Vicente Verdú
Sin justificación, durante un tiempo se adquirió en casa la costumbre de tomar cuajadas. Nunca habría imaginado una adicción así. De una parte la cuajada no merece encontrarse entre los elementos de una dieta tan asidua y sólo una prescripción médica podría impulsar un consumo tan regular. Almacenar como veníamos haciendo nosotros, habitantes de una zona sin vacas, decenas de botes con esos cuajos denotaba un desequilibrio más. Habíamos ingresado en la cuajada descuidadamente y después nos afanábamos en demostrar nuestra adhesión. La adicción familiar se mantuvo durante diez meses lo que da cuenta del desquiciamiento y la actitud acrítica con la que nos entregábamos a ese consumo abstruso de treinta botecitos semanales. No era razonable ingerir tantas cuajadas ni creo que puedan tomarse en medida alguna visto el hartazgo que llegó después.
Después de la abusiva experiencia familiar, todo aquello que hoy contribuya a convertir la cuajada en abstracción mejora la relación con ella porque, al revés, toda referencia a lo concreto aboca al rechazo.
La sensación es que se enseñoreó del frigorífico, acaparó nuestra rutina, nos empapuzó con su cuerpo viscoso y nos brindó, entre su sabor blanco, dosis de inanidad hundida en sus blanduras.
De hecho los botecitos, abandonados encima de la mesa ante el televisor, o en las repisas, nos envolvía como una escarapela de terror. Desde la cocina al salón siguen las cuajadas viajando en sueños sin liberarnos de su hondo olor mamario que antes recibíamos como una delicia y ahora se alza como un plasma de hospital. Simultáneamente, toneladas de cuajadas estarán envasándose todavía en miles de potitos como aquellos y los miles de supermercados se abastecerán de los cientos de marcas diferentes servidas por las factorías donde las obreras se tapan con un antifaz la boca y las narices para no dejar que las esencias de las cuajadas se contaminen aunque, de todos modos, las verán oscilar temblorosamente en las grandes ollas industriales y comportarse como una masa abúlica, en sí misma sorda y ciega.
. Porque la cuajada desempeñó dentro de nuestro hormiguero doméstico como el plumón que parasita al piojo o viceversa. Esa cuajada sin personalidad, bobalicona y crasa, obtenía toda la cualidad de una vana sustancia primordial y pura. Blanca, prácticamente insípida y amorfa adquiría su valor degustativo gracias a una posible función simbólica. La cuajada nos aguardaba en la nevera, se ofrecía fielmente y se aprestaba a dejarse hacer, saborear, palpar en la boca, perderse en nuestro interior como si hubiéramos deshecho entre el paladar y la lengua la consistencia de una teta y ahora el placer de ese pecho femenino lo hubiéramos absorbido en nuestro estómago.
De la indolencia de la cuajada se obtenía el placer de su docilidad, de su falta de oposición a ser engullida y aprisionada entre nuestras papilas conseguíamos hacerla parte de nuestro interior.
A partir de un momento no había ya rastro de cuajadas en casa pero por muchos meses permaneció su olvido segregando suero, expresando la oblicua delectación de antaño. El deseo de apoderarse del pecho de la mujer, abismalmente perteneciente a ese cuerpo que escapa en su indiferencia. Cuerpos de mujeres cuajados de atracciones turgentes, mórbidas, redondeadas, blancas y blandas. Anhelados cuerpos de mujer cuyo último sabor se disipaba en una degustación desasosegante, interminable, insuficiente porque de nuevo ese sabor apenas percibido se alejaba más allá y sin alcanzar a aprehenderlo. Día tras día consumiendo cuajadas con azúcar, hermosotas, suaves, cariñosas y siempre con su insolente modo de dejarse gustar sin nunca ofrecerse por completo al gusto.