Vicente Verdú
Contra la sinceridad llamó Juan Cruz a un libro que le encargaron sobre la cuestión de la mentira o la verdad en la relación social.
Frente a la idea inculcada por los maristas a favor de la pura verdad, la sinceridad actúa socialmente como un corrosivo que convierte lo compacto en arenizo, el nudo en un lazo flojo, la amistad en friabilidad.
Hay cuestiones que no pueden decirse en público y otras que incluso son hasta venenosas en privado y es preciso reservarlas siempre y absolutamente para sí. Gracias a esta reserva de secretos la conciencia adquiere una identidad más fuerte incluso que la recibida de cualquier amor.
El secreto encapsulado, incomunicable y hasta insoportable determina un núcleo duro que tortura tanto como crea una dignidad sin corromper. Una caja de oro macizo o una inmortalidad representada en la continuidad de un conocimiento que perteneciéndonos en exclusiva y acompañándonos hasta la muerte seguirá intacto después de nuestra descomposición.
Este reducto nos sobrevive y, en consecuencia, sin dar parte a nadie se transfigura en el símbolo de la suprema verdad. Aquella clase de gran verdad que corresponde a Dios, el único que ha sabido administrar con celo trascendente los misterios de la fe y se ha reservado todavía el esclarecimiento de varios temas favoritos, desde el sortilegio de la Eucaristía a la fórmula de la Santísima Trinidad.
Pero sólo Dios y quienes alcanzan la santidad simbólica se encuentran en condiciones de mantener el contenedor cerrado a cal y canto. El común de los mortales tiende a irse de la lengua porque la tentación de soltar lo que se sabe suele ser tan fuerte como el instinto sexual que es, en su orgasmo, su metáfora más vistosa.
Que Zapatero o don Ramón Calderón sufrieran dos importunas grabaciones de sus lapsus o sus pensamientos secretos es apenas una muestra de lo que viene sucediendo con las grabaciones de personajes públicos y especuladores privados a granel. Ahora no hay prácticamente confidencia, tráfico de estupefacientes o cita adulterina que no se vea y oiga en la grabación.
La excepcionalidad, la intimidad o el secreto ha ido convirtiéndose en la materia prima de máximo interés en los medios sea respecto a los políticos, los curas o los consejos de administración. No es extraño que videocámaras y micrófonos, magnetófonos y cookies, intervenciones de teléfonos y correos electrónicos, compongan una constelación de dispositivos ávidos de succionar este elemento que destilan los ayuntamientos, los parlamentos y las presidencias sin importar de qué ámbito son. Lo decisivo es la captación de esta sustancia que, como un valioso estupefaciente, recibe el cuerpo de la información. La sensación del informador.