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Casta viuda

Por 25 de abril de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

El cronista Serrano era devoto de Bécquer y de la venerable María de Agreda, pero al final, desengañado de todo, solo creía en el ferrocarril y los jefes de estación. Todo vino de que el 8 de febrero de 1874, domingo, cuando se decía la misa en la parroquia de San Pedro de Beratón, entraron en la iglesia media docena de forajidos con sus trabucos, mientras otros cuatro esperaban fuera. Capitaneaba a los bandidos el tío Chupina de Serón, con el Monsiú de lugarteniente, y el Rubio de Noviercas como guapo matón. El Chupina ordenó a los hombres echarse al suelo y, al cura, que continuara con la misa “que todos somos cristianos”. Luego fue llamando por sus nombres a los feligreses, que eran conducidos a sus casas y robados a conciencia. El Chupina era sarcástico y burlón, a una vieja que se resistía la hizo echar en el banco de matar el cerdo con una palangana bajo el cuello y le puso el cuchillo en el cuello. Despachada la misa y la colecta, los ladrones atrancaron la puerta de la iglesia y entraron en una casa para hacer festejo y reparto. El plan parecía bueno, pero entonces se descolgaron desde el campanario al cementerio cuatro jóvenes, el primero se rompió una pierna, pero los otros tres escaparon. Constancio Serrano tenía entonces veinte años y fue a pedir ayuda a La Cueva de Ágreda, a dos leguas, y paró en casa de la futura señora Serrano, que le pareció tan jovenzana que aún jugaba con muñecas, y de ahí cortejaron, y se casaron, pero la joven tenía un hijo de unas primeras nupcias que le levantó la mano a Serrano, quien vendió las churras y las tierras, y salio pitando del pueblo, no sin llevar consigo la edición de 1871 de las obras completas de Bécquer, aquella heroica impresión que hicieron Casado del Alisal y otros amigos del poeta, la mística ciudad de Dios de la venerable María de Ágreda y el diccionario de Gaspar y Roig, y al cabo de sus años de redactor y cronista en el Noticiero, le sobrevino una invencible querencia por el ferrocarril, tanto que lo hallaron en la sala de espera de la estación de Soria en 1935.
 
Pero antes de todo eso, escaparon de la iglesia los de Beratón, descolgaron los trabucos y empezó el tiroteo con los bandidos que echaban la siesta. Para cuando llegaron los refuerzos de otros pueblos, ya le habían pegado un tiro al tío Chupina, que sobrevivió al plomo y luego a la cárcel, y se reconvirtió en fabricante de pelotas de tripa que vendía por los pueblos. También el Monsiú quedó herido en la culera, pero el Rubio de Noviercas se escapó al monte y tiró hacia Borobia, pero lo cazaron y murió al pie de un rebollo, con otros dos compinches, y a los tres les dieron tierra en el cementerio de Beratón. 
 
Antes de descolgarse del campanario y de ser cronista, Serrano conocía al Rubio y su papel en la leyenda de Bécquer. Seis años antes del asalto de Beratón, en 1868, el Rubio desafió a Bécquer en la plaza de Noviercas. Todos los enterados sostienen que el desafío a Bécquer fue a causa de que su mujer, Casta Esteban, le quiso dar celos con el Rubio. El propio Bécquer también lo creyó, porque de inmediato se separó de Casta, quien parió en diciembre de ese mismo año a Emilín, un niño que todos reputaban el vivo retrato del Rubio. Sólo Serrano creía en la castidad de Casta, a la que recordaba como una dama distinguida, que estuvo de visita en su casa de Beratón, con su esposo Gustavo Adolfo y su cuñado Valeriano en 1863, cuando Bécquer escribió “La corza blanca”.
 
Tales extremos salieron a la luz en 1885, en el curso de unapolémica soriana que Serrano mantuvo con Saturio Galán, articulista de la Voz, bibliotecario del Casino y organista de San Nicolás. Este pluriempleado despachó una reseña antibecqueriana donde se permitía desdeñar “La corza blanca” dado que el autor confundía en ese relato a los ciervos con los corzos, porque “sin duda, se le pasó por alto fijarse en la cornamenta”. Serrano, por su parte, ignoró la alusión al Rubio y la Casta, y replicó con agudeza que los ciervos pertenecen la parte “real” de la leyenda, mientras los corzos y, en especial, la corza blanca, pertenecen al sueño. También sostenía Galán que el volumen “Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos” publicado en 1884 por Casta Esteban no lo escribió ella, y era en todo caso un libro pésimo. Serrano defendió la autoría de Casta desde el punto de vista ferroviario, y observó que Bécquer fue un autor interesado y hasta fascinado por el tren que por entonces era una novedad, y participó en el viaje inaugural del ferrocarril Madrid-Irún, hecho sobre el que escribió una calurosa crónica titulada “Caso de Ablativo”. Apreciaba Serrano que Bécquer escribía, como puede leerse en “Desde mi celda”, para lectores que aún no habían viajado en tren, o bien querrían saber qué diría el poeta del portentoso invento: “La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando, una pequeña oscilació n hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último, sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.” Por su parte, Casta denunciaba las lamentables interioridades de las compañías ferroviarias, lo cual, decía Serrano, es otro género literario, del mismo modo que una cosa es rimar y ser legendario, y otra, pasar de ser la hija del médico a pasarlas crudas por casarse con un poeta.
 
En general, la crítica ha estado más con Galán y sus alusiones córneas, que con Serrano. “Mi primer ensayo” ha sido considerado mediocre, malo y apócrifo, todo a la vez, y Casta Esteban, una desentrañada que murió sumida en el vicio.
 
En mayo de 1872, Casta Esteban, viuda de Bécquer, se casó en segundas nupcias con un recaudador de Hacienda. El martes de carnaval de 1873, Casta y su marido acudieron a una casa de Noviercas donde se celebraba un baile y de donde se expulsó al Rubio por faltón. Después del baile, Casta se iba a casa del brazo de su marido, cuando el recaudador fue asesinado de un tiro. Todos pensaron que había sido el Rubio, pero no se sustanció ningún proceso y el crimen quedó impune. Meses después se produjo el asalto a la iglesia de Beratón y acabaron los días del Rubio. Emilio Bécquer, el reputado hijo del Rubio y la Casta, murió en 1878, a los nueve años.
 
En el contrato de la cuarta edición de las obras de Bécquer firmado en 1884, Casta Esteban hizo constar que “en atención a las diferencias surgidas entre ella y sus hijos”  el dinero que les correspondía quedara en manos del editor Fernando Fe con la obligación de entregarlo cuando ellos llegaran a la mayoría de edad.
 
Poco antes, Casta había publicado “Mi primer ensayo. Colección de cuentos con pretensiones de artículos” con nulo éxito de crítica y público “¿Existe el Amor? No […] el mejor billete de amor es un billete de Banco”, aseguró Casta, y antes lo hizo Bécquer: “una oda solo es buena / de un billete del Banco al dorso escrita”.
 
Casta Esteban murió en el hospital de San Juan de Dios Madrid, el 30 de marzo de 1885, a causa de las quemaduras que sufrió durante el incendio de su casa que probablemente originó ella misma. En 1913, los restos de los hermanos Bécquer se trasladaron con gran fasto a Sevilla, y nadie se acordó de ella, salvo, quizá, el cronista Serrano.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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