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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hacer judiadas

Ya que se muestra tan celosa por mantener los viejos valores, la comisión del pleno de la RAE podría anteponer, a la definición de “judiada”, la etiqueta de “antisemitismo” para que, así como hay barbarismos, solecismos y otros gargarismos, quedara constancia científica de que lo suyo no es racismo vergonzante. 
 
En realidad, se ve que añoran la definición anterior de “judiada” (1. Acción inhumana. 2. Lucro excesivo y escandaloso), que estuvo vigente durante siglos en los diccionarios de la RAE, sigue pareciendo mucho más ajustada a sus entendederas, y ha sido malamente camuflada hace poco como “acción mala” y “mala pasada”. A fin de que “judiada” no fuera el único antisemitismo, y se sintiera solo en un diccionario tan relimpio, fijo y esplendente, los académicos (por supuesto, como meros notarios de la lengua etc.) podrían incluir el despectivo “judaca”, que es un judío sudaca, y así acallar tanto escrúpulo vocinglero.
 
“Judiada” viene del episodio del Cristo de la Paciencia, cuento populachero propalado por niños y datado en 1629, donde se narran las aventuras de un crucifijo sometido a diversas villanías que decía mansamente a sus sayones judíos y, lo que es peor, portugueses: “¿Por qué me hacéis estas judiadas?” La casa de la calle de las Infantas (plaza de Bilbao, después de la amortización), donde se cometió famosamente la acepción académica, fue quemada y arrasada por la plebe, que no se lo pasaba tan bien desde los pogromos medievales, el 4 de julio de 1632, como alegre culminación de un espectacular auto de fe, donde se quemó a media docena de judaizantes y se aterrorizó a millares. El lance tuvo su eclosión literaria en la Execración contra los judíos, de Quevedo, a quien los comisionados defensores de la acepción han ninguneado lamentablemente en su contestación a los peticionarios. También podían haber aprovechado para memorar a Lope, que enjaretó para la ocasión una sentida égloga contra la nación hebrea. Tal furor hizo el género que aparecieron émulos como el fraile granadino Francisco Alejandro, que en 1640 compuso y pegó en puertas y paredes del Cabildo de Granada un libelo laudatorio de Moisés e infamatorio del catolicismo y el culto a la Virgen, para ver si los granadinos se animaban como los madrileños a castigar fogosamente la judiada.
 
Muy hábil sería la argumentación de que el diccionario de la RAE no puede ser políticamente correcto, oh paciencia, si no fuera porque, a cada paso, hemos de padecer, por escrito y de cuerpo presente, en la radio y en la tele, que no haya debate ni explicación sobre materia alguna que no arranque con la proclama de la definición de la RAE, como forma de acotación y mandamiento. De modo que la función correctora y legitimadora de la institución no puede ser ignorada ni por el académico más senil.
 
El antisemitismo intelectual tiene un arraigo fortísimo, no ya en España, sino en la misma médula de la Ilustración, y aflora a la mínima. Para que no todo sea Baroja y Quevedo, memoremos ahora al izquierdista H. G. Wells, autor de bestsellers y padre de la ciencia ficción moderna. Contemporánea de la legislación racista de Nuremberg (vigente de 1935 a 1945) es su explicación de que los judíos son los culpables del antisemitismo por su odiosa acaparación de bienes y su incapacidad para ser ciudadanos ilustrados. Cuando Wells llegó a tener noticia de los horrores del gueto varsoviano, comentó: “Esa raza tiene algo que la hace malquista en todas partes”.
 
Voltaire, campeón de tolerancia, sostenía que todos los judíos nacen con un  fanatismo rabioso en el corazón y les apostrofaba: “Merecéis ser castigados, porque es vuestro destino”. La entrada más larga de la ilustradísima Enciclopedia es su artículo sobre los judíos, que recopila los más estúpidos y rastreros tópicos antisemitas, luego refritos en los “Protocolos de Sión”. Notemos que las expresiones volterianas sobre los judíos y los negros se consideran faltas de caballerosidad, no de razón. Y a nadie choca que, en su repaso de las naciones, el buen Kant mostrara un pío deseo de eutanasia para los judíos. Así como está perfectamente incardinado en la tradición ilustrada europea que Hitler definiera el odio a los judíos como “antisemitismo de la razón”. Recordemos que el admirable Stalin tenía planeado un gran pogromo en Birobidján, previa deportación masiva. 
 
Mientras los intelectuales y académicos no se aclaren con su antisemitismo incorporado de serie, difícilmente se les podrá tomar en serio.


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23 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El códice Arquímedes

Ahora que ha reaparecido el calixtiño, el museo Walters Art de Baltimore y  el Roemer und Pelizaeus de Hildesheim, siempre pendientes de los acontecimientos culturales españoles para pillar algún eco promocional, aprovechan  la coyuntura para airear los secretos del códice de Arquímedes. Este genio, el más significado matemático de la antigüedad, físico, ingeniero e inventor, vivió en el siglo III a. C. en Sicilia; y murió en el año 212, durante la invasión romana de Siracusa, en la II Guerra Púnica. El año de su nacimiento es aproximado: varios siglos después de su muerte, un autor anotó que había muerto a los 75 años. Se le suponen relaciones y contactos con otros colegas, pero solo se conoce con certeza su texto dirigido a Eratóstenes, director de la biblioteca de Alejandría.
 
En el siglo X, un escriba de Constantinopla compuso un códice con las copias de siete tratados de Arquímedes. Eso quiere decir que transcribió el original griego en una serie de hojas de pergamino de cabrito que luego reunió en un volumen. Cuatro siglos más tarde, los cruzados que iban a saquear Jerusalén hicieron una parada para variar, y saquearon Constantinopla por el mismo precio. Tres códices arquimédicos sobrevivieron a la quema y expolio. Uno duró hasta 1311, última vez en ser visto en la biblioteca papal de Viterbo; otro llegó hasta 1564, y se supone que Da Vinci y Galileo pudieron estudiar copias de ese ejemplar. Se salvó también un tercero, desconocido por Newton, Leibniz y el resto de estudiosos arquimédicos. Ese último códice contiene textos que no estaban en los anteriores, como el ‘Método’ dirigido a Eratóstenes, y el ‘Ostomachion’, además de la inédita versión original griega de ‘Sobre los cuerpos flotantes’. Después de andar rodando tres siglos de mano en mano, el códice de Arquímedes fue a parar a Jerusalén, donde el monje ortodoxo Johannes Myronas raspó en 1229 el texto arquimédico, cortó las hojas de pergamino por la mitad, hizo lo mismo con otros códices que tenía a mano, y recicló el material, escribiendo, encima del antiguo texto borrado, un libro de oraciones. De ese modo, el manuscrito se convirtió en palimpsesto. 
 
