Eduardo Gil Bera
El cementerio de los tuberculosos de Moncayo, profanado, derruído, devuelto al bosque por el abrazo arraigado de los pinos, los rebollos y los frambueseros, ya casi no se ve. Aquí se enterraban las señoritas y los jovenzanos muertos en la flor de la edad. De aquella moda de los sanatorios de montaña para las enfermedades del pecho, no queda más que el libro de Mann. Al bacilo le daba igual y puede que hasta disfrutara más colonizando tiernos bofes de sanatorio, ¿qué sabemos nosotros de sus ensueños y anhelos bacilantes?
Aquí ya no vienen ni los rondamuertos, entrañable oficio de antaño como cordelero o alpargatero. Volverán los asaltatumbas de tu nicho la tapa a violentar, pero aquel cara de fuina que te quitó el anillo de comulgar, aquel que respiraba tan fuerte, aquel no volverá.
A falta de nada mejor, recuerdo un viejo texto de Freud sobre la guerra y la muerte, todo equivocado, todo al revés. Basta este cementerio del Moncayo para ponerlo en evidencia. Un asaltatumbas celebra la victoria del vivo sobre el muerto y sobre el propio cementerio ya fallecido y borrado. Cada muerto es una victoria para cada vivo, en eso consiste el consuelo de los camposantos. “El oscuro sentimiento de culpabilidad que pesa sobre la humanidad desde los tiempos primitivos…” dice Freud. ¿Culpabilidad? Qué risa: el sentimiento es de recelo ante el sentimiento de envidia al vivo que el propio vivo atribuye al muerto.
La muerte propia es hoy y será siempre tan inconcebible como lo fue para los primeros bípedos envidiosos. Cuando vieron morir a quienes amaban, o no, pero en cualquier caso habían visto moverse y vivir, el sentimiento de victoria conllevó el recelo por la envidia suscitada en el muerto. Es una de las ideas más viejas del hombre; porque, cuando él nació, la envidia ya estaba allí. “Descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre…” ya será menos, hombre, Freud. Si acaso, descendemos de una innumerable serie de generaciones de envidiosos, que llevan la mala leche escondida por elemental precaución.
Los poetas lo han visto mejor. En la Odisea, el sentimiento de Aquiles difunto frente a la vida ajena es el mismo que ante la victoria enemiga; como guerrero, no puede dejar de preferir ganar, siquiera sea sobre los muertos, como todos los vivos: “preferiría ser bracero de otro hombre sin tierra ni riqueza, antes que mandar sobre los muertos difuntos”. La única victoria al alcance de todos es la conseguida sobre los muertos.
Dice Freud que los autorreproches por la muerte de un ser querido vienen de haber deseado su muerte. Dado que un hombre, e incluso mujer, desea la muerte de sus semejantes unas cuarenta veces al día, por poner una cifra comedida, sea por esto o por aquello, porque están demasiado cerca o demasiado lejos, porque gritan y porque callan, porque esperan y porque se van, porque sí y también porque no, y dado que se desea viva y continuamente esa maravillosa victoria sobre los congéneres con vencimiento a la vista, habría, según Freud, una calculadora tipo Laplace que registraría esos entrañables anhelos y luego reclamaría el pago en cómodos autorreproches que, por más negociados y acomodados que estuvieran a los posibles de cada cual, no dejarían de necesitar otra vida entera para la compensación, y al cabo todo sería cachondeo.
El realidad, el autorreproche viene de la envidia propia, pero atribuida al muerto. El implacable y exagerado repaso de todas las ocasiones que el muerto podría reclamar es la terapia propia que busca conjurar y aplacar la envidia que, según recuento cabal y concienzudo, podría tener el muerto, pero se basa en la envidia que el vivo calcula que él mismo pudo haber tenido al muerto. El cálculo aparentemente generoso a favor del muerto, y aparentemente inflexible en contra del vivo calculador y llorón, no es más que un acopio de fuerzas y una secreta celebración. Quien se autorreprocha está de celebración, no está muerto y anda de parranda reprochativa. La mente humana reconvierte la envidia en fuerza vital. Y luego dirán que la envidia es mala.