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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Regreso a Madrid

Mi vuelo a Madrid debía salir de Santa Cruz el viernes a la medianoche. Los de Aerosur (un avión a cargo de Air Comet) tuvieron la gentileza de hacernos esperar hasta las cinco de la mañana. Distraje el tedio y el cansancio leyendo el manuscrito de la novela de un amigo. Pensé que las salas de espera de los aeropuertos eran algunos de los pocos lugares que me quedaban para leer en paz. Ya en el avión, me tomé dos Tylenol PM  y dormí siete de las once horas del vuelo. Al despertar, revisé lo que tenía de la novela que había comenzado a escribir hacía meses y había abandonado; me alegró descubrir que había cincuenta páginas que se salvaban (o acaso era que el viaje me había tornado laxo para la crítica). Pensé que era demasiado lío para tan pocos días en Madrid, y me arrepentí de haber aceptado la invitación de mi buena amiga Ana Pellicer a un curso de verano en El Escorial; sin embargo, una vez que vi, desde mi ventana en el avión, las luces de la ciudad, me sentí en paz y feliz de estar ahí, en ese momento. Recordé a un amigo escritor que me decía que jamás podríamos vivir de la literatura, pero que, en todo caso, gracias a la literatura conoceríamos el mundo, y me dije que sí, eso era: yo era uno de esos seres incombustibles que, aunque no dejaba de necesitar de un puerto, estaba siempre muy dispuesto al viaje.

¿Ese domingo calcinante, en qué se convirtió Madrid para mí? Junto a Diego y Laura, la ciudad se redujo a un entrañable café en Chueca -el Diurno--, varias librerías -la FNAC, donde conseguí la última novela de Hornby y un par de novelas de Calvino que ya había leído pero quería leer nuevamente; la Casa del Libro, donde busqué sin suerte Ubik, de Philip Dick--, un local donde vendían empanadas argentinas, algunas tiendas en la Gran Vía -Springfield, Sfera, H & M--, y a un bar donde nos topamos con Ray Loriga. Ray venía de dejar a sus hijos con su ex-esposa después de estar un mes con ellos en una playa de Andalucía; hablamos de su nueva novela, que Alfaguara publicará en octubre, nos mostró las réplicas en miniatura de algunos bombarderos que había comprado para sus hijos, y luego el DVD de Gracias a Dios es viernes, la película de Donna Summer en pleno apogeo de la música disco que a Ray le parecía mala pero que quería volver a ver. Nos despedimos, y yo me dije que hacía poco había leído Tokio ya no nos quiere y me había gustado mucho, y que debí habérselo dicho a Ray.

A las siete y media de la tarde, me fui con Santiago Vaquera al Escorial. Esa noche, en mi reducida habitación, descargué ilegalmente un compact de The Walkmen que me había recomendado Santiago, y retomé la lectura de Morvern Callar (sí: la película es muy buena, pero la novela es mejor). Y yo, que creía hallarme en el período zen de mi vida, descubrí con gozo que el mundo me afectaba. No era, claro, la desesperada oscilación de los últimos años, la traumática manera de golpearme que tenían una canción, unas palabras, un correo electrónico; era algo más sosegado pero no menos importante. La serenidad de aquel a quien le han pasado muchas cosas dignas de hundirlo, y que se ha hundido muchas veces, pero que, aun así, está dispuesto a seguir viajando sin chaleco salvavidas (o, llegado el caso, chaleco antibalas).

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4 de agosto de 2008
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Más Joy Division

Esta banda de Manchester liderada por el carismático Ian Curtis llegó a fines de los setenta, venció y se fue. La muerte temprana de Curtis, un cantante de voz y movimientos impactantes que sufría de epilepsia, convirtió al grupo rápidamente en leyenda. Con los años, su importancia e influencia no ha hecho más que crecer. La historia de Curtis puede ser una más de tantas sobre estrellas del rock torturadas y autodestructivas, pero lo que importa es que no se funda en la nada: el que escuche alguna de las canciones de Joy Division descubrirá el poder hipnótico de este grupo clave del post-punk, a quien tanto The Cure como The Smiths le deben muchísimo. The Best of Joy Division es un muy buen lugar para comenzar: han pasado treinta años, y canciones como "Transmission", "Love Will Tear Us Apart", "She's Lost Control", "Atmosphere", "Heart and Soul" y "Isolation" se han vuelto clásicos.  

