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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Pérez-Reverte y el canon

Hace algunas semanas tuve la oportunidad de asistir a la II Cita Internacional de la Literatura en Santillana del Mar, auspiciada por La Oficina del Autor (Grupo Prisa), que también auspicia este blog. El encuentro convocó a un grupo de críticos, escritores, editores, traductores y agentes, para discutir la obra de Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte. Si bien las discusiones fueron apresuradas, por culpa del formato -demasiados exponentes para muy poco tiempo--, el encuentro dejó cosas interesantes con respecto al estado actual de la literatura en español.

Aunque hay voces que desde hace unos años insisten en decir que ya no tiene sentido hablar de un canon de la literatura en español -Josefina Ludmer, Jorge Volpi, recientemente Washington Cucurto--, lo cierto es que todavía se hace indispensable discutir en torno a una serie de autores y textos que puedan ser reclamados como una suerte de bien común. Lo que ha cambiado, quizás, es que el canon se ha hecho mucho más fluido, y son más las voces que lo construyen (o desarman). Los académicos y los críticos del periodismo cultural, al igual que los grandes grupos editoriales (como el relacionado con la Cita Internacional), todavía tienen cierto privilegio a la hora de décidir qué autores, qué obras importan; sin embargo, hoy los bloggers literarios han crecido en importancia, al igual que los escritores que son figuras mediáticas. La construcción del canon se ha desjerarquizado; los que sólo piensan en cierta noción purista de valor estético, los que insisten en defender cierta idea "difícil" o experimental de la literatura, ya no tienen asegurada que su opinión será definitoria.

Nadie duda de que Vargas Llosa y Marías han hecho méritos suficientes para que incluso sus detractores los consideren parte imprescindible del corpus de la literatura contemporánea en español (o mejor: de la literatura a secas), pero, ¿Pérez-Reverte? Hace cinco años que Pérez-Reverte pertenece a la Real Academia de la Lengua, lo cual para muchos ha sido visto como una legitimación de una literatura comercial y populista que iría a contrapelo de la obra de autores "serios". En los dos últimos años, Pérez-Reverte también ha ganado un par de premios importantes en Francia e Italia. Hay críticos de peso en España, como Pozuelo Yvancos, que lo defienden a rajatabla. Por último, el que Vargas Llosa y Marías hayan aceptado estar en esta Cita junto a Pérez-Reverte, le da un espaldarazo más al autor de El pintor de batallas. Si los grupos editoriales, los premios, un sector destacado de la crítica y escritores de primer nivel, han convenido de pronto en ponerse de acuerdo, entonces lo único que el encuentro de Santillana del Mar parecería dejar claro es que Pérez-Reverte pertenecería ya al canon de la literatura en español.

Aira, Fogwill y Tabarovsky, entre otros escritores argentinos, seguro estarán en desacuerdo, porque en su práctica y teoría hay una constante defensa de una literatura en las antípodas de lo que hace Pérez-Reverte (y que, en Argentina, representan, a su manera, autores como Pablo de Santis y Guillermo Martínez). Pero quizás lo que esté pasando sea simplemente un aggiornamiento en la forma en que se establece el canon de la literatura en español. En Estados Unidos, en la última década, han entrado a formar parte del canon autores de géneros considerados comerciales y menores, como Chandler, Lovecraft, y Philip Dick; más temprano que tarde, Stephen King será reclamado como un imprescindible.

Entonces: ¿por qué no Pérez-Reverte? Lo comercial, lo populista, lo que se lee "fácil", no tendría que ser necesariamente un criterio de exclusión. Habría que leer a contrapelo de estas formas pavlovianas y conservadoras de descartar cierto tipo de literatura (suena raro pero es así: las declaraciones intempestivas de autores como Aira y Vallejo, grandes defensores del valor de lo "difícil", tienen un tufillo conservador), e ir a buscar adonde sea necesario --incluso en el supermercado-- textos en los que nos reconozcamos todos. ¿No será hora de volver a leer a Vargas Vila e intentar recuperarlo?