El procedimiento era usual con códices viejos que tuvieran buen pergamino y fueran un latazo a ojos del compilador malgré lui, porque está claro que el monje Myronas no daba mayor valor a las mediciones del círculo y pesquisas arquimédicas sobre física y matemáticas, que al pergamino que las sostenía. Y de tan paradójica manera se convirtió este monje en el segundo más eficaz preservador y transmisor de Arquímedes que nunca existió, porque el primero fue el anónimo copista y editor constantinopolitano.
 
El libro de oraciones prestó sus servicios durante al menos cuatrocientos años en el monasterio griego ortodoxo de Mar Saba, en el desierto de Judea, a una docena de kilómetros al este de Belén. En todo ese tiempo de ignorancia arquimédica apenas adquirió unas gotas de cera y algunas anotaciones de rezos.
 
Pero llegó el siglo XIX, que ya era sabio, y el libro empezó a correr peligro. Primero lo descubrió en Mar Saba el filólogo y especialista bíblico alemán Tischendorf, quien le arrancó científicamente un folio, el mismo que se venera hoy en la biblioteca de la universidad de Cambridge. Luego, ya en 1906, el sabio danés Heiberg descubrió que el palimpsesto o ‘codex rescriptus’ había vuelto a una dependencia conventual de Constantinopla, que ya se llamaba Estambul por las cosas del querer. Y sobre todo descubrió, en base a siete textos identificados, que bajo el texto sobrevenido se leían tratados de Arquímedes. Fotografió las hojas una a una y, a su regreso a Copenhague, se puso a trabajar en una traducción.
 
Luego el libro fue robado del convento y pasó por varias manos, de modo que le salió un hermoso sarpullido de ilustraciones medievales que algún hábil falsificador le insertó en 1931, destruyendo el texto que había debajo. En 1932 pertenecía al anticuario Guerson poseedor de un respetable negocio en el Boulevard Haussmann parisino. Durante un tiempo, lo intentó vender a la Bibliothèque Nationale, a la de Chicago, la de Los Angeles y otras, pedía seis mil dólares e hizo saber que Arquímedes esta implicado, pero no hubo interés. Por fin, lo vendió barato, para financiar su huida de los nazis, a Sirieix, héroe intachable de la Resistencia, quien creía que las miniaturas acaso fueran buenas. La hija del héroe resistente, Anne Guersan, heredó el libro que reapareció en el mercado en 1970, luego de ser desmontado y recompuesto con pegamento de contacto.
 
En el siglo XX, cuando ya se conocía su contenido arquimédico, el palimpsesto andaba mucho más cerca de perderse, que en todos los siglos anteriores de oscura ignorancia. Fue sometido a despieces, pegamentos, ácidos, arrancamientos y miniaturas de pega, hasta que el 29 de octubre de 1998, reapareció el pobre artefacto en una subasta de Christie’s en Nueva York, hecho polvo, ilegible por la cara y el revés, comido de moho, sobado, recosido, repintado y vendado.
 
Justo el día anterior, el patriarca griego ortodoxo de Jerusalén denunció el robo de la pieza. Christie’s defendió su derecho a subastarla, por ochocientos mil dólares, para empezar, y con tan sonados antecedentes, Venizelos, ministro griego de cultura, declaró que era una obligación histórica, moral y científica de Grecia adquirirla, para lo cual el cónsul general en Nueva York, señor Manessis, se apalancó en primera fila dispuesto a pujar hasta el final. Casi lo consiguió por dos millones, pero el del mazo prefirió los dos millones doscientos mil de un comprador que no dio la cara, pero cuyo representante, el librero londinense Finch, dijo que era americano, si bien no  Bill Gates.
 
El comprador del códice lo depositó en el museo de Baltimore para que fuera cuidado, saneado y estudiado. Un trabajo interdisciplinar de catorce años ha conseguido detener el deterioro y, sobre todo, descifrar el texto arquimédico que no había sido visto en los últimos mil años. Cambridge University Press ha editado el resultado del trabajo en dos lucidos tomos al módico precio de doscientos cincuenta dólares.
 
Así es como el reputado descubridor del número pi y la teoría de los centros de gravedad, el inventor de la polea, la catapulta y el tornillo elevador de agua, el fundador de las bases del cálculo infinitesimal, el sabio venerado por Cicerón, quien consiguió encontrar su tumba, y leer su epitafio, Arquímedes, en fin, ha llegado a nuestros días: más por menudo, el códice será la estrella hasta el 4 de septiembre en Hildesheim, y luego lucirá otra vez en Baltimore.


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12 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cumpleaños de alto riesgo

“El tiempo no existe por sí, sino que de las propias cosas se sigue la sensación de lo pasado antes, lo que ahora es inminente y lo que seguirá luego”, aseguraba Lucrecio (I, 459-461) y no son horas de puntualizarle. Tampoco existen los números, pero entre estos y aquel nos tienen fritos.
 
Al número se le dio categoría de realidad primera a causa del equívoco de contar y medir. “Arithmos” (número) aparece por vez primera en la Odisea, y Proclo, al tratar de Euclides en su historia de las matemáticas (In Eucl. 1, 65, 3), fue tan amable de explicarnos que “Así como el exacto conocimiento de las números tuvo su inicio entre los fenicios a causa del comercio y los intercambios de negocios, la geometría fue inventada entre los egipcios por las mencionadas razones. Pero fue Tales, el primero en regresar de Egipto, quien trajo a Grecia esa ciencia.”
 
