, y viene del latín pascam, que quiere decir lo mismo. Los nombres de las comidas (gosari, bazkari, afari…) presentan un sufijo derivado del latín escarium (comestible, concerniente a la comida). En cualquier dirección que se mire, aparece el latín.
Ahora, hay una diferencia medular entre los préstamos latinos en vasco y los presentes en las demás lenguas, incluyendo las romances. Todas las palabras latinas en vasco han sido originalmente importadas a partir del acusativo, mientras en las demás lenguas proceden del nominativo. Por ejemplo, bake (paz) no viene del nominativo pax, sino del acusativo pacem; errege (rey) no viene del nominativo rex, sino del acusativo regem, y así en todos los casos.
Y este es el momento de preguntarse por qué la lengua vasca derivó sus préstamos latinos a partir del acusativo. Pues lo hizo porque el latín, como sus parientes del linaje indoeuropeo, era una lengua donde resaltaba el acusativo, que, a su vez, era un caso inexistente en aquitano. Es la prueba de que el aquitano “veía” —entendía— el latín desde fuera. Porque el acusativo es muy acusado visto desde fuera, pero no desde dentro, donde es apreciado como un residuo, como el apéndice o las muelas del juicio, en trance de desaparición. La mayoría de las lenguas indoeuropeas lo han abandonado o van camino de hacerlo. En las romances y el inglés no existe prácticamente, y en alemán y polaco apenas se nota un poco más. Cuando se hace precisa la distinción entre sujeto y objeto, se recurre a las preposiciones.
El aquitano no tenía acusativo, y ante el problema de distinguir el sujeto del objeto, ponía una marca en el sujeto, al contrario del indoeuropeo y la mayoría de las lenguas del mundo, que ponían y ponen la marca en el objeto. Esa marca en el sujeto es lo que se llama caso ergativo, y era una característica del aquitano, mantenida en el vascuence, que se distingue de las lenguas romances en que procede del latín sin acusativo hablado por los aquitanos, que mantenían la hechura fonética del caso, pero no su función.