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1 de agosto de 2008
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Hasta luego, míster Salinger

Mientras los grandes grupos editoriales se muestran cada vez más reacios a publicar libros de cuentos, algunas editoriales independientes han decidido ocuparse muy en serio del género. En España, es ejemplar el caso de Páginas de Espuma: su editor, Juan Casamayor, prácticamente publica sólo libros de relatos (la editorial tiene una modesta colección de ensayo). Gracias a Páginas de Espuma, llegué a magníficos libros de Fernando Iwasaki, Ana María Shua y José María Merino. Ahora es el turno del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez; su libro Hasta luego, míster Salinger, ofrece una mirada sensual y risueña del amor, no exenta de una nostalgia agridulce.

Méndez Guédez es uno de esos escritores incapaces de escribir una frase floja. La prosa destella; hay ecos del mejor Bryce Echenique -ese gran escritor a quien hace mucho tiempo echamos de menos--, pero la elegancia, la levedad y el sentido del ritmo son todos suyos: "la madre de Alberto era un olor cremoso, un olor cítrico y acaramelado que flotaba como una nube y que era su anuncio, la orilla de un olor, la esponjosidad de un olor, el olor mismo, y luego la madre de Alberto".

Hasta luego, míster Salinger tiene algunos relatos, como "En marzo florecen los prunos", que se leen como poemas en prosa (no desconfíen: estamos en buenas manos); hay otros en los que el recuerdo del amor pasado se convierte en conocimiento del dolor ("Tus ojos que me olvidaron tarde", "La Nova 74"); hay el ocasional texto que no funciona del todo ("Amanecer"), y al menos un par de cuentos magistrales ("El ojo insomne de las peceras" y el que da su título al libro).

"Una ciudad es sólo el lugar donde abrazas y te abrazan", leemos en uno de los cuentos; esa frase podría ser el emblema de este libro. El gran logro de Méndez Guédez es haber rescatado esta frase de los peores lugares comunes de la poesía amorosa en español (digamos, el Benedetti más adolescente).

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30 de julio de 2008
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El culto de los rockeros autodestructivos

 

Tengo una amiga escritora, algo nihilista, que ha cumplido veintisiete años y dice que está en la edad ideal para morirse. Me suena raro: nunca he escuchado nada sobre la "crisis de los veintisiete". Ella me explica, con un tono algo trágico, que no hay nada mejor que morirse joven, y me pone como ejemplo la vida de Kurt Cobain: ha quedado ahí, congelado en el tiempo, de veintisiete años para siempre. Dice: "sus canciones eran los himnos de mi generación, en el colegio". Pienso en el romanticismo inevitable de la edad, en los mitos del arte, y me digo que hay algo ahí que no ha cambiado desde hace un buen tiempo. De modo que consigo los DVDs de Control (2007) y Last Days (2005), y trato de ver cómo se reinterpreta estos días el mito del artista joven, trágico y muerto antes de tiempo.

Last Days, la película de Gus Van Sant basada libremente en los últimos días de Kurt Cobain, muestra a un cantante de rock, Blake (Michael Pitt), en estado catatónico. Cuando comienza la película, Blake ya está perdido para el mundo. En vez de hablar, murmura palabras ininteligibles; la gente que se le acerca apenas rasga su coraza. Alguien se lo dice: se ha convertido en el "cliché de una estrella de rock". Blake camina por el bosque, entra y sale de una casona en la que viven otros músicos, va a fiestas pero no participa de ellas, escucha lo que le piden pero no responde. Es fácil impacientarse con Blake, criticar su inmadurez, su autoindulgencia, quizás porque Van Sant no se ha preocupado por llenar los espacios en blanco: debemos asumir que estamos ante una estrella, un gran artista. De otro modo, ¿por qué deberían importarnos los últimos días de Blake, su suicidio anunciado?