Estaba yo entretenido investigando esas inexistencias, cuando he caído en un trabajo publicado en los “Annals of Epidemiology” por el profesor Ajdacic-Gross y su equipo. Resulta, chocante novedad, que el humano es un ser delicado y cualquier inexistencia puede acabar con la suya. La gente es fantasiosa y se muere bastante más en su cumpleaños que cualquier otro día. La probabilidad de hacerlo en tan fausta fecha es un 14% más elevada y, en casos de mujeres de más de sesenta años, mayor todavía. Todas las formas de muerte aumentan su probabilidad el día del cumpleaños que, como sabemos desde lo dicho ahí arriba, ni siquiera existe. La cosa tiene su caramba.
 
Los infartos son un 18,6 % más probables y, en el caso de las mujeres, el riesgo de sufrir accidentes cerebrovasculares el día de su cumpleaños es un 21,5 % superior. Incluso puede ir uno negociando mal que bien su cáncer y morirse justo el día de marras, porque su probabilidad en esa feliz jornada es un 10 % más elevada. Ahí la influencia del aniversario parece favorable y las personas gravemente enfermas aplazan el evento mortuorio y aguantan hasta que su cumpleaños ha pasado, y cuando alcanzan el hito se relajan tanto que fallecen con un año más en la cuenta. Los hombres propiamente dichos tienen una probabilidad de muerte violenta mucho más elevada el día en que cumplen años: el suicidio es un 35 % más probable —la hipótesis explicadora tiene su gracia: “tal vez los hombres son más propensos a hacer una declaración sobre su infelicidad cuando piensan que la gente los va a tener más cuenta, al ser su cumpleaños, y tal vez las mujeres sienten que suicidarse es injusto con quienes celebran el aniversario en su compañía”—, el accidente mortal es un 29 % más frecuente, y en concreto las caídas con resultado terminante suben un 40%.
 
No existirán, pero esas ficticias acumulaciones y nostalgias comprimidas en los cumpleaños matan efectivamente de emoción, y la convención de que ha pasado uno año basta para desquiciar un poco más la humana condición. Y precisamente son los grandes números, otros grandes inexistentes, los que han revelado la propensión que se perfila ya desde cuatro días antes de la feliz fecha. El estudio ha computado dos millones y medio de muertes durante cuarenta años y se ha descubierto el pastel.
 
Otro estudio del mismo profesor Ajdacic-Gross publicado en «Psychiatry Research» refuerza la letal peligrosidad de esa inexistencia que llamamos año. Resulta que la gente se va suicidando a su marcheta habitual a lo largo de los meses y llega diciembre. ¿Qué hacen? Pues lo dejan para otro rato. En diciembre descienden los suicidios. Será, aventuro yo, por aquello de ver si año nuevo, vida nueva, o la esperanza cortesana en los gratificants encuentros familiares. Porque, con las entrañables fiestas y los jolgorios de fin de año, los números regresan a todo meter a sus niveles habituales y el personal vuelve a suicidarse con normalidad.
 
Contra la opinión más extendida, los suicidios invernales son menos frecuentes que los veraniegos. Pero la disminución en diciembre y el aumento con el cambio de año son notables. El estudio abarca un período de treinta y cinco años (1969-2003) y en un lapso de esa dimensión es cuando surgen los perfiles que, de otro modo, se pasarían por alto. Los hombres empiezan a suicidarse menos ya a finales de noviembre, mientras las mujeres esperan hasta primeros de diciembre para dejarlo. La disminución sigue todo el mes hasta alcanzar el 30-40% y, con el nuevo año, recupera de golpe su nivel original. La media de suicidios en todo el mes de diciembre es de un 12% inferior y los hombres, que habían empezado antes a no suicidarse, compensan de golpe, con la llegada del año nuevo, una quinta parte más que las mujeres, que no se diga.





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30 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La Línea Pirineos

La fortificación de los Pirineos con una línea defensiva emuladora de las célebres Maginot, Sigfrido o Hindeburg, fue un proyecto que la jerarquía franquista tuvo presente desde el mismo final de la Guerra Civil. La derrota alemana en Stalingrado hizo temer que el colapso del frente nazi acabara a no muy largo plazo con una invasión aliada de España, y provocó la inmediata puesta en marcha del plan de construcción de diez mil elementos de fortificación, búnkers, nidos y centros de resistencia, a lo largo de los Pirineos y, en especial, en los lugares considerados más practicables para la temida invasión, que eran los pasos fronterizos de Guipúzcoa, Navarra y Gerona. Se preveía que las construcciones serían erigidas y dotadas por setenta mil soldados.
 
Pese a sus dimensiones e ingentes necesidades en material y dotaciones,la Línea Pirineos debía ser una gran infraestructura defensiva construida en secreto. Entre 1943 y 1947, el presupuesto de Defensa subió más del 150%. Muchos pueblos albergaban a destacamentos enteros, que doblaban y triplicaban el número de habitantes de la población original. Los soldados eran de reemplazo; los llamados desafectos no se consideraban adecuados para la construcción del gran secreto defensivo y estaban englobados en batallones de castigo que trabajaban principalmente en la construcción de carreteras.
 
La impermeabilización de la reserva espiritual no fue tan hermética como se proyectó. Al final se construyeron unos seis mil elementos de fortificación, algo más de la mitad prevista, y se movilizaron unos doce mil soldados.
 
El grado de operatividad de la Línea Pirineos para rechazar la temida invasión a gran escala oscilaría entre nulo y ninguno. El criterio empleado en el establecimiento y orientación de las fortificaciones era tan secreto que resulta imposible de determinar, se diría que cada destacamento tenía el suyo. Muchas líneas de tiro aparecen cegadas, quizá por aquello del camuflaje, y otras demuestran un concepto militar escarmentado en la guerra de Marruecos o la retirada de Teruel, pero totalmente ignorante de operaciones como desembarcos y lanzamientos masivos de paracaidistas.
 
El domingo 25 de mayo de 1947, un sargento del destacamento estacionado en Oyeregui se dirigió con algunos acompañantes a una casa aislada en el término de Otaltzu, en Narbarte. En la casa se encontraban ese día el matrimonio formado por José Antonio, llamado “Renteri” por su procedencia de Rentería, su esposa Magdalena, y su hijo más joven, Hipólito, de quince años de edad. El matrimonio jugaba a las cartas en la cocina, y el hijo estaba en la cama. El sargento cortejaba a una hermana de Magdalena que solía visitar a la familia. “Renteri” se oponía a la relación, no le gustaba el sargento, y había prohibido a su cuñada que trajera aquel hombre a casa. 
 
