Xavier Velasco
Con frecuencia seguramente sintomática, quienes nos olvidamos de nuestros problemas para hundirnos en los de nuestros personajes nos parecemos a las sufridas heroínas de las telenovelas. Por más que echamos mano del buen juicio, terminamos cayendo en las garras de los malos. Les creemos todo lo que nos dicen, aun a sabiendas de que sólo nos quieren porque les somos útiles y cuando puedan van a abandonarnos. Festejamos incluso sus chistes más infames, sin pensar demasiado que mañana podrían hacerlos a nuestras costillas, y por supuesto a nuestras espaldas. Los seguimos de cerca, igual que un cazador de autógrafos, sólo para después asquearnos de ellos y preguntarnos cómo pudimos aguantarlos. ¿Cómo saber, no obstante, qué tan bueno es un personaje bueno cuando no hay un canalla junto al cual medirlo?
Parte del protocolo de suponerse bueno –decente, dice uno, o piensa, o de menos asume- consiste en azorar y ser azorado con el relato entre alarmante y sardónico de lo que otros se atreven a hacer. Cuando niño, solía investigar el calibre moral de mis fechorías contándole a mi madre que otro, nunca yo, las había cometido. Hay una bienhechora sensación de indulgencia en el repaso de la maldad ajena, con la cual es más fácil ensañarse. Condenar a quien hizo lo que uno hace tiene el efecto de una larga indulgencia sobre el hipocritón que se finge asustado para alumbrar mejor su inocencia. Él sería incapaz de una cosa así.
Simpatiza uno al fin con los villanos porque nadie sino ellos nos da la sensación de tener en números negros la cuenta kármica. No hay cómo defenderlos, pero lo que ellos buscan es ser temidos y hasta denostados. Si realmente son malos, deberán carcajearse de la alarma que causan sus procederes. En lugar de sufrir hasta las lágrimas, como es seguro que lo merecen, esperan que nosotros sollocemos por ellos, pues incluso los más antipáticos tienen alguna vena seductora. El cinismo seduce a los desprevenidos, quizá por esos aires de libertad extrema que alguien dentro querría compartir y no se atreve.
Nada hay pues de estrambótico en que los llamados canallas sean ricos en propiedades narrativas, que son precisamente las que procuramos quienes queremos contar sus historias. No basta entonces con creer en ellos, sino que es necesario comprenderlos. Hacerse uno con ellos y peor, acompañarlos. No digo que no sea entretenido convertirse en villano impunemente y más tarde, de noche, recordarlo y reírse de todo lo que uno hizo sin hacerlo, en la persona de ese miserable que es evidentemente capaz de cualquier cosa, menos de osar tentarse el corazón por nadie. Pero pasan los meses y llegan las cuentas y uno es al fin quien tiene que pagarlas, ya se sabe que los villanos esquivan por sistema a los cobradores.
Cree uno, muy al principio, que el privilegio del narrador está en una supuesta impunidad, pero ello es tanto como suponer que un celador es libre sólo porque no está detrás sino delante de esas mismas rejas. En realidad, creo que simpatizo con mis villanos porque les debo buena parte de la historia, y porque cuando las almas de Dios sólo saben chillar y maldecir su suerte, siempre hay un canallita dispuesto a destrabar la trama entera con el poder de su ingenio torcido. Si ya después me llega la factura, no me queda más que ponerme a mano por los excesos del engendro perverso sin el cual no habría historia, ni ganas de contarla. Y ahora con su permiso, tengo cita con dos perfectos desgraciados. Me urge contar su historia, ponerme en los zapatos de uno y otro. A ver si no contraigo pie de atleta en el alma.