Control, dirigida por Anton Corbijn, narra la historia de Ian Curtis (Sam Riley), el carismático cantante de Joy Division, un grupo clave del post-punk inglés de fines de los setenta. Filmada en blanco y negro, Control nos da una visión más completa del artista torturado que Last Days: podemos apreciar a un Curtis epiléptico, que lucha entre el amor (o dependencia emocional) por su esposa Deborah (Samantha Morton) y la intensa atracción que siente por su amante. La fragilidad física y emocional de Curtis lo lleva al suicidio; el cantante inglés puede haber sido joven e inmaduro, pero su muerte no se debe al cliché: no son las presiones del estrellato las únicas que contribuyen al suicidio, aunque sí se sugiere que tienen algo de culpa los empresarios ambiciosos (ese otro cliché), al minimizar la epilepsia de Curtis y obligarlo a cantar cuando él se daba cuenta de lo débil que estaba y no quería seguir.

Al final, no debería importar tanto la edad sino lo que se hizo con ella. Lo cierto, sin embargo, es que en esta época en que ser joven es un valor trascendente en sí mismo, el culto del artista desaparecido en su juventud se halla en pleno apogeo. Hubo una época en que se adoraba a los poetas malditos; hoy la poesía ha cedido su lugar de privilegio a la música, y el culto es de los rockeros autodestructivos. Dylan Thomas vendrá pronto al rescate de la poesía, con el estreno de la película The Edge of Love, sobre su vida de excesos y muerte temprana. Pero, como un crítico inglés dijo por ahí, Thomas fue probablemente "el último poeta en ser tan famoso como una estrella de rock"; el círculo se completa.   

(La Tercera, 28 de julio 2008)

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27 de julio de 2008
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Ciudades virtuales y literatura: Accelerando

Termino con dos narrativas recientes relacionadas con estos mundos virtuales. Una pertenece a Cory Doctorow, la otra al inglés Charles Stross, dos de los principales escritores de la ciencia ficción contemporánea. En "Anda's Game", un cuento de Doctorow en el libro Overclocked (2007), lo que se hace patente es que en los mundos virtuales de hoy la división colonial del trabajo de otras épocas sigue vigente. El cuento trata de una fábrica maquiladora virtual: los obreros que reciben un sueldo miserable para pasarse muchas horas al día frente a la computadora haciendo actos rutinarios para conseguir puntos que permitan a los patrones comprar algunas de las vestimentas y armas preciadas por los jugadores de las comunidades virtuales (estas vestimentas y armas se pueden comprar luego en eBay). Mientras los jugadores se conectan al juego desde las grandes capitales de Occidente y en los países más desarrollados del continente asiático, las maquilas se instalan en países como México e Indonesia. Parecería que, en relación a ciudades y mundos virtuales, algunas cosas deben cambiar para que todo permanezca igual.

En cuanto a la novela de Stross, Accelerando (2006), ésta trata de las desventuras de Manfred Macx, un capitalista filántropo que se encarga de desarrollar tecnologías y luego permitir el libre uso de ellas. A diferencia de los personajes de Gibson y Stephenson, Macx vuelve a caminar por la ciudad, pero ahora lo hace con unos lentes -"goggles" también-que le permiten recibir continuamente información. Al comienzo de Accelerando, Macx acaba de llegar a Amsterdam:"Martes de un cálido verano, y él se halla en la plaza al frente de la Centraal Station con sus pupilas mirando a todas partes y los rayos del sol reflejándose en el canal, scooters y ciclistas kamikaze manejando a toda velocidad, y turistas cuchicheando por todas partes. La plaza huele a agua y suciedad y metal caliente y el humo exhausto de los convertidores catalíticos; suenan al fondo las campanas de los tranvías, y los pájaros vuelan sobre su cabeza. Él mira al cielo y coge una paloma, recorta la foto y la coloca en su blog para mostrar que ya ha llegado".