La puerta de la casa era de un solo batiente que los llegados no pudieron derribar. El sargento disparó entonces por la ventana de la cocina, esa que ahora abrazan las zarzas, y mató a José Antonio y Magdalena. El joven Hipólito también fue tiroteado y murió después, pero llegó a sobrevivir lo suficiente para contar lo sucedido. 
 
Otaltzu está a dos kilómetros de Narbarte por un camino escarpado, lo que suponía unos veinte minutos a caballo. La situación en un collado pegante al señorío de Bertiz hace que el paraje no sea visible desde ningún lugar habitado y que ni siquiera los gritos o los disparos se oyeran desde el pueblo. El sargento llevó el cinismo al extremo de dar luego parte de un ataque de los maquis que habrían asesinado a la familia. Al cabo, los maquis y el contubernio internacional eran los malvados acechantes de los españoles de bien que la Línea Pirineos pretendía proteger. 
 
Un edil del concejo de Narbarte dijo vivamente al capitán del destacamento que el sargento merecía ser atado a cuatro mulos de los que transportaban material y descuartizado. El capitán prometió a los concejantes de Narbarte un fusilamiento secreto, pero a cambio nadie debía hablar de lo sucedido, los asesinatos debían quedar igualmente secretos “a las buenas, o bajo pena de muerte”. Naturalmente, era un forma de salir del paso, todo quedó en unos traslados, el sempiterno fuese y no hubo nada, y se echó tierra al asunto. Por supuesto, ningún periódico publicó una línea al respecto. La Línea Pirineos no existía a ningún efecto público.
 
Era, además, el momento en que, después del cierre de la frontera francesa en 1946, Polonia, Unión Soviética, Francia y México, pidieron en la ONU la condena a España como país agresivo por la construcción de fortificaciones en el Pirineo. La petición fue rechazada gracias al apoyo de Gran Bretaña. Por su parte, el representante de Estados Unidos comunicó el resultado de una investigación que concluía el caracter defensivo de las fortificaciones. 
 
Con todo, el crimen de Otaltzu, con la decisión de las autoridades de impedir que fuera conocido, supuso un punto de inflexión. La construcción de la Línea Pirineos se ralentizó. En 1948, hubo una reorganización de los reemplazos, materiales y fondos, de modo que el ritmo de construcción descendió, hasta que, tras la visita de Eisenhower en 1953, Franco se convenció de que España no sería invadida y la Línea Pirineos fue abandonada.
 
El mes pasado se cumplió el 65º aniversario del crimen de Otaltzu. La casa abandonada está a punto de ser sumergida por el manso oleaje del bosque. Es cierto que las cosas duran más que las personas, pero tampoco mucho más.


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21 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sol es más grande que el Peloponeso

El mito literario del perdedor ha encontrado patrocinadores entre los teóricos de la historia y autores como Heródoto, Tucídides o Polibio han sido galardonados con el título de innovadores a causa de su situación personal de perdedores que, se pretende, les confería una perspectiva metodológica distinta. Pero la característica de esos historiadores antiguos no era haber perdido nada, sino el tener acceso a élites diferentes de aquella donde nacieron. Heródoto, por ejemplo, fue exiliado, pero como miembro de la élite de Halicarnaso tuvo puertas abiertas en Samos, Atenas y entre los griegos occidentales. Polibio pertenecía a la élite griega y él mismo fue rehén en Roma, pero como invitado especial de los Escipiones, de modo que poseyó una visión verdaderamente estereoscópica de la sociedad romana. De modo que la independencia material y el acceso a las élites intelectuales y políticas de la época fueron las condiciones cruciales de su labor como historiadores.
 
Anaxágoras poseyó la preciosa y siempre rara inteligencia de ver vínculos mejor que los especialistas. Estamos acostumbrados a descomponer el saber en ciencias y éstas, a su vez, en asignaturas que, con sus límites y fuentes, lastran funestamente toda especialización. Pero la idea de que el saber es de índole total era básica en las inteligencias enciclopédicas que dieron lugar a la modernidad. Según Vitruvio (VII, 1, 11) Anaxágoras fue, con Demócrito, el inventor de la perspectiva. La ordenación racional de la visión humana utilizando líneas rectas que convergen en el centro de un círculo y que, al cortarse en distintas partes, dan lugar a imágenes en perspectiva es un asunto filosófico y antropológico de primera magnitud. Pero Anaxágoras y Demócrito comprendieron algo superior: la ordenación visual del mundo exterior tiene la misma base que la construcción de las concepciones vitales individuales y colectivas. Anaxágoras era apodado “Intelecto” por su famosa aseveración: “todas las cosas estaban confundidas, pero vino el intelecto y las ordenó cósmicamente”. 
 
Los historiadores que por primera vez mostraron ser conscientes de la existencia de la perspectiva aplicaban la misma sabiduría anaxagórica: Polibio asegura en su memorable preámbulo (I, 3, 3-4): “Antes, los acontecimientos del mundo no tenian casi conexión alguna entre sí. En cada uno de ellos se nota gran diferencia, precedida de sus causas y fines y de los sitios donde sucedieron. Pero de ahora en adelante parece que la Historia se ha reunido en un solo cuerpo”.
 
No se ve por ninguna parte la calidad de “perdedores” de Heródoto, Tucídides o Polibio; al contrario, son los pioneros de una ganancia imponderable, comprendieron y aplicaron la perspectiva, y llevaron al pie de la letra la escandalosa tesis de Anaxágoras: el sol es más grande que el Peloponeso.


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12 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El verdugo yemenita

Con motivo de los fastos por el cincuenta aniversario de la ejecución de Eichmann, la televisión israelí Canal 2 se ha descolgado con un documental que da a conocer y entrevista al verdugo que fue, a su vez, el primero y único que hubo en Israel desde su fundación en el siglo XX.
 
