
Félix de Azúa
Pocas cosas hay en este mundo más finas que mojarse las posaderas en las termas del sublime arquitecto Peter Zumthor. Llegar, no es fácil. Compensa, como se verá, la torta de nueces que venden en la panadería contigua a la estación de autobuses. El baño, sobre todo el nocturno, tampoco es moco de pavo. Vayamos por partes.
La historia del Hotel Therme de Vals, en los Grisones, comienza en 1953 cuando se construye la presa de Zerfreila en este valle misérrimo, a la sombra del Fruthorn y del Dachberg. Los ingenieros iban a traer la energía eléctrica a un lugar que había vivido a oscuras desde el Neolítico. Sin duda, allí nadie se había percatado porque Vals es zona habitada por una de las más bizarras inmigraciones de las que compusieron la Helvecia, la de los Walser, gigantes hirsutos venidos quizás de las cimas austriacas, los cuales plantaron allí el garrote en el siglo XIII y ya no hubo quien los moviera. La luz era una afición de canijos.
Si se desea llegar a este lugar entre infausto y glorioso hay que hacer muchos kilómetros alpinos por rutas de borrico, junto a despeñaderos, al pie de neveros y torrentes que en marzo dejan vivir una florecilla rosácea, única mancha de color en el telón opalino, lechoso, verdegrís de las laderas secas, y por cuyo valle corre el Rin anterior, uno de los dos brazos donde se origina el más tarde majestuoso alto y bajo Rin, el civilizado. En su nacimiento, la corriente tiene tonos verde nata y es severa, traidora, hija de los glaciares próximos a San Bernardino y Disentis. Sus aguas muerden sin descanso las laderas calcáreas en las que el hielo ha dejado zarpazos gigantes. Entre Chur (pronúnciese Kjur, o dígase en retorromanche Cuoira, Cuera o Cuira, según) y la próspera villa de Ilanz, este es un trayecto que no puede hacerse a pie, tan salvaje es el corte mineral. Desde el ferrocarril se divisan cuevas colosales que habrían hecho feliz a un Cromagnon.
El cantón de los Grisones es el más extenso de Suiza y el menos habitado, con razón. Son ciento cincuenta valles, decenas de subcantones y doscientas diecinueve comunidades, tan autónomas que legislan sobre materias constitucionales. Por ejemplo, los vehículos a motor, máquinas sucias y ruidosas sin ninguna utilidad, como todo el mundo sabe, estuvieron prohibidos hasta 1925. Es gente cauta, al parecer. La alta montaña da un paisanaje noble, tenaz, escéptico, altanero y algo rudo. La dispersión social del cantón tiene una maravillosa cristalización en ocho lenguas y casi setenta sublenguas y dialectos, algunos hablados tan sólo por diez o doce lugareños. Aparte del alemán y el italiano, la lengua más extendida es el retorromanche. En el tren que lleva de Chur a Ilanz anuncian que las paradas sólo se ejecutan a petición del cliente: "Fermada sur demonda", dicen. Y si no hay demonda, no para. El retorromanche se divide por zonas donde se habla el surselvano, el sutselvano, el surmirano, el putèr y el valader (según Edwin Graber), aunque seguro que hay más. En Vals, los anuncios municipales dicen cosas como: "Rauda blocconta da pintga dimension sto essenda, etc." Lo canté arrobado repetidamente hasta que los niños me miraron raro.
Como es lógico en este sindiós de país el patriota debe defender su identidad como una termita incesante. La sociedad nacional más antigua es la "Societá retorrumanscha" (1863), la más moderna la "Lia Rumantscha- Ligia Romontscha" (1919), pero para defender el sursilvano está la asociación "Romania" y para los pequeñines la "Union dals Grischs". Es que es precioso. Todavía en los años setenta, los manuales de primera enseñanza venían en alemán, italiano, walser, sutsilvano, surmirano y valader, aunque no tengo noticia de que también vinieran en putèr. Nadie es perfecto.
Para mejor digerir este inmenso tesoro cultural sin incidencia alguna en el mundo, lo mejor es mojarse las posaderas en las termas de Zumthor, una construcción de cuarcita fuliginosa (parece que hasta sesenta mil toneladas, usó el artista) que alberga un laberinto de piscinas, unas ardientes (42º), otras gélidas (14º), otras con flores de jazmín bailando bajo las aguas, todo ello entre altísimos muros negros con cintas de agua que resaltan los colores: óxido, cinabrio, azafrán, malaquita, oligisto. Uno se siente como Caracalla, con el Ferrari a la puerta.
El baño nocturno, el más recomendable, se lleva a cabo en riguroso silencio, con el cielo abierto sobre la piscina exterior y cuando yo me sumergí en ella, una nieve leve, alada, angélica, caía sobre nuestras cabezas, casi todas de arquitecto y arquitecta, con delicadeza sin par. Los presentes nos mirábamos los unos a los otros sin decir ni pío, metidos en una pieza dramática con texto de Beckett, personajes de Bergman y escenografía de Greenaway, un oxímoron, cavilando todos cómo escapar de aquella alucinación.
Por eso, nada mejor, al despertar, que la torta de nueces del panadero, junto a la estación de los autobuses que suelen devolvernos al mundo humano. Uno regresa a la realidad comiendo torta y constatando desde el autobús cómo el Rin anterior se empecina en comerse viva la montaña titánica. Oye los aullidos del coloso y le pide al conductor que vaya más deprisa.
Artículo publicado en: El Periódico, 28 de marzo de 2008.