(La Tercera, 14 de julio, 2008)
   
 

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14 de julio de 2008
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Evo Rock Star

El viernes pasado llegué a Bolivia después de un año de ausencia. Mi vuelo de conexión de Santa Cruz a Cochabamba se retrasó durante cuatro horas. Conseguí el DVD pirata de Kung Fu Panda, que mi hijo Gabriel vio tirado en el piso de la sala. En el fondo, era reconfortante ver que pese a los titulares catastrofistas de la prensa extranjera, el país seguía igual de complicado que siempre pero en pie: yo me reconocía en esa facilidad con la que me adapté a la larga espera en el aeropuerto, en esa alegría con la que compré un DVD pirata. Claro, se trataba de una normalidad peligrosa: la de la gente que se ha acostumbrado a la precariedad de la infraestructura (social, económica, tecnológica...)

Reina una calma tensa en el país. A medida que se acerca el referendo revocatorio, queda claro que se trata de una aventura sin sentido, una más de las tantas en las que nos hemos embarcado los bolivianos. Mucho ruido -denuncias de fraude, fisuras en la oposición a Evo, falta de credibilidad de la Corte Electoral- y pocas nueces: Evo será ratificado en su cargo, al igual que los prefectos de la media luna (bueno, dos nueces: es muy probable que los prefectos de Cochabamba y La Paz, opositores a Evo, pierdan sus puestos). Y luego, al día siguiente, al despertar, el descubrimiento de que, al igual que el dinosaurio de Monterroso, los problemas todavía están ahí.

Un asesor de la embajada norteamericana me comentó que Evo era un "rock star": su presencia copaba todo el escenario. Los líderes de la oposición hacían esfuerzos por subirse al escenario, pero estaban muy lejos de lograrlo. Evo domina todos los espacios gracias a su capacidad de generar noticias, aunque sea por las razones equivocadas: ahí está el hombre, dando la venia para que los productores de coca del Chapare expulsen a USAID de su territorio, o peleándose con Alan García en base a exabruptos.

Otro sello de Evo: la mejor defensa es el ataque. Se trata de ir siempre al choque, de no contentarse con tener abiertos siete campos de batalla cuando siempre se puede abrir uno más. Evo gana en el conflicto; mientras los opositores -la media luna, el gobierno de Santa Cruz-tratan de apelar a la razón, lo suyo va directo a las vísceras. Y ya se sabe: lo visceral tiene razones que la razón desconoce. Y suele salir ganando, al menos en el corto plazo.   

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11 de julio de 2008
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Pocoyo

 

 

Tener un hijo de un año significa estar al tanto de los nuevos programas infantiles. Lo interesante de esta serie española, descubierta cuando andábamos en búsqueda de cosas que le pudieran interesar a mi hijo Andrés, es que cada vez que la veíamos, mi hijo Gabriel, que tiene siete años, siempre terminaba enganchado, al igual que Tammy, yo y otros amigos mayores. Quizás todo tenga que ver con el hecho de que hay algo de Buster Keaton y los grandes cómicos del cine mudo en esta serie en la que cada programa no pasa de los siete minutos; o a que el narrador de la versión en inglés es Stephen Fry; o al hecho de que Pocoyo, el niño azul, y sus amigos Pato (un pato amarillo) y Ellie (un elefante rosado), son encantadores. Lo cierto es que hay pocas series infantiles en la televisión actual con el nivel de creatividad de Pocoyo.

Entre paréntesis: Gabriel comenzó a ver televisión cuando tenía un año y medio; Andrés, a los once meses. ¿Debería preocuparme? Andrés baila y aplaude cuando ve algunos videos de YouTube, y ya imita muy bien la voz del Pato Donald.  

