Javier Rioyo
Es mi segundo viaje a una de las ciudades más tranquilas de América, posiblemente del mundo. No quiero decir que no haya algunos problemas de seguridad, los centros urbanos de los países con bolsas marginales -¿y dónde no?- tienen que pagar esas cuotas de la incertidumbre de cualquier paseo nocturno. Más bien abstenerse del paseo. A no ser que no sea como esos personajes malevos, esos tipos bravos urbanos, amantes de la vida de los puertos, de la vida de bronce de los visitantes de conventillos. En el otro lado del río de la Plata, en el Buenos Aires de otros tiempos cantaron Carlos de la Púa, Evaristo Carriego o Borges. Ese ambiente tan literario, tan canalla, lleno de peligros inconcretos o de aventuras imaginarias, es el que uno adivina por la zona portuaria de Montevideo. Lo que en otros lugares, otras ciudades, parece territorio del pasado, de la literatura, aquí parece habitar los prohibidos barrios bajos.
Boliches, cafés, bares, que siguen siendo los mejores representantes de una ciudad en extinción, de una forma de vida que aquí parece todavía parada en los años 50. También me recuerda a la España de los años de silencio, la España que contaban aquella generación del 50. Pero en España, en aquellos tiempos, salvo la excepción de Mario Lacruz, Pedrolo y el primer Vázquez Montalbán- el de “Tatuaje”- nadie sacaba partido a esos ambientes que nos acercaban a los escenarios de la novela negra. Todavía Montevideo parece el escenario natural de alguna novela negra. Tiene decadencia en su esplendor agrietado, mantiene misterio en sus calles que bajan al puerto, los bares están decorando la vida de un pasado remoto. Y tiene pobreza y dignidad. También es una ciudad poco divertida, más allá de sus varios casinos y otros centros de diversión previsible y de decorado, lo cual hace más interesantes a sus habitantes. Es una ciudad con muchas librerías, sobre todo, con muchas librerías de viejo. Un placer. También, y eso siempre nos fascinó, es la ciudad dónde nació Lautremont. Además fue la ciudad de la que salió, de la que escapó para no volver, en los terribles, largos años de capital de una sórdida dictadura, el que mejor la supo contar, Juan Carlos Onetti. Él la llamó Santa María. Montevideo es, sigue siendo, Santa María.