Macx camina eufórico por Amsterdam, con el "dinámico optimismo de otra zona temporal, otra ciudad". Pero no se trata sólo de la ciudad-de los punks y los barcos de turistas y los molinos que encuentra a su paso--, sino de lo buena que es su banda ancha, pues Macx, mientras camina, va, a través de sus lentes, escribiendo su blog y recibiendo información: "Sus canales se despliegan en una esquina de la pantalla, disparando información comprimida de prensa, luchando por su atención, peleando agresivamente frente al paisaje". Así, mientras espera una invitación para una reunión de negocios, Macx se entera de que Rusia ha reelegido a un gobierno comunista y China se prepara para rehabilitar a Mao, y el gobierno de los Estados Unidos está lidiando con los problemas acarreados por la división de Microsoft en tres compañías.

En la novela de Stross, la biotecnología ha logrado la fusión del hombre con la máquina. Nuestro cerebro, nuestros órganos de percepción, todavía nos sirven, pero ahora funcionan ayudados por chips y instalados en nuestro cuerpo. Si los lentes se le pierden, Macx pierde la capacidad de entender todo lo que lo rodea.

Las fantasías de Gibson y Stephenson eran de su tiempo, de un momento histórico en que las computadoras portátiles no eran tan poderosas como eran hoy. Ahora, gracias a las conexiones sin cables, gracias a los chips sofisticados que se pueden encontrar en los iPods, cámaras digitales y celulares que llevamos a todas partes, los personajes de Stross vuelven, como imaginaba Benjamin, a deambular por las calles de las grandes ciudades. La única diferencia es que ahora llevan el ciberespacio o el Metaverso consigo, de modo que lo real termina fusionado con lo virtual.  

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24 de julio de 2008
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Ciudades virtuales y literatura: Snow Crash

La realidad que describe Snow Crash, la novela de Neal Stephenson, es mucho más parecida a la experiencia que Second Life puede proporcionar que a la de Neuromancer. El protagonista, Hiro, ingresa al Metaverso desde el living de la casa que comparte con Vitaly Chernobyl. Lo único que necesita son auriculares y "goggles" -versiones sofisticadas de aquellos que se usan para la natación--. La computadora proyecta sonido en estéreo digital en los auriculares e imágenes en tercera dimensión en los "goggles", de modo que Hiro no está en la casa sino en "un universo generado por computadora" (24). No hay un aislamiento total; cuando Vitaly toca la guitarra, Hiro la puede escuchar.

Stephenson menciona continuamente la relación que existe entre los dos planos en los que se mueve Hiro: el Metaverso, y la Realidad (escrita con mayúsculas). El Metaverso es una versión exagerada de la Realidad; allí siempre es de noche, y la ciudad es usada como un punto de comparación: Downtown, por ejemplo, es como "una docena de Manhattans" (26); la calle principal está generalmente ocupada por el doble de la cantidad de gente que vive en Nueva York.

El Metaverso se esfuerza porque los "avatares" que lo pueblan no "destruyan la metáfora" (36), es decir, mantengan la ilusión, no rompan el principio de verosimilitud. Hay reglas a seguir: por ejemplo, "El protocolo de la Calle señala que tu avatar no puede ser más alto que tú"; o: "materializarse de la nada (o desvanecerse de regreso a la Realidad) se considera una función privada que hay que dejar para los confines de tu casa". Sin embargo, no siempre se siguen las leyes de la Realidad. En el Metaverso hay barrios donde las reglas básicas del tiempo y el espacio no funcionan, o lugares donde la gente puede dedicarse a matarse entre sí.   

A diferencia del ciberespacio de Gibson, el Metaverso de Stephenson es un lugar hiperdesarrollado comercialmente. El Metaverso está controlado por GMPG (Global Multimedia Protocol Group); las grandes corporaciones que quieran hacerse de un lugar en el Metaverso deben primero conseguir la aprobación del GMPG. Así, el Metaverso funciona a través de las más darwinianas leyes de funcionamiento del mercado capitalista. Gente como Hiro ha conseguido un espacio gracias a que ha llegado primero.       