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10 de julio de 2008
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Joseph O'Neill: Netherland

Decidí leer esta novela por una razón muy simple: la reseña en el New York Times había sido muy elogiosa. No había oído hablar de este escritor irlandés, pero estaba dispuesto a que me sorprendiera. Netherland es una novela que pertenece a ese subgénero cada vez más amplio de libros relacionados con el 11 de septiembre; el gran logro de O'Neill es tratar el tema de manera indirecta, a través de los problemas conyugales de una pareja de europeos transplantados a Nueva York; Rachel quiere volverse a Inglaterra, Hans está fascinado por Nueva York. La novela es una descendiente directa de El gran Gatsby; aquí, se trata del gran Chuck, un caribeño lleno de artilugios que sueña con construir un estadio de cricket en los Estados Unidos. Hay en la novela un momento peligroso, en que parecería que O'Neill no va a ser capaz de desprenderse del fantasma de Scott Fitzgerald. Sin embargo, Netherland logra dar el salto e independizarse.

Una cosa curiosoa: el cricket, un deporte apenas existente en el país del fútbol americano, se convierte en la metáfora de los sueños de un inmigrante por adaptarse a su nuevo país. Eso demuestra lo inmenso del país-continente: no faltará, pronto, una novela sobre el fútbol (de los nuestros, no el soccer) como metáfora de encuentros y desencuentros en los Estados Unidos. ¿Por qué no? Para que se note lo fascinante del desafío, y se aprecie mejor el logro de O'Neill: tenemos muchos cuentos de fútbol en la narrativa en español, pero, ¿por qué no un cuento sobre el badminton en Colombia, sobre el jai alai en Paraguay, sobre el tenis de mesa en España? 

O'Neill tiene un gran talento para capturar la sicología de sus personajes, y es dueño de una prosa sublime. ¿Cómo hacen los irlandeses para escribir tan bien? Lo que sea: esta admirable tradición ya tiene una voz contemporánea más de primer nivel.

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9 de julio de 2008
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Saviano y la Camorra

Hay tantos clanes delictivos italianos que no es fácil seguirles la pista. La Mafia siciliana es la que se convertido en leyenda, gracias a sus métodos salvajes y al cine. En los últimos años, la N'drangheta del extremo sur de Italia ha hecho méritos para captar nuestra atención. Sin embargo, como Roberto Saviano, autor de Gomorra: Un viaje al imperio económico y al sueño de poder de la Camorra (Debate, 2006), lo muestra de manera contundente, ninguna organización se acerca a la Camorra napolitana. Gracias a su tendencia suicida a escribir los nombres de los jefes más temidos y a los alcances globales de su investigación, Saviano ha vendido más de un millón de ejemplares de su libro, pero también es ahora un hombre perseguido que debe vivir con protección policial todo el tiempo. Saviano todavía no ha cumplido los treinta años y ya se ha convertido en una suerte de Salman Rushdie, con la diferencia de que los que le han puesto un precio a su cabeza son occidentales y dicen ser muy católicos.

Saviano cuenta que, para los que saben, la Camorra es simplemente el Sistema. Y el Sistema se ha compenetrado tanto de la vida de Nápoles y sus alrededores que no hay nada que no pase por sus manos; si el precio del panetón sube en la navidad, es porque uno de los jefes ha decidido dar "una paga extra a las familias de los presos afiliados al clan". Las estadísticas son abrumadoras: de los noventa y dos municipios de la provincia de Nápoles, sólo nueve se han salvado hasta ahora de algún tipo de investigación policial. Aquí se encuentra la principal diferencia entre la Camorra y la Mafia: mientras la Mafia todavía ve al Estado como su enemigo, la Camorra ha decidido aceptar al Estado y actuar a través de él. Nada de poner bombas a políticos, nada de extorsionar a comerciantes; se trata de transformar los clanes en "comités de negocios"; así, no es la intimidación la que hace que las empresas acepten las reglas del Sistema, sino la conveniencia. Gracias a esta transformación empresarial, la Camorra se ha convertido en "la mayor organización criminal de Europa". Al menos el cincuenta por ciento de los comercios napolitanos tienen algún tipo de relación con el crimen organizado.

