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Grande es tu fe, inquisidor

Por 24 de mayo de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

La melancolía aún tiene fama excelente, reputación larga como para siestear a su sombra y crédito para regalar. No hay bomberos, médicos de urgencia, ni rescates financieros de la UE que se puedan comparar con su disponibilidad infalible. Ningún contratiempo la retrasa. No existe abandono, ninguneo, ni sociopatía galopante que la pueda detener. Más puntual que supermán viene la melancolía, y declama versos, o despacha dietarios, siempre buenos, cosa admirable. Pero, por increíble que parezca, antes de las nieves de antaño, hubo un tiempo en que la melancolía estuvo tan desacreditada como el colesterol, que acaso disponga de sabios en el futuro que lo rehabiliten y le atribuyan creatividad y otras bondades ocultas.
 
Lo mejor fue que, en su momento de máximo prestigio, en la época entre el último Renacimiento y la primera Edad Moderna, a la melancolía se le atribuyó el alarmante poder de fabricar literatos a partir de iletrados. Para la explicación del fenómeno, se libraba mamotrética batalla entre la secta platónica y la aristotélica.
 
En el siglo XV, el médico Guaineri se ocupó largo y latinado de las causas por las que illiterati quidam melancolici litterati facti sunt, que es el prodigio que decíamos antes. Dada cinco causas probables —el humor melancólico, los demonios, las reminiscencias, las estrellas y el abandono— y luego las combinaba hasta la rendición por mareo. 
 
La gran controversia giraba en torno a si el alma no sabía nada, pero se ponía estupenda y metrificadora una vez puesta a mojo en el humor melancólico, como le parecía a Aristóteles, o bien lo sabía todo, pero se le olvidaba al liarse con el cuerpo, de manera que, cuando la melancolía le embebía las entendederas y se quedaba traspuesta, el alma se dedicaba a la feliz recordación de las cosas finas y perdía la prosa, según sostenía Platón. Guaineri, por su parte, proponía tanto lo aristotélico como lo platónico, a ratos. En cambio, Huarte, otro médico que floreció en el siglo XVI, observó que los versificadores ya traían la depravación poética de serie, por lo que los humores melancólicos solo serían agravantes de la manía. De paso, se notaba que este médico ya no creía que la melancolía convirtiera a iletrados en poetas.
 
Así estaba el debate, cuando vino Jourdain Guibelet, un médico francés con ardiente furor antijudío y partidario de la hoguera y tente tieso. Escribió un tratado contra Huarte, sin citar jamás su nombre a lo largo de ochocientas páginas, lo que, si no es récord, por ahí andará —y eso que no sospechaba que Huarte fuera judío—. Este contemporáneo y fogoso admirador del inquisidor Pierre du Lancre sostenía que, en principio, todo melancólico, si levantaba sospechas de pasárselo bien, debía ser tratado con urgente torrefacción. También era partidario de quemar al rimador lunático que citaba Guainieri porque “estaba dirigido por el demonio”. Ahora, lo mejor que dejó escrito este inflexible fogonero es su descripción del goce melancólico. Puede que nadie haya pintado a los poetas traspuestos con mayor atractivo. Se diría que los quiere socarrar porque no soporta no ser como ellos, lo sabedores de todas las cosas:
 
“Saber si un melancólico puede convertirse en sabio parece ser difícil de determinar. Pues si la opinión del divino Platón es verdadera, que el alma fue creada totalmente sabia, y que Dios grabó en ella las especies de todas las cosas, pero puestas en olvido cuando la conjunción de ella con el cuerpo, que es como una nube oscura que ofusca su esplendor, no hay que dudar que, al estar de algún modo retirada del gobierno del cuerpo, y habiendo tomado alguna libertad y vicisitud de reposo para dedicarse a lo que le es propio, como en el éxtasis del melancólico y en los furores poéticos, vuelve a sus posesiones, y revisita sus tesoros, y se sacia en el festín de sus buenos pensamientos, bonarum cogitationes epulis. Una vez retirado ese velo, ella despliega todas las especies que Dios ha puesto en su seno, de modo que, según esa primera gracia, puede tener por sí el conocimiento de las cosas. Por eso han atestado varios haber visto algunos melancólicos volverse sabios, elocuentes y poetas, naturalmente, sin trabajo y sin estudio.”
 
Posesiones, tesoros y buenos pensamientos, mientras las almas corrientes no pasan de la acidia y el aburrimiento. Hay que ver cuánta fe en los prodigios melancólicos. Recuerda a Laphitz, aquel biógrafo culinario de Ignacio de Loyola: “Los domingos, aparte de pan, come alguna verdura, pero echándole ceniza, por miedo a caer en la gula”. Con lo que cuesta caer en la gula cuando uno es un tripero corriente, qué viajes, qué preparativos y qué facturas. Ya no digamos lo que costará caer en un festín de buenos pensamientos.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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