Vicente Verdú
¿Ha sufrido alguna vez la excitante impresión de que no le entiende nadie? Se trata, en efecto, de una sensación desesperante y hasta extenuante pero, llegado a un punto, su naturaleza vira y llega a convertirse en una voluptuosidad de primera clase.
Naturalmente, para llegar a ese especial deleite se requiere una obstinación del yo pero ¿quién puede decir que la obstinación es sólo una facultad secundaria? Toda contumacia encierra la distinción de la verdad revelada. Como les pasa a los dioses o los santos, ¿seremos culpables de que los demás no haya recibido esa revelación? Que no la hayan recibido o entendido todavía, porque la firme creencia ahincada en aquello que nadie cree conlleva la certeza de que, tarde o temprano, algún día, los otros caerán en la cuenta de lo que negaban y la reconocerán, al margen de nuestra predicación sin éxito. ¿Un triunfo para las vanguardias? ¿Un consuelo para el iluminado? ¿Una propuesta para volverse un precursor, loco egregio, un Cid?
Visto desde el lado opuesto, a todos, casi a diario se nos presentan soluciones palmarias de asuntos que nos parecieron siempre irresolubles. Con relativa frecuencia descubrimos o comprendemos algo por primera vez tal y como si anteriormente se encontrara encriptado o camuflado. ¿No es exactamente el mismo caso de la proposición personal que, por el momento, ninguno entiende? Lo que para ellos fue invisible se traduce en obviedad o lo que les pareció disparate se presenta como un tiro preciso. No parece aconsejable emperrarse en todas las verdades que nos asaltan personalmente pero hay alguna de ellas, tan especial, elegante y decidida, que distinguimos como un más allá de lo común y sostenemos, difundimos y defendemos hasta el heroico extremo del delirio y la tabarra.