La ejecución de Eichmann representaba un problema. Primero era preciso ajusticiarlo conforme a la preceptiva señalada en el 47 de los 613 Mitsvot: “El tribunal debe ajusticiar con pena capital de sofocamiento al asesino del inocente.” Esta parte técnica se solucionaba mediante la horca. La cuestión de la designación del verdugo, en cambio, era muy delicada y de suma importancia. El verdugo no podía ser alguien que hubiera tenido familiares en un campo de concentración, ni un superviviente, porque no debía haber ningún vestigio, aunque fuera remoto, de venganza personal. Tampoco debía ser una persona airada. La ira solo es legítima en Dios. En un hombre, la ira es incompatible con el sacrificio y con cualquier función pública.
 
Tras la sentencia de muerte pronunciada el 15 de diciembre de 1961, las autoridades pidieron voluntarios para la ejecución. Los vigilantes de Eichmann formaban una brigada especial de veintidós judíos procedentes de países orientales. A los occidentales no se les permitía acercarse al reo. Se buscaba, como queda dicho, que los guardianes no tuvieran interés personal ni familiar en vengarse a costa de Eichmann. De los veintidós guardias, solo uno dejó de presentarse voluntario para la ejecución. Schlamon Nagar era yemenita, había emigrado a Israel solo, sin familia, a los quince años de edad. En 1962, a los veinticuatro, todavía no sabía leer ni escribir correctamente en hebreo y pensó: “Que lo haga quien haya estado en un campo de concentración o quien haya perdido allá parientes.” Aunque él entonces no lo sabía y puede que, según habla en la entrevista, todavía hoy no haya caído en cuenta, con esa conducta se estaba postulando para verdugo. Según se le aseguró, fue elegido por sorteo, justo él, el único de los veintidós que no se presentó voluntario.
En los meses previos a la ejecución, Nagar tenía que vigilar continuamente a Eichmann, incluso acompañarle al baño y probar su comida antes de dársela bajo una tapa acerrojada. En una ocasión permitió a un colega procedente de Hungría acceder a la celda. El hombre mostró a Eichmann el número tatuado en su antebrazo y le dijo en alemán: “Quien ríe el último, ríe mejor”. Eichmann elevó una queja y Nagar fue amonestado.
 
Más de cinco meses después de pronunciada la sentencia, llegó el día de la ejecución. El 31 de mayo de 1962, hacia las nueve de la noche, Eichmann se confesó con un cura alemán. Como última cena, solo pidió un vaso de vino. Rechazó la venda en los ojos, diciendo que no era necesaria.
 
El patíbulo se construyó conforme a las instrucciones de libros ingleses donde se explicaba la técnica de hacer caer al reo de modo que el gran nudo colocado tras la oreja derecha hiciera desplazar bruscamente la cabeza y se rompiera el cuello. En sentido estricto, ya no se trata de sofocamiento sino de partirle la tráquea, la médula y el resto de instalaciones que pasan por el lugar, pero no era el momento de ponerse puntilloso. Ni Nagar, ni nadie de los  guardias habían visto un ahorcamiento a la inglesa y no sabían como funcionaría todo aquello.
Los testigos, incluyendo los jueces, asistían a la ejecución a través de ventanas y, cuando el director de la cárcel salio de la habitación, Nagar se quedó solo con Eichmann, que tenía la soga al cuello y estaba en pie sobre la trampilla. Como siempre, y conforme a las instrucciones recibidas, Nagar lo miró por última vez, fijo y firme, a los ojos. Luego se dirigió a la mesa donde estaba el interruptor. “Temblé un poco al apretar el botón”. Oyó el golpe de la trampilla y el último suspiro. “Todo sucedió como esperábamos. Pero yo sabía que el ángel de la muerte estaba a mi lado en la habitación”.
 
Mientras el director soltaba la soga del piso superior, Nagar sostenía el cadáver con el hombro. En eso, se desprendió de repente y le vino encima con un gran estertor que sonó como un ladrido gutural. El aire comprimido en los pulmones salio de repente arrastrando cuajarones de sangre y bofe que le fueron directo a la cara. Nagar tuvo el mayor susto de su vida. Aún ahora, cuando lo cuenta cincuenta años después, se nota el shock que hubo de sufrir. De hecho, las pesadillas duraron años y Eichmann ladrador y sangrimoquiento se le aparecía una y otra vez.
 
Tampoco la incineración fue cosa fácil. El horno ante los muros de la cárcel estaba al rojo y no había quien se acercara. Las ruedas del catafalco no corrían sobre los raíles preparados al afecto y el cadáver se les cayó varias veces antes de conseguir meterlo en el horno. Luego se arrojaron las cenizas fuera de las aguas jurisdiccionales de Israel, pero eso ya no lo tuvo que hacer Nagar.
 
De madrugada volvió a casa, con toda la pechera y los hombros perdidos de sangre y bofe. Su mujer quedó espantada. Nagar no estaba para explicaciones y solo quería meterse en la cama. Tenía tres días de permiso.
 
Durante muchos años durmió mal, se le aparecía Eichman con su gran ladrido gutural. Nagar se volvió religioso y estudio las sagradas escrituras, para ver si aquello remitía. Diecisiete años más tarde, a los cuarenta y dos, obtuvo la jubilación anticipada. Se hizo rabino y trabajó como matarife de gallinas. También la ejecución gallinácea tiene sus reglas purificadoras y Nagar las ejecutaba a rajatabla para tranquilidad de conciencia de sus vecinos. Antes de cada sacrificio repasaba el filo de la cuchilla para que los animales sufrieran el mínimo dolor. Cuando algún ocurrente comparaba su oficio con el de verdugo, Nagar se enfadaba: “Por inhumano que fuera Eichmann, no dejaba de estar hecho a imagen y semejanza de Dios.”
 
Cuando en 1988, John Demjanjuk fue condenado a la horca por haber matado a 28.000 personas en el campo de concentración de Sobibor en Polonia —pollo que le han montado a Obama por decir 'polaco' en un trance así, por cierto, cuántas veces se dice 'campo de concentración francés' y no pasa nada— las autoridades carcelarias  recurrieron de nuevo a Nagar. “Otra vez, no. Ya la primera vez no lo hice voluntario. Nadie podría obligarme a una segunda.” De hecho, fue una revocación del veredicto por la Corte Suprema de Israel —que apreció la apelación de la defensa en el sentido de que el acusado debía llamarse Marchenko y no Demjanjuk— la que salvó a Nagar del regreso a su pesadilla.
 
