
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Nos acordamos con gran dolor de quienes quisimos y ya han muerto, pero la muerte llega a ser aún más intensa que nuestro dolor. En su interior, la densidad de la atmósfera es incomparablemente mayor que nuestra infinita melancolía y, al cabo, hace del ser que amamos más una parte leve de su mundo paradójicamente más decisiva que la gravedad del nuestro. Al evocarlos, los muertos que amamos tanto, traspasan fácilmente la barrera de su desaparición y llegan a nosotros enseguida, pero al llegar carecen por completo de peso o de realidad, esa carga central de la que les ha desposeído la muerte para siempre. Ese potente y odioso mundo, en fin, succiona para sí el espesor de nuestros seres queridos y apenas nos permite recuperar una descolorida lámina de ellos. Son ellos, sin duda, pero inexplicablemente simplificados y casi transparentes, desprovistos de olor y de peso, de toda temperatura capaz de abrazarnos cuando intentamos abrazarlos, de toda habla para responder cuando les hablamos. Seres que perviven siempre pero sólo dentro del autoclave de la muerte. Siguen vivos allí pero sólo en cuanto han permutado su cuerpo por la estela de su desaparición. Siguen vivos en la muerte pero ya, para siempre, serán de una humanidad casi insípida, materia prima de la mortalidad, laminada para apilarse en el colosal almacén de la muerte.