La Camorra domina los negocios de la construcción, de la moda, del armamento, de la droga, de los vertederos de basura. Casi todos los productos chinos de contrabando que ingresan a Europa lo hacen a través del puerto de Nápoles, controlado por la Camorra. El Sistema también ha logrado infiltrarse en el diseño de alta calidad: en los talleres alrededor de Nápoles, se producen las prendas falsificadas de las marcas de lujo (Versace, Prada, etc) que luego llegarán a los malls norteamericanos a precios altos pero accesibles a la alta burguesía. Los tentáculos de la Camorra se extienden por Australia, Asia, Europa oriental, las costas españolas: se trata en verdad de un gran negocio global.  

Saviano no cesa de contar buenas y terribles historias. En Gomorra, asistimos al drama de Pasquale, "el mejor modisto del mundo", que un día recibe el encargo de un boss de crear, por muy pocos euros, un vestido de lujo, y meses después, en la ceremonia de los Oscar, se sorprende al descubrir a Angelina Jolie llevando su vestido. Vemos cómo otro boss se obsesiona con construir una mansión idéntica a la de Tony Montana en Scarface. Leemos cómo algunas organizaciones, antes de vender una droga en el mercado, prueban su calidad con drogadictos de la calle: si no sobreviven, es que la calidad no es buena. Leemos cómo un miembro ejecutivo de uno de los clanes está tan fascinado por su AK-47 que hace un viaje de peregrinación a Rusia en busca del legendario inventor del Kalashnikov, y cómo la Camorra se encarga de comprar basura radioactiva de otras provincias, para enterrarla luego en los alrededores de Nápoles, con el resultado de que esas tierras se vuelven estériles, los campesinos deben inmigrar, y la proporción de cáncer es más alta en esa región que en el resto de Italia.

Saviano no es un periodista objetivo, neutral. Esta historia tiene un drama personal, y cuando Saviano lo cuenta, el libro gana en intensidad y entendemos su obsesión por enfrentarse a la Camorra. El padre de Saviano trabajaba en el servicio de ambulancias, era un joven médico. Cuando los "killers" de un clan atacaban a alguien en la calle, las ambulancias llegaban rápido, pero tenían la orden de no intervenir si la persona que había sido atacada seguía viva: lo normal era que los "killers" volvieran para rematar el trabajo. Una noche, sin embargo, el padre de Saviano se topó con un herido de apenas dieciocho años, y decidió salvarle la vida. La paliza que luego recibió a manos de los "killers" lo dejó amedrentado el resto de su vida. La conexión es evidente: el hijo se embarca en su cruzada para mostrarle a la Camorra que en su familia, y en la región, queda un resabio de dignidad humana. Y su "perversión" por decir la verdad, el coraje para enfrentarse al Sistema, es el "Yo sé" de su tiempo: "Yo sé, y tengo las pruebas. Yo sé dónde se originan las economías y de dónde toman su olor. El olor de la afirmación y la victoria. Yo sé qué exuda el beneficio. Yo sé. Y la verdad de la palabra no hace prisioneros, porque todo lo devora y de todo hace una prueba". Esta investigación periodística, de pronto, se convierte en un texto trascendente, una obra literaria que es va más allá de la requisitoria moral a un Sistema capaz de hundir en la pobreza y corromper a toda una región, para transformarse en un manual para sobrevivir en tiempos en que mirar a un costado parece ser la norma.

(Qué Pasa, La Tercera, 5 de julio 2008)

 

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8 de julio de 2008
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Nixon: Es perfecta

En noviembre del año pasado asistí a un concierto de Nixon en el bar Costello. De alguna manera, las canciones de esa noche me han acompañado a lo largo de todos mis meses siguientes en Madrid. Ahora que me voy, escucho el compact de Nixon, Es perfecta, y descubro que, para mí, estará siempre vinculado a esta ciudad entrañable.

