Vicente Verdú
Por aquí y por allá se impone la decoración. No sólo Ikea ha acertado proponiendo con sus muebles y objetos redecorar nuestras vidas. Nuestras propias vidas errantes se ofrecen para ser redecoradas sin cesar.
La actual industria general de la cultura se encuentra prioritariamente ocupada en la decoración puesto que si se trata de atender el espíritu del tiempo la oferta debe asumir la novedad dominante, la necesidad en auge, la nueva ideología de la pervivencia o del desarrollo circunstancial.
Así no importa hoy que se trate del cine, del vídeo, de la pintura o de la literatura, de la música o de la política, el lema imperante coincide con el afán de decorar.
Es difícil, se trate de la novela o de los cuadros, de los autores con currículo o de los pintores que fueron grandes figuras en los 80 y 90, hallar alguno que no se encuentre trabajando en asuntos de decoración. La reflexión o la intensidad del conocimiento ha sido sustituida por el patinaje, de un lado, y por la extensividad de la distracción. Ni Broto o García Sevilla son ya propiamente pintores sino decoradores: autor de un abstracto ornamental. Son dos ejemplos entre decenas. Incluso Barceló, en otro sentido, se centra ahora en decorar grandes paredes de templos, aquí, allá.
En la novela, igualmente reina el motivo decorativo. La falsa novela histórica o neogótica no pretende investigar nada sino rediseñar. Un libro acaba y ha cumplido la misión no de transformar a nadie sino del restyling. De la misma manera, la arquitectura que fue la disciplina artístico-moral por antonomasia ha dejado el severo mandato de la ética social y ha optado por la estética de entretenimiento. Con la primera los arquitectos parecían profetas, en la nueva corriente los arquitectos parecen dramaturgos. ¿Malo? ¿Fatal? La decoración, como los actuales políticos vacuos, no pretende cambiar el mundo sino mejorar su impresión, su apariencia, su sonido, su olor. Pero, llegado a este punto, ¿por qué será que el olor es sinónimo de esencia?