Stephenson también insiste en que el Metaverso es, pese a sus reglas estrictas, un lugar para el desarrollo de las fantasías individuales. Esto se ve en la forma en que los participantes del juego escogen a sus avatares: "Si eres feo, puedes hacerte de un avatar hermoso. Si te acabas de levantar de la cama, tu avatar puede seguir vestido con ropas maravillosas y maquillaje aplicado profesionalmente. En el Metaverso puedes locir como un gorila o un dragón o un pene gigante y hablador". Hiro, el "hacker", es en el Metaverso un "príncipe guerrerro": "cuando vives en un lugar de mierda, siempre puedes recurrir al Metaverso" (63).

Por supuesto, las fantasías también tienen su precio. Comprarse un "avatar" customizado es caro, por lo cual la mayoría de la gente debe recurrir a "avatares" que se encuentran en los estantes de las tiendas y cuyo diseño varía muy poco de uno a otro modelo; los más populares son Brandi, para las mujeres, y Clint, para los hombres. Además, si a uno se le da a elegir qué quiere ser en este mundo de fantasía, serán escasos los que decidan voluntariamente ser obreros o niños. Hay una preponderancia de actores y estrellas de rock.

Está claro que si la cuestión económica importa tanto en el Metaverso, la diferenciación de clases y razas de las participantes suele ser obvia: la mayoría de los participantes son norteamericanos y asiáticos, y hay una alta concentración de gente con mucho dinero y que está muy al tanto de la moda. Si todos los avatares son guapos y relucinentes, tener uno muy rudimentario, en blanco y negro, como el de Juanita, una de las principales diseñadoras del Metaverso, se convierte en un gesto de rebeldía.   
 
Stephenson se enfoca en la infraestructura de estos mundos virtuales de fantasía, y convierte a su novela en una aguda crítica social de la que está exenta la novela de Gibson. En Snow Crash, la plaga de la fantasía que aflige a las nuevas ciudades virtuales es la de un espacio restrictivo, en el que no hay libre acceso para todos, y en el que las diferencias económicas, de clase y raza terminan por jugar un papel preponderante en el triunfo social que uno pueda llegar a conseguir en el Metaverso. No hay lugar para todos, el determinismo social y el darwinismo económico le ganan la partida a las buenas intenciones de crear un espacio virtual que permita la libre expresión.

Hiro, el flaneur del Metaverso, no es un hombre de extracción social acomodada; su suerte, aquello que le permite sobrevivir en el Metaverso, es su habilidad tecnológica. Es, como Case en Neuromancer, un hacker, alguien que se especializa en obtener información de todo tipo. Esa información obtenida es luego descargada en la Biblioteca -un lugar que solía contener libros y ahora sólo tiene muchos unos y ceros que pueden leerse a través de máquinas--; los clientes que quieran usar esta información deberán pagarle a Hiro.

Tanto Gibson como Stephenson sugieren que el gran material de oferta y demanda de los nuevos escenarios virtuales es la información. En "las alucinaciones consensuales" del ciberespacio y del Metaverso, ya no importan los objetos sólidos que eran valorados en las grandes ciudades del siglo XIX y el XX. Aquí lo que prima es la importancia que una determinada combinación de unos y ceros tenga en los futuros clientes. Para sobrevivir en estas ciudades, si uno no pertenece a la clase social privilegiada, deberá trabajar al margen de la ley valiéndose de sus habilidades tecnológicas. Case, el "cowboy", y Hiro, el "príncipe guerrero", son hackers, seres especializados en penetrar en lugares virtuales vedados a otros.

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23 de julio de 2008
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Ciudades virtuales y literatura: Neuromancer

Me interesa explorar cómo tres novelas de ciencia ficción han imaginado algunos de los contornos del paisaje que se despliega hoy ante nuestros ojos, en el que las ciudades y los mundos virtuales comienzan a ser parte de la vida cotidiana de los habitantes de las ciudades reales. Las dos primeras, muy conocidas, son Neuromancer (1984), de William Gibson, y Snow Crash (1992), de Neal Stephenson. La tercera es Accelerando (2006), de Charles Stross.

