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Las cuajadas

Por 4 de diciembre de 2009 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Vicente Verdú

Sin justificación, durante un tiempo se adquirió en casa la costumbre de tomar cuajadas. Nunca habría imaginado una adicción así.  De una parte la cuajada no merece encontrarse entre los elementos de una dieta tan asidua y sólo  una prescripción médica podría impulsar un consumo tan regular. Almacenar como veníamos haciendo nosotros, habitantes de una zona sin vacas, decenas de botes con esos cuajos denotaba un desequilibrio más.  Habíamos ingresado en la cuajada descuidadamente y después nos afanábamos en demostrar nuestra adhesión. La adicción familiar se mantuvo durante diez meses lo que da cuenta del desquiciamiento y la actitud acrítica con la que nos entregábamos a ese consumo abstruso de treinta botecitos semanales. No era razonable ingerir  tantas cuajadas ni creo que puedan tomarse en medida alguna visto el hartazgo que llegó después. 

Después de la abusiva experiencia familiar, todo aquello que hoy  contribuya a convertir la cuajada en abstracción mejora la relación con ella porque, al revés, toda referencia a lo concreto aboca  al rechazo.

La sensación es que se enseñoreó del frigorífico, acaparó  nuestra rutina,  nos empapuzó con su cuerpo viscoso y  nos brindó, entre su sabor blanco, dosis de inanidad hundida en sus blanduras. 

De hecho los botecitos, abandonados encima de la mesa  ante el televisor, o en las repisas,  nos envolvía como una escarapela de terror. Desde la cocina al salón siguen las cuajadas viajando en sueños  sin liberarnos de  su hondo olor  mamario que antes recibíamos como una delicia y ahora se alza como un plasma de hospital. Simultáneamente, toneladas de cuajadas estarán envasándose todavía en miles de potitos como aquellos y los miles de supermercados se abastecerán de los cientos de marcas diferentes servidas por las factorías donde las obreras se tapan con un antifaz la boca y las narices para no dejar que las esencias de las cuajadas se contaminen aunque, de todos modos, las verán oscilar temblorosamente en las grandes ollas industriales y comportarse como una masa  abúlica, en sí misma sorda y ciega.  

. Porque la cuajada desempeñó  dentro de nuestro hormiguero doméstico como el plumón que parasita al piojo o viceversa.  Esa cuajada sin personalidad, bobalicona y crasa, obtenía  toda la cualidad de una vana sustancia primordial y pura. Blanca, prácticamente insípida y amorfa adquiría su valor degustativo gracias a una posible función simbólica. La cuajada nos aguardaba en  la nevera, se ofrecía fielmente y se aprestaba a  dejarse hacer, saborear, palpar en la boca, perderse en nuestro interior como si hubiéramos deshecho entre el paladar y la lengua la consistencia de una teta y ahora el placer de ese pecho femenino lo hubiéramos absorbido en nuestro estómago.

 De la indolencia de la cuajada se obtenía el placer de su docilidad, de su falta de oposición a ser engullida  y aprisionada entre  nuestras papilas conseguíamos hacerla parte de  nuestro interior.

A partir de un momento no había ya rastro de cuajadas en casa pero por muchos meses permaneció su  olvido segregando suero, expresando la oblicua delectación  de antaño. El deseo de apoderarse del pecho de la mujer,   abismalmente perteneciente a ese cuerpo que escapa en su indiferencia. Cuerpos de mujeres cuajados de atracciones turgentes, mórbidas, redondeadas, blancas y blandas. Anhelados cuerpos de mujer cuyo último sabor se disipaba en una degustación desasosegante, interminable, insuficiente porque de nuevo ese sabor apenas percibido se alejaba más allá y sin alcanzar a aprehenderlo.  Día tras día consumiendo cuajadas con azúcar, hermosotas, suaves, cariñosas y siempre con su insolente modo de dejarse gustar sin nunca ofrecerse  por completo al gusto.

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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