
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Se nota todavía mucho malestar, en unos y otros, moralistas todos, por que e la vida pública se mezcle con la privada y la privada con la pública. Se remezcle o se creen ominosos pasadizos que van de la una a la otra, tal como si estos caminos fueran atentatorios contra los derechos individuales tan sagrados que no se pueden tocar o vicios "privados" tan reservados que no se pueden "publicar". He aquí otra gran reminiscencia del glorioso pasado burgués y su victoriano siglo XIX. He aquí, de nuevo, la larga mano negra del tiempo anterior a los medios de comunicación de masas y en donde regía, siendo además muy posible el simulacro, una moral para la actuación pública y otra diferente para los comportamientos domésticos. La escena pública exigía rigor, formalidades y respetos que se esfumaban tras la puerta del piso. De este modo, el ciudadano se escindía en dos y, como todavía, se sigue aplicando a los políticos, sólo habría que juzgarlo y exigirle responsabilidades por sus acciones como personaje público y no como una persona. La monstruosidad de este planteamiento parece ya demasiado evidente pero, a pesar de ello, los usufructuarios del pensamiento inerte, los muchos que arrastran conocimientos de stock, aprendidos acríticamente, continúan pontificando sobre la necesidad de tener en cuenta a ese extraño (monstruoso) individuo de dos naturalezas, una que transcurre entre las paredes caseras y otras que emerge cuando acude al parlamento o al despacho.
Si nuestra época soporta tanto desprestigio se debe, en buena parte, al resultado de juzgarla con patrones de otra época. No se celebra por tanto que, precisamente, haber llegado a una continuidad de lo público a lo privado y viceversa allana la hipocresía y favorece la honestidad total. Propicia la "integridad". Lo otro es, en cambio, del orden del bricolage, la prótesis, la mendacidad o la impostura.
Volvemos a Max Frish: "¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente!"