La ciencia ficción, aunque dice cosas del futuro, retrata sobre todo nuestro zeitgeist actual, y por ello nos puede ayudar a entender el presente. Si la literatura suele ser una suerte de laboratorio textual donde se experimenta con diversos modelos de relacionamiento interpersonal y de reconfiguración social, entonces quizás Neuromancer y Snow Crash sean buenos puntos de partida para empezar a entender este mundo nuevo en el que lo real se articula con lo virtual de maneras muy complejas, y se expande nuestra capacidad de percepción y sensación.       

Neuromancer, novela del canadiense-norteamericano Gibson, central en el canon de la literatura cyberpunk, ocupa un lugar privilegiado en el panteón de la cultura popular porque fue en sus páginas que apareció por primera vez la palabra ciberespacio, término que fue imaginado y definido por Gibson con notable precisión. En la novela, el protagonista principal, Case, es un "cowboy", un mercenario cuyo trabajo consiste en pasar gran parte de su día en las ciudades virtuales del ciberespacio, tratando de robar información para quienes lo contratan.

Lo novedoso del trabajo de Case es que, a la manera de un oficinista de la dirección de impuestos o un empleado de banco, su trabajo no consiste en arriesgar su vida en las calles peligrosas donde los cowboys y mercenarios reales suelen desplegar sus actividades, sino en ingresar a un cubículo donde su vida suele estar a salvo. De hecho, en la imaginería de Gibson, los lugares desde donde uno se conecta al ciberespacio son análogos a "ataúdes", blancos y de fibra de vidrio pero "ataúdes" al fin: así de estáticos, con la obvia sugerencia de una muerte en vida para Case.

Como dice Mauricio Montiel en La errancia, Walter Benjamin sugirió que "la ciudad era -y sería-el campo de acción del viajero contemporáneo, el territorio que sus pasos irían reconociendo día tras día para constituir un mapa móvil, en perpetua evolución, que se superpondría a los de los antiguos exploradores" (13). ¿Qué le pasa a ese viajero de la ciudad a fines del siglo XX y a principios del XXI? ¿Cómo ha evolucionado el mapa móvil de Benjamin? ¿Qué es lo que se explora hoy?

El primer elemento de cambio fundamental en la experiencia de la ciudad hoy es que el flaneur de Benjamin ya no necesita salir a la calle para hacer suyo el paisaje urbano, deambulando por parques y centros comerciales como si en ello se le fuera la vida. Case, con los electrodos conectados a su cabeza en el ataúd de fibra de vidrio, tiene un campo de acción diferente. Es un "constructo artificial" el que lleva a cabo las actividades de Case en esa "alucinación consensual" que es el ciberespacio.

Case no es un flaneur propiamente dicho, pero en su experiencia también se encuentra el deambular por la ciudad: "Parecía que había una ciudad más allá de la curvatura de la playa, pero estaba lejos... La ciudad, si era una ciudad, era baja y gris. A ratos la oscurecía la niebla que se deslizaba sobre el sol... Él giró la cabeza y miró hacia el mar, ansiando encontrarse con el logotipo en forma de holograma de Fuji Electric, con el ruido de un helicóptero, con cualquiera cosa... Cuando hubo dado una doceba de pasos en dirección a la ciudad ahora invisible, se dio la vuelta y miró hacia atrás a través de la creciente oscuridad... Concluyó que había recorrido por lo menos un kilómetro antes de percibir la luz".

Case puede caminar un kilometro sin moverse. La ciudad que aparece ante sus ojos no es la misma de la realidad, pues para experimentar su matriz debe ocurrir una "drástica simplificación de los sentidos del hombre". Se trata de una "representación gráfica de datos sacados de los bancos de todas las computadoras en el sistema humano". Cuando Case se mueve por las calles y se pierde entre la multitud, puede escuchar fragmentos de música y oler perfume y orín. Pero en ese viaje al ciberespacio, el cuerpo prácticamente desaparece -de hecho, los "cowboys' desprecian el cuerpo-- y es visto en menos: todo se experimenta a través de la conciencia, del cerebro.

