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El peñazo

Por 12 de abril de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

  El conde Charencey fue el más dicharachero de los comparatistas de sonsonete que tantas alegrías han dado a la causa de la pureza neolítica del vascuence. Las etimologías de catapúm chimpún que correteaban antes de sus felices días por la filología vasca se remontaban a Adán y Eva, lo que estuvo muy bien su momento, pero el siglo de Darwin reclamaba algo más pétreo para edificar una iglesia. Tras un primer aviso en los Annales de philosophie chrétienne, Charencey se lanzó a comparar las lenguas más lejanas y disparatadas con el propósito de establecer su origen común previsiblemente vasco. En 1862 alumbró La langue basque et les idiomes de l’Oural que tantos entusiasmos caucásicos, bereberes y dravidianos indefectiblemente vascos produjo. 
 
  Charencey anunciaba que los nombres de las herramientas ancestrales de los vascos no eran tales —vamos, sí que eran ancestrales, pero no herramientas— por su ninguneo del hierro y decidida preferencia por la piedra. Las denominaciones del hacha, la azada y el cuchillo remitían, por lo visto, a la peña como materia prima.  A ese monolitismo se unía la ciertamente alegre observación de que el vascuence no tiene nombres para los metales. Y la conclusión era que los iberos, o sea vascos, datan en el paisito desde la época de la piedra pulimentada, el neolítico, de donde viene el peñazo. 
 
  En 1868, Pablo Ilarregui, secretario del Ayuntamiento de Pamplona y vicepresidente de la Comisión de Monumentos de Navarra, descubrió las peñas de Charencey y propuso que la lengua neolítica bien merecía una academia. Pero sucedió que la muchachada preferió hacer una carlistada, la segunda o tercera, no se sabe bien, hay tantas. No obstante, el canto rodó y rodó, y su más esclarecida estirpe epigonal ha sido la constituída por los poetas picapedreros, los Unamuno, Oteiza, Celaya y Aresti, que tan vasca piedra han metaforado. Pueblo, raza, lengua, sangre, toda la tripacallería vasca fue pétrea durante el siglo XX, y la nutrición monofágica fosilizó tópicos y cerebros, era de temer que desempeñarse como el interesante de la piedra durante muchas galeuscas tuviera efectos secundarios.
 
  Podíamos, para variar, echar un vistazo a las peñas de Charencey. Y no es por aguar la piedra con latines, pero aizkora (hacha) viene de asciola (hachuela), y aitzurra (azada) de hastula (lanzuela), mientras aizto (cuchillo) es diminutivo de lo mismo: has(tula)to. También el nombre vasco de la hoz viene del latín: de falcitari (cortar con hoz) > aigitai > egitai > igitai. Y, para más despeñe, también los nombres vascos de los metales son latinos: burdin (hierro), con la sonorización de las sordas típica del vasco, deriva de pyritis que significa marcasita, mena de hierro. Ya ves, todo ha sido una lástima.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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