Vicente Verdú
Entre mi ordenador en Madrid y esta pantalla hay 480 kilómetros si se miden en términos de longitud, en todos los demás términos se trata de una distancia intraspasable. Mientras en Madrid sigo oyendo el rumor de los coches tras la supuesta tecnología aislante de la carpintería metálica, aquí, desde las 11:30 a las 12:00 de la noche, ladra un perro, supuestamente de joven y de alta figura que, al no recibir respuesta, devuelve la totalidad al silencio.
Este silencio no es de tipología circular como el que se dibuja en la salida del fin de semana, ni tampoco lineal (o fatal), dirigido al cementerio. Se trata de un compuesto formado de la noche ya licuada y de la vacante gravidez de la tierra. Podría decirse que ese silencio procede desde el suelo como una amplísima emanación pulmonar. No saliendo desde los arcanos subterráneos ni de fantasías noveladas por el estilo sino de la misma y rasa superficie y como una evaporación general en connivencia con la nocturnidad.
El sonido que se desprende de nuestros pasos diurnos sobre senderos y huertas, por ejemplo, estaría relacionado con el estremecimiento del silencio extendido como una lámina apegada a la superficie y sólo ascendería desde esa cota al anochecer y al compás de la luz desvanecida.
El silencio sería así en tinieblas la otra cara de la luz y la luz, a su vez, la otra cara del silencio. No se oye el silencio puesto que no pertenece al orden del sonido sino de la visión. Pero no se ve, puesto que corresponde a la naturaleza de la ceguera. Sólo se siente como el ser que vive en la transparencia, flota sobre la piel del mundo y se difunde en la oscuridad total.