Para los que no lo saben: Fran Fernández, cantante de La Costa Brava, lanzó en 2006 su proyecto en solitario como Francisco Nixon. Su primer álbum, Es perfecta, muestra todo aquello que lo convirtió en una estrella del indie español: una voz melancólica, letras conmovedoras para la canción pop ideal. Nixon se apropia de las mejores recetas del pop en inglés, y las reelabora para la tradición española. Aquí uno puede encontrar ecos de Nick Drake, Belle y Sebastian, The Beatles, The Beach Boys, pero, a la vez, todo suena original. En Es perfecta hay muchísimas canciones buenas -"Elígeme a mí", "Me casaré cuando me ennamore", "Nadia", "Vagamos por las calles", "En la playa de los muertos"-pero ninguna es superior a "Bandera rojas", que propone cosas tan simples y complejas como "me casaré cuando me enamore", "ya sé que estás ante las dudas, que es como estar ante las dudas", y "es para ti, que sabes amar a los que no miran de frente".     

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4 de julio de 2008
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Banville/Black

De paso por Madrid, en un restaurante cerca de la plaza Santa Ana, John Banville habla como si la mayor parte del tiempo fuera Benjamin Black, el escritor de novelas policiales que creó hace un par de años. Es decir: las cosas que dice no tienen la sofisticación que uno podría esperar del mejor escritor irlandés vivo, y van más a tono con el muy buen escritor de policiales en que se ha convertido. Black habla de la Eurocopa, del reciente voto negativo irlandés a la Comunidad Europea, del desconocimiento que se tiene en el Reino Unido de la mayoría de los buenos escritores que escriben en castellano, y lo suyo es muy sensato, nada digno de anotar como las opiniones de un candidato al Nobel. El único rato en que Banville aparece es cuando dice que a su edad los escritores ya no leen, sino releen, y que ahora se ha embarcado en la relectura de Emerson.

La división de personalidades no es una broma: a veces Banville habla de uno u otro autor como si fueran no sólo dos escrituras diferentes, sino dos personas diferentes. Sí, Black escribe en una laptop, sus novelas le tardan tres meses en promedio y también puede dedicarse a ellas en hoteles y aeropuertos, mientras que Banville escribe a mano, sólo en un estudio en Dublin, y sus libros le tardan entre tres y cuatro años. Pero ése es sólo el principio.

Banville se muestra feliz con la tercera novela de Black, The Lemur, que acaba de publicarse en los Estados Unidos. Es una novela corta, escrita gracias a un pedido del New York Times: quince capítulos, cada uno de mil quinientas palabras, para la revista dominical. Banville habla maravillas de la portada ("los norteamericanos están obsesionados con el humo, ya que los pobres allá ya no pueden fumar"), está fascinado porque ambientó todo en Nueva York con gran precisión gracias a los mapas de Google ("podía hacer que mi protagonista paseara por Central Park y sabía qué estatuas aparecerían en su recorrido") y se muestra sorprendido por la cantidad de cosas que no se pueden publicar en el New York Times ("son muy cuidadosos con la homosexualidad y el racismo, es que en el fondo son un periódico de familia tradicional"). Igual, dice Banville, todo lo que tuvo que dejar afuera cuando The Lemur apareció en el periódico, lo ha vuelto a poner en el libro.   

Banville admira mi plato. Pienso que es por el cordero, sin saber que él es vegetariano. No: son los pimientos. Me pide un par. Le gustan, y pregunta si puede pedir toda una ración. Por supuesto, dice uno de sus editores de Alfaguara (la editorial que publica a Black en España; a Banville lo publica Anagrama). "Están muy buenos los pimientos del Padrón", digo. Jesús Ruiz Mantilla, que se encuentra al lado de Banville, me corrige: "son de Güernica". Acabo de demostrar mi falta de sofisticación culinaria. Pienso: seguro que Banville se dio cuenta, pero Black no. O quizás sea al revés.

(en abril del 2007 reseñé la primera novela de Black).

