Vicente Verdú
Ayer asistí a un inesperado concurso de pájaros. No una liza donde se competía mediante el plumaje o la rareza sino, tal como si fueran humanos, por la belleza del canto. Tampoco se trataba de animales exóticos o especialmente bellos sino gorriones, jilgueros o verderoles que acudían en pequeñas gabias colgadas de la mano de sus amos.
Un equipo de jueces provistos de gorra y una banqueta se afincaban sobre las gradas de un bancal y cada uno atendía simultáneamente al bullicio de cinco jaulas. De esa auscultación iba deduciendo una puntuación que se anotaba en una cartilla azul con una docena de apartados referidos a un diferente pasaje o acrobacia sonora del puesto que, aunque no lo parezca a los profanos, cada animal desarrolla un discurso cuyo fraseo se encuentra tipificado. No tomé la precaución de quedarme con uno de los impresos de calificación pero recuerdo dos de los temas en consideración. Uno de ellos ponderaba onomatopéyicamente un periodo de enunciación y en otro se tenía en cuenta el grado de dicción de la palabra “maría”. Cuando pregunté a una delegada de la organización por todo ello le pareció especialmente extraño que no conociera que los jilgueros dicen a menudo “maría” y es dependiendo de la claridad de la pronunciación como se adquiere una puntuación más alta. Todos los pájaros en la escena parecían por descontado conscientes de que se les examinaba y comparaba con sus vecinos de serie y con el total de las decenas de concursantes. Parejamente (pajeramente) los dos centenares de dueños habían acudido acompañados de amigos, parientes o esposas y, curiosamente, eran sólo los hombres quienes empeñaban su orgullo. Entre tanto, las acompañantes, sentadas en torno a una amplia mesa del merendero, jugaban a las cartas y bebían anís o café con leche. Afuera, la concentración de coches, furgonetas y motos era semejante a la de un partido de tercera regional y acaso el encanto esencial venía a ser por el estilo. Pero ¿cómo suponer que un certamen de esta naturaleza (en la naturaleza, de la naturaleza, con la naturaleza) se repitiera en decenas de localidades de la Comunidad Valenciana con una copiosa y ostentosa colección de premios, copas cubiertas de purpurina de tamaño descomunal y la escayola del pájaro consiguiente empinado en su peana? Porque también, entre los entendidos, la pose del pájaro se pondera. La prestancia de la figura y la justa desenvoltura en el cantar que, como es de suponer, requiere de los participantes (menos las jugadoras de cartas) un sentido peculiar, no sólo fino sino avezado como en las aves y tan preciso como una luz que dilucida un estribillo en lo que nosotros sólo apreciamos un confuso jolgorio o un simple ajetreo del piar.