William Gibson no está de acuerdo con los analistas culturales que comparan las comunidades virtuales que han aparecido últimamente con la que aparece representada en Neuromancer. Hay, es cierto, una diferencia fundamental entre la Second Life de hoy y el ciberespacio tal como Gibson lo imaginó. En Second Life, el jugador está muy consciente de la diferenciación entre su realidad y la realidad de su avatar; no hay una "inmersión total". En el ciberespacio de Gibson, se pierde esa diferenciación: cuando Case ingresa en el ataúd de fibra de vidrio, conecta los electrodos a su cabeza y hace el "flip", el ciberespacio se convierte en la realidad de Case.

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22 de julio de 2008
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Giovanna Rivero

Si Giovanna Rivero fuera una escritora mexicana, hace rato que estuviera publicando en Anagrama o Tusquets; si una argentina, hace rato que hubiera ganado un par de premios importantes y habría sido traducida al francés o al alemán. Como no lo es, las cosas tardan más de lo que deberían. No importa: los que conocemos el secreto sabemos que es cuestión de tiempo para que los lectores fuera de Bolivia se enteren de que Giovanna ya es una escritora latinoamericana de primer nivel.

El último libro de Giovanna, Tukzon: historias colaterales, acaba de ser publicado por La Hoguera, una emprendedora editorial de Santa Cruz que en poco tiempo se ha convertido en un referente imprescindible de la narrativa boliviana contemporánea. Giovanna ha logrado esa rareza: reiventarse por completo de un libro a otro, y dar, a la vez, un salto cualitativo admirable. Los cuentos de Tukzon van, de a poco, armando una novela: la historia de una periodista de una revista freak, a la que se le ha pedido escribir una reportaje sobre los "coyotes". Tukzon transcurre en un Estados Unidos en el que el futuro ya es el presente: no es un libro de ciencia ficción, pero sí uno sobre, entre otras cosas, el impacto del imaginario de la ciencia ficción en la vida cotidiana.

Nada en este libro de choques de culturas es casual. El título, por ejemplo, tiene una explicación rebelde: "Escribo Tukzón para no olvidar cómo no se pronuncia. Las extranjeras tenemos líos con esa pronunciación. De hecho, quieren que nos comamos la K. Por eso mismo escupo la K". Los textos se desplazan por algunos de los paisajes más emblemáticos de los Estados Unidos -Miami, New York, el Sur, el Midwest--, y aparecen, en frecuente colisión, policías y polizontes, presidentes e inmigrantes ilegales, escritoras becadas y jóvenes extraviadas. Los personajes extrañisimos se suceden sin descanso, y todos tienen una razón de existir más que justificada: el agente H., Ariadna Némesis, o la adolescente que muere en el atentado a las Torres Gemelas y luego, desde otra vida, nos cuenta cómo fue que ocurrió lo que ocurrió: "Mientras volaba pensaba en mamá y en cómo ella no quería que yo fuese con Sue o Amber a tocar el saxo o la guitarra, según cómo se iba rasgando el día, en la azotea de la Torre Sur, donde nos turnábamos con un par de argentinos que bailaban tango, una música tristísima que quizás fue lo que atrajo tanta mala suerte".

"Nieve", "Desierto", "Noche", "Other Voices", "Viaje a Broaway": estos cinco relatos son de antología. Estoy seguro que otros lectores descubrirán más.

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21 de julio de 2008
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Los dinteles de la gloria

Para llegar a San Ignacio desde San Javier, uno debe sufrir cinco horas de un camino de tierra y lleno de baches. Llegué por la noche, mareado; en la plaza me esperaba Jesús, el guía, que me llevó a comer y luego al hotel Casco Viejo.
 
Me sorprendió que San Ignacio fuera tan grande (bueno, relativamente hablando: 25.000 habitantes). Había mototaxis, una tienda de lencería, algunos karaokes. Partimos con Jesús por la tarde, a conocer la misión de San Miguel, a casi 40 kilómetros. Por el camino, Jesús me entretuvo cantando. Una de las canciones parecía un valcesito peruano y tenía en su letra frases memorables como: "amarte a ti fue como tocar los dinteles de la gloria". Recordé la prosa de algunos escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX (cuando los personajes de Mallea entraban a una habitación, no encendían la luz; hacían que se hiciera "la lumbre en las tinieblas").
 