En la foto se ve a Nagar en la actualidad, a sus setenta y cuatro años, y a Eichmann, a los cincuenta y seis, cuando aguardaba su ejecución.


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2 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Grande es tu fe, inquisidor

La melancolía aún tiene fama excelente, reputación larga como para siestear a su sombra y crédito para regalar. No hay bomberos, médicos de urgencia, ni rescates financieros de la UE que se puedan comparar con su disponibilidad infalible. Ningún contratiempo la retrasa. No existe abandono, ninguneo, ni sociopatía galopante que la pueda detener. Más puntual que supermán viene la melancolía, y declama versos, o despacha dietarios, siempre buenos, cosa admirable. Pero, por increíble que parezca, antes de las nieves de antaño, hubo un tiempo en que la melancolía estuvo tan desacreditada como el colesterol, que acaso disponga de sabios en el futuro que lo rehabiliten y le atribuyan creatividad y otras bondades ocultas.
 
Lo mejor fue que, en su momento de máximo prestigio, en la época entre el último Renacimiento y la primera Edad Moderna, a la melancolía se le atribuyó el alarmante poder de fabricar literatos a partir de iletrados. Para la explicación del fenómeno, se libraba mamotrética batalla entre la secta platónica y la aristotélica.
 
En el siglo XV, el médico Guaineri se ocupó largo y latinado de las causas por las que illiterati quidam melancolici litterati facti sunt, que es el prodigio que decíamos antes. Dada cinco causas probables —el humor melancólico, los demonios, las reminiscencias, las estrellas y el abandono— y luego las combinaba hasta la rendición por mareo. 
 
La gran controversia giraba en torno a si el alma no sabía nada, pero se ponía estupenda y metrificadora una vez puesta a mojo en el humor melancólico, como le parecía a Aristóteles, o bien lo sabía todo, pero se le olvidaba al liarse con el cuerpo, de manera que, cuando la melancolía le embebía las entendederas y se quedaba traspuesta, el alma se dedicaba a la feliz recordación de las cosas finas y perdía la prosa, según sostenía Platón. Guaineri, por su parte, proponía tanto lo aristotélico como lo platónico, a ratos. En cambio, Huarte, otro médico que floreció en el siglo XVI, observó que los versificadores ya traían la depravación poética de serie, por lo que los humores melancólicos solo serían agravantes de la manía. De paso, se notaba que este médico ya no creía que la melancolía convirtiera a iletrados en poetas.
 
Así estaba el debate, cuando vino Jourdain Guibelet, un médico francés con ardiente furor antijudío y partidario de la hoguera y tente tieso. Escribió un tratado contra Huarte, sin citar jamás su nombre a lo largo de ochocientas páginas, lo que, si no es récord, por ahí andará —y eso que no sospechaba que Huarte fuera judío—. Este contemporáneo y fogoso admirador del inquisidor Pierre du Lancre sostenía que, en principio, todo melancólico, si levantaba sospechas de pasárselo bien, debía ser tratado con urgente torrefacción. También era partidario de quemar al rimador lunático que citaba Guainieri porque “estaba dirigido por el demonio”. Ahora, lo mejor que dejó escrito este inflexible fogonero es su descripción del goce melancólico. Puede que nadie haya pintado a los poetas traspuestos con mayor atractivo. Se diría que los quiere socarrar porque no soporta no ser como ellos, lo sabedores de todas las cosas:
 
“Saber si un melancólico puede convertirse en sabio parece ser difícil de determinar. Pues si la opinión del divino Platón es verdadera, que el alma fue creada totalmente sabia, y que Dios grabó en ella las especies de todas las cosas, pero puestas en olvido cuando la conjunción de ella con el cuerpo, que es como una nube oscura que ofusca su esplendor, no hay que dudar que, al estar de algún modo retirada del gobierno del cuerpo, y habiendo tomado alguna libertad y vicisitud de reposo para dedicarse a lo que le es propio, como en el éxtasis del melancólico y en los furores poéticos, vuelve a sus posesiones, y revisita sus tesoros, y se sacia en el festín de sus buenos pensamientos, bonarum cogitationes epulis. Una vez retirado ese velo, ella despliega todas las especies que Dios ha puesto en su seno, de modo que, según esa primera gracia, puede tener por sí el conocimiento de las cosas. Por eso han atestado varios haber visto algunos melancólicos volverse sabios, elocuentes y poetas, naturalmente, sin trabajo y sin estudio.”
 
Posesiones, tesoros y buenos pensamientos, mientras las almas corrientes no pasan de la acidia y el aburrimiento. Hay que ver cuánta fe en los prodigios melancólicos. Recuerda a Laphitz, aquel biógrafo culinario de Ignacio de Loyola: “Los domingos, aparte de pan, come alguna verdura, pero echándole ceniza, por miedo a caer en la gula”. Con lo que cuesta caer en la gula cuando uno es un tripero corriente, qué viajes, qué preparativos y qué facturas. Ya no digamos lo que costará caer en un festín de buenos pensamientos.


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24 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Consolación no muy hábil a un padre novato

Ayer, en nuestra cita anual de antiguos cantautores, el amigo Ulpiano nos hizo el desolador relato de su paternidad. Por lo visto, tuvo un hijo en sus alegres años y el vástago se le ha aparecido como la Virgen de Fátima para apalancarse fieramente en su cueva, después de pasar veinte años, veinte, de la acreditada ganadería, en casa de la contraria. Como es natural, la prenda no estudia ni trabaja, y se encuentra en estado de indignación. Ulpiano, por su parte, lo quiere licenciar; pero, en esas, se ha tragado una porción de tópicos wikipédicos sobre las dos culturas, y está muy afligido. ¿Dos culturas? sin duda se trata de una tontería ministerial, no hagas caso,  mejor ponle un bar de copas, tú siempre tuviste mano para el zurracapote, le decía Regino, siempre partidario de la sensatez. Todos aplaudimos y pasamos a otra cosa. Pero hoy he amanecido con el recuerdo del asolado Ulpiano y voy a intentar en su honor una consolación de aquellas que hacían los de antes.
 
