Vicente Verdú
Debo agradecer a Juan Marsé un feliz punto de vista sobre los amores imposibles. Una petición central para sus últimos años de vida sería, en conversación con Isabel Coixet, gozar del mentolado dolor de un amor imposible.
En esta pasión imperfectible culminaría la experiencia de las aventuras románticas y se ajustaría a las circunstancias mismas de la tercera edad. A la tercera llegaría la vencida. Y la victoria sobre cualquier otra oportunidad.
Un amor en proceso o en curso de realización acaba siendo cansino y defectuoso, mientras el amor imposible mejora sin cesar y resplandece como la invención misma.
A este amor, no lo sofrena el mundo puesto que, en cuanto irrealizable, resulta en gran medida irreal.
Nada lo amenaza tampoco seriamente puesto que se guarece en nuestra alma como un auténtico juego. Y como un órgano también puesto que el ánimo correspondiente a su organismo forma parte de nuestra salud y con ella se confunde. Su propia exultación sin consumir garantiza una provisión que, con la debida práctica, puede dosificarse, templarse o suspenderse sin que deban rendirse cuentas. No se parece además al amor hacia uno mismo, que tarde o temprano deriva en tristeza. El amor imposible tiende a ser en sustancia feliz porque no tiene el objeto sustantivo a mano. Sólo dispone de su ausencia.
Si el mayor castigo de los dioses consiste en atender y satisfacer nuestros anhelos, la máxima categoría de Dios, por el contrario, se funda en su completa sordera. No nos escucha, no nos recibe, no nos consuela y la encantación crece. El prestigio del Cielo procede de representar lo más alto e inasible, la inmensidad compuesta a base de sumas y sumas de vacío.