Vicente Verdú
"Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real", dice Borges en El Aleph. Pero ¿qué nos convendría mal? ¿Tomar a la realidad por real o asumir que su irrealidad es la característica?
Sin duda nos libraríamos de un número incalculable de cargas si apostamos por la segunda opción. Gracias a tomar la realidad por irreal o, simplemente, como dice Borges, intuir en silencio que cuanto sucede pertenece a la ficción, obtenemos un impulso de inmortalidad. Un impulso de salvación que nos exime gloriosamente de un sinfín de preocupaciones, desdichas y padecimientos. No debe de ser, por tanto, una casualidad que esta frase borgiana sobre lo real se encuentre en el texto de su cuento titulado "El inmortal" porque aún no mostrándose allí relacionada directamente la irrealidad con la idea de la infinitud completa a la perfección el bucle del argumento esotérico.
Siendo ficticios nosotros, la muerte también lo será y ¿quién renunciaría a convertirse en fantasma si con ello la muerte no le venciera nunca? De la vida y la muerte se deduce siempre una dialéctica en la que los seres humanos acabamos trasquilados sin remedio. Acabamos como perdedores trasquilados porque para nosotros no hay vida y muerte en proporciones iguales sino una cruel asimetría que nos abate en dirección a la tumba, "Seres para la muerte".
¿La irrealidad? El posible milagro de lo irreal consigue el extremo prodigio de hacernos acaso iguales a la nada o también a la perpetuidad, a cualquier condición, en suma, que no conoce su defunción, ni su fin, ni su finalidad ni su finiquito.