  No creas, Ulpiano, que porque un señor ocurrente dijera hace medio siglo que los poetas no se saben la segunda termodinámica, el mundo va peor que nunca. Conocí a un especialista en Montaigne, catedrático bordelés y ciudadano suizo, que no sabía leer francés antiguo y vivía tan pancho. Hay arquitectos que no saben cálculo y a quienes se les caerán las escaleras, pero no los anillos. También tuve el gusto de departir con un biólogo que no distinguía un chopo de un aliso, y despachaba planes carísimos de gestión forestal para frondosos valles y parques naturales. No creas, créeme, que los poetas son más ignorantes que los demás, ignorar qué es un hexámetro o un serventesio no les impide cantar a la mañana que ve mi juventud y al sol que día a día nos trae nueva inquietud. Ni los de ciencias han leído a Gödel, ni los de letras a Cervantes, y ahí los tienes hechos unas eminencias. Es como lo de aquella señora que le decía a un testigo de Jehová ¿cómo voy a creer en su religión, sino creo en la mía, que es la verdadera? Pues eso, ¿cómo va a haber dos culturas, si no hay ninguna?
 
Así que no te marees, porque es falso que la segunda termodinámica esté más ninguneada que la tercera antinomia kantiana, ni que la cuarta cláusula del dogma de la inmaculada concepción. Una vez acompañé a un especialista en termitas en su reconocimiento de un convento de monjas y al pasar frente al altar se arrodilló y persignó con gran aparato, lo que suscitó una notable desconfianza en la superiora, vaya especialista de pichiglás, eso ya lo hacemos nosotras. Tú piensa, por ejemplo, en Fernández-Galiano, que se hizo helenista sin querer, porque no se pudo matricular de otra cosa, y luego fue de lo mejorcito del mundo. Igual tu hijo sienta cátedra, otros más zoquetes se han visto.
 
Fíjate en los que verán el mundo luego que nosotros, mira a los niños pequeños, esos que verán el siglo XXII o lo que se lleve entonces, cada generación accede al escenario ignorante de todas las cosas, y aun así ya ves  que  siempre hubo gente para todo.


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13 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Descubrimientos en tu pupila azul

Los profesores Preuschoff, Hart y Einhäuser, de las universidades de Zurich y Magdeburgo, han peritado un estudio sobre la dilatación pupilar. Supongamos un cuadro como los que pintó Dalí con esas Venus de Milo que, según se miren, son un estoico torero encorbatado, o los de la serie Gala-Lincoln, o, más sencillo, uno de esos dibujos que parecen una cosa y otra, una bailarina y una bruja, o una mariposa y una sílfide, siempre según se miren, nunca las dos cosas a la vez. Una vez fijada la atención para ver si a uno le parece una cosa o la otra, la pupila se dilata en el instante en que se produce un cambio perceptual, o sea, cuando el cerebro decide que ve una cosa o la otra. La misma alteración pupilar sucede cuando el estímulo es auditivo, por ejemplo, si se trata de distinguir entre un tono simple y otro doble, la pupila se dilata cuando el cerebro decide que ha percibido uno u otro.
 
Por su parte, el profesor Sanchis Gimeno, de la Universidad de Valencia, ha medido trescientas setenta y nueve pupilas de personas con visión normal, o sea, los llamados ojos emétropes, que son los más comunes. Y ha concluido que las mujeres tienen un diámetro pupilar mayor que el de los hombres. A la luz del día, la pupila humana tiene un diámetro que oscila entre tres y cuatro milímetros y medio. En la oscuridad, puede dilatarse hasta alcanzar una anchura entre cinco y nueve milímetros. Según el estudio, la media del diámetro de las pupilas femeninas  queda siempre, tanto a la luz del día como en la oscuridad, en la parte más alta de la escala. 
 
¿De dónde viene esta vistosa desigualdad de género? Para añadir la preceptiva confusión, notemos que las pupilas no solo se dilatan en el significativo contexto de la decisión, sino que también lo hacen, con independencia de la luz incidente, cuando se está sometido a una particular presión anímica debida al miedo, la ansiedad, el estrés o algún otro achuchante de la vida. 
 
Son alteraciones observadas desde siempre, y la mujer de pupilas más dilatadas ha sido considerada atractiva, vidente o, como mínimo, misteriosa. Inveterados dilatadores pupilares como la atropina o el estramonio han sido productos de belleza, y la interpretación de las imágenes que sugerían las pupilas de las sospechosas de ser brujas se consideraban indicadores probatorios de sus poderes; los procesos por brujería generaron copiosa jurisprudencia al respecto. Es importante notar que la pupila versátil no solo es para ver, sino también para ser vista: dado el narcisismo de serie que incorpora el hombre y que nunca falla, habría que tener en cuenta su irresistible tendencia a tomarse a sí mismo por impresionante causa de la dilatación pupilar de la mujer que le mira, de modo que la creciente pupila femenina podría ser un ornamento eficaz también incorporado de serie, así como el fenómeno contrario adornaría al hombre que aparenta no temer o no inmutarse. Pero lo más seguro es que la muestra no sea suficiente para concluir nada de lo dicho.


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7 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Casta viuda

El cronista Serrano era devoto de Bécquer y de la venerable María de Agreda, pero al final, desengañado de todo, solo creía en el ferrocarril y los jefes de estación. Todo vino de que el 8 de febrero de 1874, domingo, cuando se decía la misa en la parroquia de San Pedro de Beratón, entraron en la iglesia media docena de forajidos con sus trabucos, mientras otros cuatro esperaban fuera. Capitaneaba a los bandidos el tío Chupina de Serón, con el Monsiú de lugarteniente, y el Rubio de Noviercas como guapo matón. El Chupina ordenó a los hombres echarse al suelo y, al cura, que continuara con la misa “que todos somos cristianos”. Luego fue llamando por sus nombres a los feligreses, que eran conducidos a sus casas y robados a conciencia. El Chupina era sarcástico y burlón, a una vieja que se resistía la hizo echar en el banco de matar el cerdo con una palangana bajo el cuello y le puso el cuchillo en el cuello. Despachada la misa y la colecta, los ladrones atrancaron la puerta de la iglesia y entraron en una casa para hacer festejo y reparto. El plan parecía bueno, pero entonces se descolgaron desde el campanario al cementerio cuatro jóvenes, el primero se rompió una pierna, pero los otros tres escaparon. Constancio Serrano tenía entonces veinte años y fue a pedir ayuda a La Cueva de Ágreda, a dos leguas, y paró en casa de la futura señora Serrano, que le pareció tan jovenzana que aún jugaba con muñecas, y de ahí cortejaron, y se casaron, pero la joven tenía un hijo de unas primeras nupcias que le levantó la mano a Serrano, quien vendió las churras y las tierras, y salio pitando del pueblo, no sin llevar consigo la edición de 1871 de las obras completas de Bécquer, aquella heroica impresión que hicieron Casado del Alisal y otros amigos del poeta, la mística ciudad de Dios de la venerable María de Ágreda y el diccionario de Gaspar y Roig, y al cabo de sus años de redactor y cronista en el Noticiero, le sobrevino una invencible querencia por el ferrocarril, tanto que lo hallaron en la sala de espera de la estación de Soria en 1935.
 
