Sergio Ramírez
La gloria mansa de García Márquez tiene una regla de oro y es no negarse a firmar nunca un ejemplar de un libro suyo. A veces, en la equívoca tranquilidad de un restaurante donde todo parece discurrir en paz alrededor de la mesa, comienzan a aparecer como por conjuro los lectores, sobre todo lectoras, armadas de libros de los que han vaciado la librería más cercana, o que han ido a buscar hasta sus casas, y ahora, además, vienen con cámaras digitales. Pone su autógrafo, con el dibujo de una flor de largo tallo al lado de la dedicatoria, siempre que se trate de un libro, aunque sea el libro de otro, nunca una libreta, o un papel cualquiera. En la ciudad de México, una vez, los solicitantes, una pareja de jóvenes casados, alegaron que debían ir hasta su casa, lejos, en busca del libro. Gabo respondió, con sonrisa segura y cordial, que les esperaría. Se hizo larga la sobremesa, pero regresaron, no con uno, sino con una pila de ellos, y los firmó todos, meticulosamente, sin faltar la consabida flor.
Es lo que ha pasado la noche del último viernes en el restaurante La Vitrola de Cartagena de Indias. Otra vez, surgieron decenas de libros de la nada. Pero, además, al salir, un conjunto de vallenato esperaba, al acecho, en la calle. Rompió a tocar el acordeón al aparecer por la puerta la cabeza coronada de Gabo. Todos los esplendores del vallenato de Leandro Díaz La diosa coronada en el aire de la medianoche, mientras la calle se iba llenando de gente. Un novelista coronado, una diosa coronada. También la literatura tiene dioses.