Vicente Verdú
Ayer asistí a una clase de dibujo con lo que me propongo pintar con más conocimientos aunque no, desde luego, con el plan de ser mejor pintor sino más sabio.
La lección que recibí ayer, como parece obvio, provino del ojo. De un ojo que no miraba entonces para obtener una información útil para la vida o el comercio sino sólo para precisar la realidad autista del objeto.
De las personas y de los animales domésticos vamos haciéndonos una idea más o menos cabal casi sin darnos cuenta pero para obtener del objeto su objetividad es necesaria una atención muy atinada e intensa. Se trata de una contemplación que persigue el conocimiento por el conocimiento, el rigor de su rigor como un medio mágico para obtener vida. De hecho, cuando se acierta en el dibujo, el modelo se alza y alienta, su imagen reluce como en una versión inaugural e insólita.
Efectivamente, el objeto no gesticula ni tampoco habla: se expone a la vista tal como está quieto y mudo en el mundo y, en principio, parece demasiado esclavo. No es, sin embargo, así. La observación, por intensa que sea, halla notables dificultades para absorberlo y dominarlo. Para reproducirlo sin desorganizarlo, captarlo sin disecarlo.
El objeto se resiste a ser tomado y en su resistencia trasluce la potencia de su vida interna. Se resiste a ser metabolizado por la copia, demediado en la cautividad de un amo. No se deja, en fin, asumir sin rebelarse contra su aprensión y siempre en la acción de dibujarlo, en el intento de capturar su imagen se percibe, mediante su oposición, el pulso que late en sus entrañas. Un pulso que acentúa el deseo humano del dibujo, una autonomía del objeto que eleva su nivel de seducción y, al cabo, la posible recompensa de copulación recíproca. Un ojo ante un objeto, un objeto ante un ojo, componen así la pareja perfecta. El principio de una vida tú a tú que nace de un esfuerzo con la perspectiva plástica del gozo, el milagro de la reproducción, la demiurgia de la aparición, que finalmente despide el resultado triunfal del trazo.