Vicente Verdú
Por si faltaba poco han vuelto a destacar a varios cocineros españoles como los mejores del mundo. ¿Será posible continuar incrementando los espacios televisivos dedicados a preparar recetas ante la absorta mirada del espectador?
Seguro que no pocas personas encuentran un consuelo y compañía atendiendo las operaciones de los telecocineros cortando o pelando sobre el banco, calentando en el horno o en el fogón, pero otros somos incapaces de contener una molesta sensación ante estos obscenos protagonistas de platos innumerables y sus exorbitados comentarios sobre el seguro regusto del guiso, la salsa o el puré en preparación. Una blanda secreción de consejos y comentarios superfluos pringa la pantalla y, se supone, que también el interior de los estómagos que atienden las palabras y humaredas que se emiten, como si cocinar fuera el más allá de la creación y degustar el resultado la forma más destacable de recrearse aquí.
Asumo que estas palabras fuera de lugar no responden sino al rechazo que opone mi organismo a la melopea de los sabores compuestos y los descompuestos afanes a propósito de ofrecer placer al paladar. El paladar representa el área más animalizada de las observables sin abrir la criatura en canal y la boca en sí uno de las cavidades de peor imagen. Por la boca se accede a la calavera y de la calavera nace el olor oscuro. En esta obligada y menesterosa oquedad, de por sí ominosa, se introducen los alimentos y no sólo los alimentos netos que nos proporcionan vida y salud, sino estas composiciones de concurso que responden no ya a la mera fruslería sino a la falsa intriga, el camelo y la pretenciosidad.