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El códice Arquímedes

Por 12 de julio de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Ahora que ha reaparecido el calixtiño, el museo Walters Art de Baltimore y  el Roemer und Pelizaeus de Hildesheim, siempre pendientes de los acontecimientos culturales españoles para pillar algún eco promocional, aprovechan  la coyuntura para airear los secretos del códice de Arquímedes. Este genio, el más significado matemático de la antigüedad, físico, ingeniero e inventor, vivió en el siglo III a. C. en Sicilia; y murió en el año 212, durante la invasión romana de Siracusa, en la II Guerra Púnica. El año de su nacimiento es aproximado: varios siglos después de su muerte, un autor anotó que había muerto a los 75 años. Se le suponen relaciones y contactos con otros colegas, pero solo se conoce con certeza su texto dirigido a Eratóstenes, director de la biblioteca de Alejandría.
 
En el siglo X, un escriba de Constantinopla compuso un códice con las copias de siete tratados de Arquímedes. Eso quiere decir que transcribió el original griego en una serie de hojas de pergamino de cabrito que luego reunió en un volumen. Cuatro siglos más tarde, los cruzados que iban a saquear Jerusalén hicieron una parada para variar, y saquearon Constantinopla por el mismo precio. Tres códices arquimédicos sobrevivieron a la quema y expolio. Uno duró hasta 1311, última vez en ser visto en la biblioteca papal de Viterbo; otro llegó hasta 1564, y se supone que Da Vinci y Galileo pudieron estudiar copias de ese ejemplar. Se salvó también un tercero, desconocido por Newton, Leibniz y el resto de estudiosos arquimédicos. Ese último códice contiene textos que no estaban en los anteriores, como el ‘Método’ dirigido a Eratóstenes, y el ‘Ostomachion’, además de la inédita versión original griega de ‘Sobre los cuerpos flotantes’. Después de andar rodando tres siglos de mano en mano, el códice de Arquímedes fue a parar a Jerusalén, donde el monje ortodoxo Johannes Myronas raspó en 1229 el texto arquimédico, cortó las hojas de pergamino por la mitad, hizo lo mismo con otros códices que tenía a mano, y recicló el material, escribiendo, encima del antiguo texto borrado, un libro de oraciones. De ese modo, el manuscrito se convirtió en palimpsesto. 
 
El procedimiento era usual con códices viejos que tuvieran buen pergamino y fueran un latazo a ojos del compilador malgré lui, porque está claro que el monje Myronas no daba mayor valor a las mediciones del círculo y pesquisas arquimédicas sobre física y matemáticas, que al pergamino que las sostenía. Y de tan paradójica manera se convirtió este monje en el segundo más eficaz preservador y transmisor de Arquímedes que nunca existió, porque el primero fue el anónimo copista y editor constantinopolitano.
 
El libro de oraciones prestó sus servicios durante al menos cuatrocientos años en el monasterio griego ortodoxo de Mar Saba, en el desierto de Judea, a una docena de kilómetros al este de Belén. En todo ese tiempo de ignorancia arquimédica apenas adquirió unas gotas de cera y algunas anotaciones de rezos.
 
Pero llegó el siglo XIX, que ya era sabio, y el libro empezó a correr peligro. Primero lo descubrió en Mar Saba el filólogo y especialista bíblico alemán Tischendorf, quien le arrancó científicamente un folio, el mismo que se venera hoy en la biblioteca de la universidad de Cambridge. Luego, ya en 1906, el sabio danés Heiberg descubrió que el palimpsesto o ‘codex rescriptus’ había vuelto a una dependencia conventual de Constantinopla, que ya se llamaba Estambul por las cosas del querer. Y sobre todo descubrió, en base a siete textos identificados, que bajo el texto sobrevenido se leían tratados de Arquímedes. Fotografió las hojas una a una y, a su regreso a Copenhague, se puso a trabajar en una traducción.
 
Luego el libro fue robado del convento y pasó por varias manos, de modo que le salió un hermoso sarpullido de ilustraciones medievales que algún hábil falsificador le insertó en 1931, destruyendo el texto que había debajo. En 1932 pertenecía al anticuario Guerson poseedor de un respetable negocio en el Boulevard Haussmann parisino. Durante un tiempo, lo intentó vender a la Bibliothèque Nationale, a la de Chicago, la de Los Angeles y otras, pedía seis mil dólares e hizo saber que Arquímedes esta implicado, pero no hubo interés. Por fin, lo vendió barato, para financiar su huida de los nazis, a Sirieix, héroe intachable de la Resistencia, quien creía que las miniaturas acaso fueran buenas. La hija del héroe resistente, Anne Guersan, heredó el libro que reapareció en el mercado en 1970, luego de ser desmontado y recompuesto con pegamento de contacto.
 
En el siglo XX, cuando ya se conocía su contenido arquimédico, el palimpsesto andaba mucho más cerca de perderse, que en todos los siglos anteriores de oscura ignorancia. Fue sometido a despieces, pegamentos, ácidos, arrancamientos y miniaturas de pega, hasta que el 29 de octubre de 1998, reapareció el pobre artefacto en una subasta de Christie’s en Nueva York, hecho polvo, ilegible por la cara y el revés, comido de moho, sobado, recosido, repintado y vendado.
 
Justo el día anterior, el patriarca griego ortodoxo de Jerusalén denunció el robo de la pieza. Christie’s defendió su derecho a subastarla, por ochocientos mil dólares, para empezar, y con tan sonados antecedentes, Venizelos, ministro griego de cultura, declaró que era una obligación histórica, moral y científica de Grecia adquirirla, para lo cual el cónsul general en Nueva York, señor Manessis, se apalancó en primera fila dispuesto a pujar hasta el final. Casi lo consiguió por dos millones, pero el del mazo prefirió los dos millones doscientos mil de un comprador que no dio la cara, pero cuyo representante, el librero londinense Finch, dijo que era americano, si bien no  Bill Gates.
 
El comprador del códice lo depositó en el museo de Baltimore para que fuera cuidado, saneado y estudiado. Un trabajo interdisciplinar de catorce años ha conseguido detener el deterioro y, sobre todo, descifrar el texto arquimédico que no había sido visto en los últimos mil años. Cambridge University Press ha editado el resultado del trabajo en dos lucidos tomos al módico precio de doscientos cincuenta dólares.
 
Así es como el reputado descubridor del número pi y la teoría de los centros de gravedad, el inventor de la polea, la catapulta y el tornillo elevador de agua, el fundador de las bases del cálculo infinitesimal, el sabio venerado por Cicerón, quien consiguió encontrar su tumba, y leer su epitafio, Arquímedes, en fin, ha llegado a nuestros días: más por menudo, el códice será la estrella hasta el 4 de septiembre en Hildesheim, y luego lucirá otra vez en Baltimore.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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