Vicente Verdú
Lo peor del desarreglo en la cerradura estaba por llegar. El cerrajero se declara incapaz de ofrecer una lógica que justifique la avería. La rotura, de acuerdo a su peritaje, se ha producido porque sí. ¿Azarosamente? ¿Irracionalmente? ¿Al margen de todo proceso lógico o tecnológico y en consecuencia asociable a fuerzas ajenas a la razón de la humanidad? He pedido que realicen la reparación sin hacerme comentarios pero, al parecer, el asunto despierta tantas incógnitas en sus vidas profesionales que les oigo hablar más que trabajar. Ninguno de ellos en sus largos años de oficio se enfrentó a un caso similar. ¡Es anormal!, exclamaba uno de ellos. ¿Habrá descubierto algún detalle tan infausto como inextricable en esta clase de puerta que mandé colocar? ¿Se despedirán de pronto para alejarse de esta casa adscrita al mundo de las anomalías? Pero también pienso: ¿no será que la puerta pertenece por su alta calidad y sofisticación a un modelo que no han llegado a tratar nunca? La descalificación de lo que no se sabe constituye una socorrida coartada del inepto. Ningún operario es humilde sino arrogante y su soberbia, tarde o temprano, se enseñorea en el curso de la reparación. Sería improbable que resolvieran el problema sin un pomposo diagnóstico y más aún si, como en este caso, el paso del adentro al afuera, la simbología de la puerta que nos bloquea o nos franquea el exterior puede fácilmente unirse a la significación del sujeto ante lo saludablemente público o hacia lo tóxicamente hermético, achicado hasta los estrictos límites del hogar. Límites que atosigan el espacio secreto, tósigo inexplicable que se oculta a la mirada de la vecindad.