Jesús, que tenía 55 años, me contó que había vivido muchos años en Santa Cruz, pero que había fracasado y decidido volver a su pueblo. Era raro, escuchar a alguien hablando tan sin barnices de sus fracasos. Luego cantó: "San Ignacio, pueblo mayor, no te cambio ni por Nueva York".
 
En la puerta de la iglesia de San Miguel, Jesús se puso a cantar en latín y me dijo que de niño había sido monaguillo. Luego me contó que los habitantes de San Miguel tenían la particularidad de hablar un español muy alambicado; no decían "aquí hay gato encerrado", sino "aquí hay felino cautivo", y a los gallos de pelea los llamaban "plumíferos gladiadores".
 
Al final, pude apreciar la iglesia de San Miguel, convencerme de que los jesuitas evangelizadores estaban en lo cierto cuando escribían, admirados, de la capacidad de los indígenas de la zona para el tallado de madera. Pero lo cierto es que, por la noche, la iglesia se me fue difuminando, devorada por la presencia de ese gran personaje que era mi guía.
 
Por lo noche, al volver a San Ignacio, pude ver, en el mercado, que la licorería Bin Laden se hallaba al lado del bazar La explosión (o mejor: La exploción). Sonrientes, afables, los habitantes de San Ignacio tenían un sentido del humor muy negro.

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18 de julio de 2008
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En las misiones

De las misiones sólo tenía una imagen cinematográfica, la de la película La misión. Compruebo ahora que la realidad es harto más fascinante -como suele ser-, pero, claro, hay también muchos puntos muertos y el drama parece haber ocurrido en otro mundo. De hecho: era otro mundo.
 
La misión jesuítica de San Javier, fundada en 1691, se halla en la región de Chiquitos, en el departamento boliviano de Santa Cruz. Son un poco más de doscientos kilómetros desde Santa Cruz, y la carretera está en buen estado. San Javier es un pueblo desangelado, con un exceso de puntos de llamadas y almacenes para las flotas que se detienen por aquí. La gente te abre las puertas aunque tengas pinta de turista desubicado. Es invierno, pero el calor es sofocante. Los mosquitos se portan bien.
 
La iglesia, en la plaza, está restaurada y tiene un aire imponente: el barroco mestizo en toda su gloria. Eduardo, el guía, me abre la puerta principal sin permiso, "para que saque una buena foto". Contemplo algunos restos de los instrumentos musicales que el jesuita Martin Schmid creó sin tener experiencia alguna en su construcción, y que sirvieron para evangelizar a los pueblos de la zona. Veo los facsímiles de las partituras creadas por los jesuitas y los indígenas: música barroca de alta calidad, que ha dado lugar a un festival musical en la región, cada dos años.
 
Eduardo me muestra el lugar donde dormían los jesuitas. Me sorprendo: sólo había dos o tres por misión, los suficientes, parece, para "civilizar" a todos los indígenas de la región. Leo los textos fervorosos del buen Schmid, un suizo que cuando llegó a esta región utilizaba el latín para comunicarse con los indígenas. Todo huele a osadía, a locura, a bien intencionado fanatismo religioso. Sí, la iglesia católica es culpable de mucha barbarie en su larga historia, pero aquí, en San Javier, se encuentran los restos de una de las empresas que mejor la justifican. No por la conversión religiosa, sino por la creación de un arte sofisticado en el encuentro entre religiosos europeos e indígenas de la Chiquitania.
 
A catorce kilómetros de San Javier se hallan unas muy recomendables aguas termales. Esa noche, mientras me bañaba a la luz de la luna en pleno trópico, apareció una familia menonita. Se bañaron conmigo, me ignoraron.
 
Hablaban en lo que parecía ser una versión rudimentaria del alemán. Luego, un caballo apareció de la nada y se acercó a la poza natural en la que yo estaba. El caballo, los menonitas, el lugar desolado, la noche: pensé en un cuento de Carver, en uno de Alice Munro. Sí: esta vez, la realidad le ganaba la pulseada a la ficción.

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17 de julio de 2008
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El Boomeran(g)
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