
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Prácticamente todos los objetos existentes son amables gracias al sortilegio por el que emiten alguna suerte de positiva evocación. Son queridos por ser autónomos pero de ahí procede una especial forma de decir que nos seduce, reclama nuestra escucha y, al cabo, nuestra particular interpretación. Sólo un objeto de la casa queda excluido de esta condición vitalista o de la misma habla preformativa y se trata del papel higiénico. Objeto cuya obviedad desborda los límites de lo asumible y cuya significación rebasa cualquier propósito de reelaborar una interpretación personal. De hecho su insuperable obviedad lo vuelve mudo y su abusiva significación sustituye la posibilidad generativa del habla.
De una parte, su clamante ignominia saturada de sentido anula cualquier evocación de segundo grado, de otra siendo inexcusable en el hogar la categoría de su elocuencia se impondría tanto y sin necesidad de palabras que una complicidad inscrita naturalmente en los habitantes obra como una conjura para evitar mencionarlo. De modo que si de una parte nadie desea hablar de él, de otra su propia naturaleza de extrema categoría se ahorra el mundo de las evocaciones o las vagas referencias.
Mudo y quieto en su ubicación, discurre sin fomentar ningún imaginario y todo a su alrededor es un silencio amasado con el pudor y el miedo. No hay pues un recurso referirse a él como objeto simbólico, no hay manera de aludirlo como inocente elemento afectivo porque no existe peroración que lo perdone.
El rollo de papel higiénico existe así en la máxima soledad y junto al sonar abovedado de la taza. O aún más, habita en una suerte de vacío doméstico donde trata de desvanecerse no por desaparición puesto que su evanescencia es imposible de acuerdo a sus tareas pero sí en cuanto orden nemotécnico. Su presencia forma parte de un convenido olvido y siempre, cuanta indicación lo nombre para anotarlo en la lista de la compra o para comentar acaso su precio o su escasez, será a través de una cita lacónica, artificialmente abreviada por el oprobio que en sí conlleva, su vulgaridad o su permanente vileza.
Porque de hecho, a pesar de las infinitas invenciones históricas, el papel higiénico ha defendido su carácter, su morfología y su inequívoco baldón. No un gran baldón en términos absolutos pero absolutamente un baldón en el universo psicológico del sistema doméstico. Como no es fácil apartar de la mente la fuerza de su significado, no es posible eludir el oprobio de su nombre cuando se junta, en la enumeración de artículos, al de los alimentos, la colonia o el suavizante. Su intrusismo en la atmósfera sabrosa o bienoliente destruye los deseables encantamientos de la vida hogareña y hasta reclama un llamado "ambientador" para juntarse en sus procedimientos.
¿O no? ¿No será por otro lado el tabú de lo que más vivamente nos importa? Porque, desde otro punto de vista, una vez que del hogar han sido descartados los espejos de luna, los cuadros de los antepasados y los rizos como reliquias del muerto, el sendero más directo que enlaza con la muerte es, sin duda, el papel higiénico. Blanco, rosado, celeste, perfumado o no, estampado o liso, el papel higiénico carga con una dirección única y fehaciente que, en cuanto animales irredentos, nos impulsa a la descomposición, la sepultura y el excremento.
De los excrementos del cuerpo vivo a los desechos del cadáver. La fosa que muestra la taza (¿el sanitario?) transporta a un más allá fosco, tan relucientemente negro que, como un charol llega a formar, a lo largo del tiempo, el esmalte de la muerte. El papel higiénico es tan sólo el primer paso de ese viaje hacia la penumbra eterna y, en este sentido, no significa más que las vísperas ligeras y todavía diurnas de una excursión que nos hundirá sin metáforas, ni rollos blancos.
Su aspecto, unas veces sano o pleno y otras mermado hasta la patética visión del tubo de cartón representa el primer punto de un fatal itinerario cuya meta será la nada. De este modo la primera negación (¿oral?) del papel higiénico lo convierte en el eslabón inaugural de una escalinata invertida y en cuyo colofón se cumplirá la definitiva pestilencia del sumidero.
En la casa ese sumidero final no se ve nunca en su entera realidad, es confuso en el lavabo o el fregadero y compulsivamente se trata de perder de vista en la taza del ¿sanitario?. No se ve, por lo tanto, plenamente ni en su consecuencia profunda. En aquella profundidad donde las aguas se mezclan y la mescolanza forma una melaza opuesta a la compota, un puchero opuesto al estofado, un mundo inmundo, antagonista de éste mundo.
Es, por tanto, así como la fuerte carga humana del papel higiénico ha hecho imposible, desde que lo inventaron los chinos hace muchos siglos, expulsarlo del hogar. En sustitución del rechazo efectivo la forclusión lacaniana. El olvido extremo del papel higiénico que en la medida de su presencia impoluta preludia el contraste de su polución. Suciedad no de esto o de aquello, no de un día u otro aisladamente, sino suciedad personal regular y asidua, suciedad tan adherida al sujeto que bastará una reflexión superficial, un roce apenas, para adquirir de sí mismo una cierta consideración de bardoma. Hogareños productores de materia fecal, irremediables secretores de excremento, preludios de desintegración, hediondas señales de la muerte que todavía sinuosamente, intestinalmente, sigue avanzando desde adentro.