Vicente Verdú
Mis hijos y sus amigos, todos universitarios y en la segunda mitad de la veintena, se quejan inconsolablemente de las malas condiciones en el empleo. Les pagan poco, les asignan tareas sin interés, les obligan a quedarse en la oficina hasta las tantas.
Se sienten maltratados por una época que, según ellos, explota abusivamente a su generación. Tienen tanta razón como les falta, obviamente, perspectiva. Mientras en los años sesenta españoles salían de la universidad unos pocos miles de licenciados, hoy ocurre que prácticamente quien se lo propone obtiene un título.
España es el país con más universitarios de Europa y la oleada se vuelca sobre el mercado de trabajo permitiendo a los empleadores la oportunidad de elegir y escatimar. Pero ¿escatimar cuánto? ¿apretar en qué grado comparativo?
Mientras ahora los mileuristas se indignan con la baja remuneración, en los años sesenta resultaba impensable que la inmensa mayoría llegara a cobrar un sueldo semejante, en términos reales. ¿La razón? Que mientras en nuestra cohorte obtenían su títulación algunos, el resto se enrolaba en trabajos menores, manuales, industriales o agrícolas, con retribuciones exiguas.
Ahora un millón y medio de universitarios se distribuyen en el sistema de producción con alguna protección de conocimientos y cualificación. Antes, la mayor proporción de nuevos empleados partía como obreros. Mientras un joven tipo, en trance de encontrar empleo, sufrirá hoy la cicatería del mileurismo, el joven tipo hace cincuenta años, en trance de encontrar empleo, no podría esperar mucho más que ser camarero en Altea o emplearse en un almacén.
Cierto que el malestar procede directamente de ver las expectativas denegadas. Pero ¿cómo no tener por muy inocente o hipócrita la creencia en verse recompensado laboralmente y de inmediato por enarbolar actualmente un diploma?
Durante las últimas décadas, acaso durante todo un siglo, la Universidad ha elegido, con todo orgullo, apartarse gradualmente de la empresa. Los claustros de catedráticos se reconocen como la sede del saber más puro mientras el mundo empresarial se tiene como un ámbito bruto, interesado, materialista, desdeñable. La consecuencia de ello ha sido, hasta recientemente, que los planes de estudio auspiciados por el corporativismo reinante no hayan atendido la funcionalidad práctica del saber y, por el contrario, hayan mantenido sacralizada la idea del conocimiento.
Existen otras razones para que los jóvenes licenciados se encuentren insatisfechos en el trabajo pero una central radica en que su preparación, además de deficiente, se revela improductiva.
Con esto las promociones universitarias son víctimas de una doble decepción. El desajuste entre sus ensueños del pasado y la realidad del presente es una. La otra obedece a que, efectivamente, su calificación no se aviene con las demandas concretas. De ahí la proliferación de másteres, cursillos, escuelas privadas y toda clase de apéndices educativos (y lucrativos) que viven del anacronismo de la Universidad y de su conspicuo o grotesco desdén por lo pragmático. La Universidad –todavía se dice- debe ser el centro del saber por el saber en sí. Ganas, en fin, de encubrir la vetustez y la incompetencia de las cátedras.
La Universidad nació como una institución creadora de élites para el ejercicio de funciones eficaces relacionadas con el poder (social, político, cultural) y, en consecuencia, con manifestaciones y transformaciones materiales, integradas, efectivas. El fracaso de la Universidad actual se corresponde con ese tremedal de jóvenes formados o medioformados, pero para otros tiempos. El anacronismo, la inerte prolongación de las materias impartidas hace despeñarse como bultos sin sentido los títulos de la Universidad y, de paso, la cultura juvenil de la queja y la adjunta sensación de sinsentidos.