Vicente Verdú
Las corbatas son más que un complemento. Se presentan como un vistoso heraldo y tienden a reflejar la esencia.
No basta declarar desinterés por las corbatas o simple confusión para elegirlas con acierto: estas dos condiciones desacreditan radicalmente al personaje que las asume.
La corbata se encuentra plantificada en el lugar del esternón, como el desafío de una columna o un vástago. Ella nos dice verticalmente, de la cabeza a los pies. Existe ante pegada a nuestra barbilla como si se trata de un micrófono insorteable, un micro donde hay que pronunciar de forma inexorable las declaraciones referentes a nuestro ser. La corbata constituye así una auténtica declaración, un fenómeno intensamente elocuente que mejor será controlar, aprender y atender, en lugar de desestimarlo o conformarse con el azar que determina el tendero o la señora.
La corbata nos eleva, nos corona o nos ahorca. Es el estilo que nos exalta o nos hunde. Decenas de políticos pierden toda posible autoridad con la elección de una corbata color naranja; cientos de pintores o escultores condenan su obra mediante el desatino de una prenda eminentemente estética y publicitaria.
¿Es este el gusto del sujeto? La corbata responde con violencia a esta cuestión: el buen o mal gusto estalla como un lábaro eminente a través de la corbata. ¿Un complemento? Las corbatas son lo sustantivo y no al revés. Son las corbatas quienes nos juzgan, son ellas quienes nos anuncian y nos definen. ¿Mejor no llevar corbata? Todos aquellos que en las solemnidades acuden sin corbata muestran claramente su insuficiencia o su cobardía bajo el pretexto de la informalidad. Flojos, indeterminados, vacilantes, su informalidad es aquí la marca de una fuga. La ausencia de la corbata coincide con la ausencia de determinación y personalidad. Exactamente una claudicación del gusto y una pública confesión de que tras esa falta pueden aparecer muchas faltas importantes más.