Anoche presentamos en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, la primera novela de Juana Vázquez, Con olor a naftalina, publicada por Huerga&Fierro, que me llevó a hacer algunas reflexiones:
Lo mejor que podemos hacer para abrir la novela de Juana Vázquez es no ir con ninguna idea preconcebida.
Lo mejor que podemos hacer es no intentar forzar la lectura y obligar al texto a que sea como estamos acostumbrados que sean habitualmente los textos. Y estas recomendaciones que sirven para cualquier novela en el caso de Olor a Naftalina se convierten en imprescindibles. Como decía Mercè Rodoreda, "una novela se hace con una gran cantidad de intuiciones, con cierta cantidad de imponderables, con agonías y resurrecciones del alma, con exaltaciones, con desengaños, con reservas de memoria involuntaria...toda una alquimia". Creo que Juana estará de acuerdo con estas palabras, sobre todo, porque me ha gustado mucho leer los nombres de algunos de mis escritores favoritos como Natalia Ginzburg o John Cheever asomando en el texto como esas florecillas de campo que uno no se cansa de ver, que no se pasan de moda y que resisten el calor y las heladas.
Esperemos que algo así ocurra con tu novela. Lo mejor que podemos hacer con ella es dejarnos llevar, dejarnos envolver y arrastrar por la corriente de emociones y sensaciones que forman el caudal narrativo y existencial de la extraña familia Martínez Salazar. Claro que ¿qué persona no es extraña si se la mirase por dentro, si supiésemos todo de ella, sus más oscuros deseos, sus intenciones más secretas?
Ni siquiera penséis mientras leéis esta historia porque cuando cerréis el libro no podréis dejar de pensar en ella en bastante tiempo. Limitaos a respirar porque habrá tramos de la novela que os cortarán el aliento. Os aconsejo que simplemente os dejéis engullir por sus páginas, sus frases, sus palabras.
Como filóloga, Juana conoce muy bien el valor de las palabras y sabe que incluso una palabra vulgar colgada en el sitio justo adquiere un brillo especial. Precisamente su atracción por el alma de las palabras, por lo que podemos revelar de nosotros mismos a través de ellas la convirtió en poeta. Y como poeta nos ha regalado libros, cuyos títulos dicen mucho de por qué territorios se adentra Juana: Signos de sombra, En el confín del nombre nos+otros y Gramática de luna.
Y ahora nos sorprende con una novela, donde por ejemplo en la página 127 dice: "Un café que sabe a ventana, un país que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso, un caracol que sabe a enredadera... Compliquemos las palabras antes de que ellas nos simplifiquen. ¿Qué cosas se me vienen a la mente! ¿De dónde brotan los pensamientos?.. Y esto que escribo ¿querrá decir algo?... Y ¿qué es eso de decir algo?... Siempre que hablamos decimos algo". Por supuesto que, conociendo a la autora, una novela suya tenía que ser coherente con su naturaleza poética. Tenía que ser como ella es. Y este es su principal rasgo de madurez creativa: que no se haya dejado tentar por caminos que no le son propios, y que su materia prima (el material sensitivo que le permite asociar y relacionar las cosas de la vida) simplemente lo haya moldeado de esa otra manera llamada novela. Así que no nos confundamos pensando que nos encontramos ante un poema largo. Se trata de una novela en toda regla, con una estructura muy calibrada, que podríamos llamar interna, por los continuos detalles que van creando correspondencias en la mente del lector. Parece que para Juana la novela no es un mecanismo sino un organismo en que todo se relaciona.
Por eso lo mejor es que nos dejemos balancear entre lo bello y lo escabroso de esta historia tan humana que enlaza con la tragedia griega y los mitos clásicos, pero (he aquí la diferencia) sin tragedia, sin exclamaciones, ni gritos ni aspavientos, lo que aún produce más desasosiego, inquietud, casi nerviosismo. Enlaza con la mitología del miedo, encarnada en los tabúes, a cruzar la frontera moral que nos haga distintos a los demás y nos aparte de la normalidad social.
Esta novela tiene el valor de ponernos frente a las narices, de una manera delicadamente violenta, el espejo en que vemos lo que tal vez haríamos de no existir el miedo y la culpa. Porque esta novela está al otro lado de todo: al otro lado del lenguaje corriente, de las normas corrientes, de la gente corriente y, sobre todo, de las madres y las hijas corrientes. Está al otro lado de las relaciones familiares tal como las aceptamos. En estos momentos de crisis en que al sistema capitalista se le está dando la vuelta como un calcetín, en que con Wall Street está cayendo algo más que los bancos, esta es la novela que hay que leer.
La naturalidad y ausencia de dramatismo con que Sharba vive su sexualidad es lo que más sacude al lector. Sharba es la hija, una adolescente, cuyo nombre ya indica que viene del otro lado, del espejo hiriente. Su madre, Yaiza, viene explícitamente de otra cultura, de un país exótico, con otras costumbres, es la extranjera Medea aunque sin matar a los hijos. El padre, Eduardo, las criadas: Eugenia y Marta, y el hermano: Hugo son más de este mundo, más como nosotros. Aún así el universo de esta familia parece salir de nuestro inconsciente colectivo. No se desarrolla fuera (en la llamada realidad), sino en el interior de nuestra mente, donde la vida adopta otro valor. Por eso es bellamente extraña, porque en el país de la mente el lenguaje es diferente, los espacios son otros y el tiempo no tiene importancia. Y aun así es una novela con un sutil pero sólido ensamblaje, una intriga psicológica de gran calibre y de la que no quiero desvelar más y unos personajes que nos plantean severos problemas morales.
Así que lo mejor que podemos hacer es comprar esta novela, luego abrirla como quien abre una caja fuerte. En esa caja fuerte se encontrará a la familia Martínez Salazar. Y dentro de la familia, un secreto. Y dentro del secreto a la condición humana.
Según vayamos leyendo, el poema se irá transformando en novela, y la novela en vida íntima y verdadera.