 

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3 de julio de 2008
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El Museo del Jamón

Era una tarde nublada y fría en Madrid. Caminábamos mi hijo Gabriel y yo por la carrera de San Jerónimo, rumbo a la estatua del oso y el madroño en Sol, cuando Gabriel se echó a reir. Le pregunté de qué se reía. Me señaló el nombre del bar-restaurante-panadería-pastelería que acabábamos de dejar atrás: el Museo del Jamón. Gabriel tiene siete años y un sentido muy literal de las cosas: si le digo que me muero de dolor de cabeza, se preocupa, porque piensa que de por ahí me muero de veras. De modo que para él un museo es un museo es un museo. Traté, sin embargo, de jugar un poco con la idea, por lo que le dije, mostrándole las proliferantes piernas de jamón colgadas en la parte superior de los escaparates, que no había de qué reírse, se trataba de un Museo del Jamón hecho y derecho.

Gabriel sonrió: ¿puede el jamón tener derecho a un museo? Mi hijo es norteamericano, vivimos en un pueblo de Nueva York que está más cerca de Canadá que de Manhattan, y allí prácticamente sólo se conoce el jamón York. En un viaje que hicimos a Sevilla, hace algunos años, descubrió el jamón serrano, y no ha sido el mismo desde entonces.

Esto ocurrió en diciembre pasado. Ahora, con seis meses de estadía en Madrid, Gabriel se ha acostumbrado a ir a las fiambrerías y toparse con esas piernas colgantes de diversos colores. Sólo ha visto escenas similares en el Chinatown de San Francisco (allí los que se encontraban suspendidos en el aire eran los patos). Me ha preguntado, y yo he tratado en vano de explicárselo, cuál es el diferencia entre el jamón granadino y el jamón ibérico de bellota, qué es Jabugo y qué produce Teruel y qué significa "pata negra". ¿Cómo es posible que haya un jamón negro? ¿Cómen los cerdos bellota, como las ardillas? Para eso hay que ir al Museo del Jamón, le respondo, y preguntarle a uno de los diestros cortadores de jamón que atienden detrás del mostrador.

Gabriel también se ha acostumbrado al olor punzante, intenso, del jamón. Un olor fuerte pero curiosamente nada desagradable. Para un niño acostumbrado a supermercados asépticos, a pescaderías que no huelen a pescado (no huelen a nada), una visita a un bar o restaurante o fiambrería o supermercado en Madrid es una explosión de olores que queda registrada en la memoria. De hecho, el otro día, al salir de una estación de metro en Malasaña, Gabriel me dijo que le parecía que Madrid olía a jamón. Olfateé el aire y le dije que no, que a mí me parecía que Madrid olía a Madrid. Por eso, me dijo él, cansado de explicarme obviedades, hay tanto jamón en todas las calles de Madrid, que el olor del jamón es el olor de Madrid, y por eso Madrid huele a Madrid. No quise discutirle. Pensé que quizás tenía razón.

Está bien que Madrid no huela a ningún perfume sofisticado, que su olor sea tan fuerte y tenga carácter. Nuestras grandes ciudades se van civilizando cada vez más, quieren dejar atrás todo aquello que incomoda a los turistas y podría ser más bien el sello de su personalidad. Pero los únicos que se molestan de veras son aquellos que podrían haberse quedado en casa y ahorrarse el trabajo de salir a conocer el mundo. Gabriel, por suerte, no es de esos. Cuando sus abuelos vinieron a visitarlo a Madrid, le dije que tendría que ir con ellos a muchos museos. Gabriel me respondió, muy serio, que él los llevaría al Museo del Jamón.

(Ling, junio 2008)
 
 

 

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1 de julio de 2008
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Banderas

Anoche salí con mi hijo y algunos amigos a festejar el triunfo español en la Eurocopa. Cada uno de nosotros tenía una bandera de España en la mano. Por las calles cercanas a la plaza de Santa Ana, pasaban los coches con jóvenes españoles eufóricos agitando banderas. Fuimos a la Cibeles; más banderas.

