Por lo visto, Madrid es una de las pocas ciudades a las que puede nombrarse con un plural. Pronunciado con el debido acento, los madriles suena como el título de una zarzuela escrita con el gracejo castizo tan característico en coloquios y tertulias pasajeras. Una ingeniosa invención para una ciudad que quiso ser muchas ciudades. Quizá en su día la acuñaron vecinos asombrados de ver crecer los arrabales de la ciudad, resignados a perder de vista los barrios que edificaban los recién llegados. Los publicistas modernos podrían haber patentado la expresión como sinónimo de la diversidad cultural, mestiza y desinhibida que identifica a la capital de España.
En contra de los monocordes patrones identitarios que ondean en la periferia ibérica, allí donde tan política es la denominación de origen, los madriles podría ser sinónimo de la practicidad comunitaria de lo posmoderno. Un espacio urbano designado por la utilidad de un presente incesante, en donde gracias a razón y a comunicación se prescinde del farragoso entusiasmo que en otros lugares inspiran las genealogías míticas, las fantasías épicas y las toponimias clasistas. Hay una distinguida complacencia en esta ciudad de individuos a los que sólo conmueve el poderoso flujo de su singular historia personal.
En los madriles. En ningún otro lugar podría pasar más desapercibida la proclamación de los ecuatorianos. Quizá fuera inevitable recordarlo, pero en Madrid parecía una gentileza, y no una obviedad, mencionar la procedencia de los muchachos que ETA asesinó en Barajas.
Paseando con los madrileños por el Paseo Recoletos, entre la Plaza Colón, la Plaza Cibeles y la Puerta de Alcalá, podía corearse cualquier consigna contra la prepotencia criminal del Movimiento Vasco de Liberación Nacional. A esta agotadora y ofensiva reiteración de lo dicho ya tantas veces, a esta cansada aunque decidida aglomeración, pertenecen sin más preámbulo los que van llegando a la ciudad.
