Marcelo Figueras
Hace algunos días Julia preguntaba por qué no había dicho nada del final de temporada de Lost, conjeturando incluso si no habría abandonado la visión de la serie. Mujer de poca fe: ¡no había dicho nada porque no lo había visto! Creo que no podría abandonar Lost ni siquiera bajo presión. El final de esta tercera temporada, que vi al fin hace algunas horas, no hizo más que renovar mi admiración por J. J. Abrams y Damon Lindelof, sus creadores y productores. Estos tipos siempre encuentran alguna forma de dejarme con la boca abierta. Como espectador, pero también como escritor y como guionista, no puedo menos que sacarme el sombrero ante su excelencia como narradores.
A simple vista, Lost está llena de elementos fantásticos que hacen las delicias de la gente como uno, que adora los relatos de género. He leído comentarios que la vinculan a La isla misteriosa de Julio Verne. Otros se remiten a La tempestad, donde Shakespeare recurre a fuerzas sobrenaturales para producir un naufragio en las costas de una isla. Más allá de todas las citas y guiños culturales -que por cierto agradezco, porque parecen haber sido escogidos por alguien a quien le gustan exactamente las mismas cosas que a mí: Verne, Shakespeare, la novela Our Mutual Friend de Charles Dickens, que en algún momento Desmond anduvo leyendo por ahí-, creo que el atractivo más profundo pasa por otro lado. Sin dejar de lado el encanto del thriller fantástico o sobrenatural, Lost trata en esencia de lo mismo que tratan los grandes dramas: sobre la clase de gente que somos, o elegimos ser, una vez que el ropaje de las convenciones ha sido dejado de lado y no nos queda más remedio que probarnos en los hechos. Lost muestra a un grupo de gente que, de manera individual y también como comunidad, vive una situación límite que los obliga a demostrar y demostrarse si son lo que creían ser –esto es, si están a la altura de la mejor versión de sí mismos- o si son en cambio la bestia antisocial, egoísta y violenta con que muchos identifican al especimen humano. En este sentido (aquellos que no hayan visto el final, por favor abstenerse de seguir leyendo) la resolución de la historia de Charlie fue admirable, rescatando a un personaje que se había desdibujado para devolverle una humanidad que lo agigantó y terminó de definirlo ante nuestros ojos. Eso es lo que somos, a fin de cuentas: ni nuestra posición social o económica, ni nuestro nivel cultural, ni nuestra confesión política, sino las elecciones que tomamos en los momentos cruciales de nuestras vidas.
Ahora que sabemos que restan tres temporadas hasta el final (de dieciséis capítulos cada una, o sea más cortas de lo usual), el comienzo de nuestro sufrimiento tiene una fecha concreta. En algún momento del año 2010 nos ocurrirá lo mismo que a Jack (Matthew Fox) en el último capítulo de esta temporada, porque entonces sentiremos, como él, que por fin hemos dejado atrás esa maldita isla… y al mismo tiempo, que nos morimos por volver a visitarla.