Vicente Verdú
Todo periodo que, en lo económico, lo político o lo artístico, se llenó de escuelas, movimientos y sus correspondientes manifiestos han sido tanto menos libres como más aburridos. Si se refiere a la política económica o a la economía política, cada una acabó echando las cosas a perder siguiendo unos u otros preceptos sagrados. Desde el liberalismo al comunismo, desde el equilibrio presupuestario al keynesianismo llenaron la intelectualidad de certezas y redujeron la complejidad social a un garabato. Y no se diga ya si se trata de movimientos artísticos.
Nada más tedioso en un museo que entrar en una sala consagrada al cubismo, otra destinada al impresionismo, otra al expresionismo, y así hasta la consecuencia de que el arte, en vez de ser una autoría personal, era como una obra oficial gobernada por una superautoridad oficializada.
Esa autoridad o moda imperante disfrutaban de tal poder a que imponía, aun sin quererlo, las formas de expresarse y hasta el contenido de la dicción. Los motivos, los colores, las formas, los efectos, los temas, el estilo en general se hallaban a la orden de una determinada "escuela". Y nada parece hoy más deprimente que ver a cohortes de artistas atados como en una cuerda de reos, presos de la época y de su estética capital.
¿Manifestarse personalmente? Para eso estaban los manifiestos conjuntos. ¿Exponerse libremente? Para eso estaban todas las muestras clasificatorias desde Viena a Nueva York, desde el Albertina al MoMa, que mandaban sobre el orden de la inspiración.
¿La inspiración? La inspiración, efectivamente. Porque la manera en que se concibe y se realiza una obra dentro de una escuela boyante era como el producto de un vasallo subordinado al mejor patrón.
Los tiempos de ahora son intempestivos pero no menos que el de los estruendos rapaces del aufklärung. Son tiempos crudos pero en parte más interesantes que los dulces escarchados del impresionismo francés. Son hoy, tiempos de pesadilla, pero incomparablemente menos cursis que todo el sueño surrealista, desde Magritte o Dalí.
En suma, esta época tiene a su favor no estar incluida en ninguna otra. Es decir, algo debía de tener para que pudiera ser. Y es, en especial, su condición de tiempo nuevo, tan duro y cruel como virtualmente libérrimo. Tan propicio al austericidio y al suicidio individual como propenso a la inauguración de un momento en el que todavía la sociedad no ensayó vivir.
¿Teorías? Todas las teorías se han hundido como también todas las modas han pasado de moda, han pasado de ser ridículos mandatos a ser motivos de desobediencia civil.
Cada cual ha recobrado así una extraña porción de libertad. Sea como artista, como ciudadano, como consumidor o como activista se halla en mejores condiciones para desarrollar su manera de estar.
Y la Red es el ejemplo máximo de cómo el manifiesto de una vanguardia se haya carcomido ahora por la manifestación de heterogéneos puntos de vida y vista. ¿La colectividad? Lo que importa no es hoy la colectividad sino la comunidad. La reunión de lo diverso, la coexistencia de lo distinto, el ejercicio de lo mejor sin haberse alistado o poseer el carnet de socio o de partido. Los artistas, como los dirigentes, deben ser juzgados en cuanto a su mérito y no por su adhesión.
Los líderes políticos, si siguen existiendo mañana, deben ser elegidos, juzgados y demolidos por los ciudadanos; no por hallarse afiliados a una formación.
Sin teorías, pensábamos, no se puede pensar, pero lo cierto es que el pensamiento fue siempre anterior a la teoría, que no vino a ser otra cosa sino una "racionalización" del pensamiento presente y anterior.
Sé es esto o aquello. Nos salvaremos o nos hundiremos no por un teorema a fuerte sino por la flexible inteligencia aplicada a la complejidad de la situación. "A largo plazo", decía Keynes, "todos muertos". Pero hoy, a medio plazo, terminaremos beneficiados, sin duda, por la ausencia de un diktat que nos encierre, como antaño, en un herrumbroso campo de concentración.