Pero antes de todo eso, escaparon de la iglesia los de Beratón, descolgaron los trabucos y empezó el tiroteo con los bandidos que echaban la siesta. Para cuando llegaron los refuerzos de otros pueblos, ya le habían pegado un tiro al tío Chupina, que sobrevivió al plomo y luego a la cárcel, y se reconvirtió en fabricante de pelotas de tripa que vendía por los pueblos. También el Monsiú quedó herido en la culera, pero el Rubio de Noviercas se escapó al monte y tiró hacia Borobia, pero lo cazaron y murió al pie de un rebollo, con otros dos compinches, y a los tres les dieron tierra en el cementerio de Beratón. 
 
Antes de descolgarse del campanario y de ser cronista, Serrano conocía al Rubio y su papel en la leyenda de Bécquer. Seis años antes del asalto de Beratón, en 1868, el Rubio desafió a Bécquer en la plaza de Noviercas. Todos los enterados sostienen que el desafío a Bécquer fue a causa de que su mujer, Casta Esteban, le quiso dar celos con el Rubio. El propio Bécquer también lo creyó, porque de inmediato se separó de Casta, quien parió en diciembre de ese mismo año a Emilín, un niño que todos reputaban el vivo retrato del Rubio. Sólo Serrano creía en la castidad de Casta, a la que recordaba como una dama distinguida, que estuvo de visita en su casa de Beratón, con su esposo Gustavo Adolfo y su cuñado Valeriano en 1863, cuando Bécquer escribió “La corza blanca”.
 
Tales extremos salieron a la luz en 1885, en el curso de unapolémica soriana que Serrano mantuvo con Saturio Galán, articulista de la Voz, bibliotecario del Casino y organista de San Nicolás. Este pluriempleado despachó una reseña antibecqueriana donde se permitía desdeñar “La corza blanca” dado que el autor confundía en ese relato a los ciervos con los corzos, porque “sin duda, se le pasó por alto fijarse en la cornamenta”. Serrano, por su parte, ignoró la alusión al Rubio y la Casta, y replicó con agudeza que los ciervos pertenecen la parte “real” de la leyenda, mientras los corzos y, en especial, la corza blanca, pertenecen al sueño. También sostenía Galán que el volumen “Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos” publicado en 1884 por Casta Esteban no lo escribió ella, y era en todo caso un libro pésimo. Serrano defendió la autoría de Casta desde el punto de vista ferroviario, y observó que Bécquer fue un autor interesado y hasta fascinado por el tren que por entonces era una novedad, y participó en el viaje inaugural del ferrocarril Madrid-Irún, hecho sobre el que escribió una calurosa crónica titulada “Caso de Ablativo”. Apreciaba Serrano que Bécquer escribía, como puede leerse en “Desde mi celda”, para lectores que aún no habían viajado en tren, o bien querrían saber qué diría el poeta del portentoso invento: “La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando, una pequeña oscilació n hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último, sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.” Por su parte, Casta denunciaba las lamentables interioridades de las compañías ferroviarias, lo cual, decía Serrano, es otro género literario, del mismo modo que una cosa es rimar y ser legendario, y otra, pasar de ser la hija del médico a pasarlas crudas por casarse con un poeta.
 
En general, la crítica ha estado más con Galán y sus alusiones córneas, que con Serrano. “Mi primer ensayo” ha sido considerado mediocre, malo y apócrifo, todo a la vez, y Casta Esteban, una desentrañada que murió sumida en el vicio.
 
En mayo de 1872, Casta Esteban, viuda de Bécquer, se casó en segundas nupcias con un recaudador de Hacienda. El martes de carnaval de 1873, Casta y su marido acudieron a una casa de Noviercas donde se celebraba un baile y de donde se expulsó al Rubio por faltón. Después del baile, Casta se iba a casa del brazo de su marido, cuando el recaudador fue asesinado de un tiro. Todos pensaron que había sido el Rubio, pero no se sustanció ningún proceso y el crimen quedó impune. Meses después se produjo el asalto a la iglesia de Beratón y acabaron los días del Rubio. Emilio Bécquer, el reputado hijo del Rubio y la Casta, murió en 1878, a los nueve años.
 
En el contrato de la cuarta edición de las obras de Bécquer firmado en 1884, Casta Esteban hizo constar que “en atención a las diferencias surgidas entre ella y sus hijos”  el dinero que les correspondía quedara en manos del editor Fernando Fe con la obligación de entregarlo cuando ellos llegaran a la mayoría de edad.
 
Poco antes, Casta había publicado “Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos” con nulo éxito de crítica y público “¿Existe el Amor? No […] el mejor billete de amor es un billete de Banco”, aseguró Casta, y antes lo hizo Bécquer: “una oda solo es buena / de un billete del Banco al dorso escrita”.
 
Casta Esteban murió en el hospital de San Juan de Dios Madrid, el 30 de marzo de 1885, a causa de las quemaduras que sufrió durante el incendio de su casa que probablemente originó ella misma. En 1913, los restos de los hermanos Bécquer se trasladaron con gran fasto a Sevilla, y nadie se acordó de ella, salvo, quizá, el cronista Serrano.


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25 de abril de 2012
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