
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
En determinados periodos de la vida, la existencia parece ralentizarse y quedar estancada. Unas veces sucede así porque ha concluido la acción exterior que no dependía dinámicamente de nosotros y otras porque la repetición de nuestra conocida acción hace ver la misma cara de las cosas. O hasta las mismas cosas en sus diversas, reiteradas y limitadas facetas. No se trata de una situación que se parezca a la muerte o la evoque, ni siquiera literariamente, sino más bien consiste en la presentación autónoma del sinsentido como una circunstancia tan firme como no desprovista de valor. El sinsentido no deja compensación alguna, no genera la menor animación, no llama siquiera por contraste a cambiar de orientación. El sinsentido queda parado a la manera de una pantalla total ante la vista que ni deja transparentarse un más allá posible ni refleja con su cuerpo sombras de otros cuerpos. Es un sinsentido en su sentido perfecto y, en consecuencia, tampoco puede experimentarse como la parte opuesta al sentido. No posee pues significación alguna ni, desde luego, un ápice de lo que sería el residuo, la huella o la ceniza de un proyecto. Como una bestia disecada, absoluta y saciada, el sinsentido ocupa su espacio y su tiempo para nada. No siquiera podría decirse que vale como una manifestación de lo que sería acaso vivir si no supiéramos que vivimos o un morir entero si no supiéramos en absoluto que morimos. El sinsentido ni oye ni habla ni mira ni huele ni palpa ni escucha. Es la majestad del sinsentido.