Había algo raro en todo esto: parecía haber vuelto el orgullo de identificarse con la bandera. Hacía cuatro años, cuando llegué a Sevilla a vivir por un año, me había llamado la atención la relación desencontrada que tenía los españoles con los símbolos de su país. En los partidos de fútbol, apenas podían verse las banderas españolas. En el País Vasco, los alcaldes debían ser obligados por la Corte Suprema a colocar banderas de la nación en los edificios de los ayuntamientos; por cuenta propia no lo hacían. Alguien me explicó que el problema con la bandera era que se hallaba muy asociada con el franquismo; los excesos de la dictadura, la represión de las identidades regionales, hacían que para muchos españoles fuera difícil identificarse con la bandera.

Una vez más: no quiero usar al fútbol como metáfora de nada. Pero lo cierto es que ayer me dí cuenta que, pese a los delirios de Ibarretxe, algo estaba cambiando en España. Me sorprendió, por la mañana, leer en La Vanguardia un artículo del presidente de la Generalitat de Cataluña explicando por qué quería que ganara España; parecía un político español más y no un fervoroso nacionalista catalán. Y luego, por la noche, tantas banderas en las calles me hicieron pensar que, como me dijo un amigo, los españoles por fin habían logrado reapropiarse de manera orgullosa de uno de sus símbolos patrios.

El deporte puede dar pie a las expresiones más banales del nacionalismo. Pero también puede, simplemente, hacerle ver a toda una comunidad que son más las cosas que la unen que las que la separan. Hay vascos y catalanes que sueñan con escindirse de España y crear sus propias naciones, pero me parece que son más los que no quieren que España se rompa.  

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30 de junio de 2008
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El paleolítico, ¡qué guay!

La semana pasada, cuando estaba en Santillana del Mar, me preguntaron si quería visitar la "neo-cueva". Hice una broma tonta --¿la cueva de Neo, el de The Matrix?-y luego pregunté qué diablos era eso. Se trataba de la réplica de las cuevas de Altamira, construida a cien metros de las originales. Pensé en las ideas de Baudrillard --eso de que vivimos en una época en que el simulacro se ha impuesto sobre la realidad--, y di mi nombre para unirme al grupo.

La "neo-cueva" no es ni siquiera una réplica exacta del original. Como los dibujos de bisontes y demás animales fueron hechos en el techo, se ha ampliado la dimensión de la cueva, para que los turistas puedan contemplar los dibujos sin tener que arrodillarse. Me pregunté si la sensación hubiera sido diferente a la de entrar a la cueva original; seguro que sí, pero el deslumbramiento hubiera sido al menos igual: conmovía enfrentarse a las primeras muestras artísticas del ser humano. El aura del original no estaba, pero sí el de una réplica adaptada como para sacarle el máximo provecho a la experiencia. Quizás me había adaptado demasiado bien a la época, que sabe de simulacros tan bien hechos que terminan haciendo palidecer a los originales. La Mona Lisa original es muy chiquita, me dijo alguien después de visitar el Louvre; las cuevas de Altamira originales son acaso muy incómodas, y además no tienen esos efectos especiales que permiten ver al "hombre de las cavernas" en tercera dimensión (eso también descubrí en mi visita a Altamira: los hombres de las cavernas en realidad no vivían en las cavernas).

Y así vamos, en busca de la experiencia, perdidos entre las sombras de la cueva.

Al salir del museo el guía nos mostro el "tinglado" de la obra (ver foto), aquello que el turista no ve, los hilos del artificio que permiten que se produzca el hecho artístico. En la tienda del museo encontré un libro para niños titulado El paleolítico, ¡qué guay!, y dije que estaba bien adaptar la cueva para que los visitantes tuvieran una experiencia que les permitiera no sólo ver sino aprender, pero que había un largo trecho entre eso y decirles a los niños que el paleolítico era cool. ¿O no? Quizás se comenzaba agradando a los turistas, y luego se pasaba muy fácilmente a decirles a los niños que tiempos precarios no lo habían sido tanto.   

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27 de junio de 2008
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