Javier Rioyo
En una terraza de Montevideo, en un bar para ver la ciudad silenciosa, en una de las casas más altas del casco viejo, en un lugar tranquilo como el espíritu de la ciudad, después de haber buscado -y encontrado- libros por los rastros, librerías de viejo y tenderetes que la ciudad ofrece, estaba pensando en lo rara que es esta ciudad.
¿Qué es raro?…No lo tengo claro, pero ya es raro que los centros no estén multinacionalmente con la comida rápida, la moda rápida, la vida rápida. Y, no estando virgen -¿dónde las virginidades?- todavía está de muy buen ver. Todavía no está derrotada. Seguramente lo conseguirán. Harán de éstos boliches, de estas viejas librerías, de estos cafés y estas tiendas populares, otra parada multinacional para la uniformación y el dejá vu. Para que sea inútil e innecesario el viaje.
Pero la ciudad me parece hermosamente rara también por quienes la representan. Por ejemplo tres de los más inclasificables escritores franceses nacieron aquí: Isidoro Ducasse, el conde de Lautremont, del que siempre nos acompañaran sus cantos de Maldoror. También aquí nació otro raro, Jules Laforgue, simbolista en Uruguay, y del grupo de los Hydropathes del siglo XIX en Francia. Y otro que completa el trío de los franco-uruguayos, el más cercano, el contemporáneo de muchos de nuestro poetas del 98 o del 27, Jules Supervielle, también comenzó siendo simbolista, pasó por el surrealismo y terminó encontrando su propia voz.
La lista de los raros de Montevideo tiene muchos nombres, muchos nacionales, pero uno de los más grandes, posiblemente el más grande de los escritores de la ciudad -otra cosa son los pintores, con el enorme y cada vez más reivindicado legado de Torres García- es Juan Carlos Onetti. Misterioso, profundo, cercano, universal, triste e irónico como su propia ciudad, el autor de El astillero, Una tumba sin nombre, La vida breve o Juntacáveres, hace que los paseos por esta ciudad sean algo ya conocido, sin que los datos, los nombres, los lugares o las calles sean nombradas como son -algunas veces sí- sino como las imaginamos. Otro autor sin clasificar, como algunos de los más grandes de este lado del español, del castellano, del territorio de La Mancha. Onetti, que no cabe en el “boom”, que un día tuvo que dejar su ciudad, llegó a Madrid, divisó el panorama desde sus ojos lúcidos y miopes, se metió en la cama y decidió no levantarse. Seguir viviendo, bebiendo y escribiendo. Eso sí. Un grande sin clasificar. Como otro, este no de Uruguay, de Córdoba, antiporteño, casi eterno -murió a los 106 años- y casi oculto a pesar de haber escrito alguno de los libros más sagaces y geniales en nuestro idioma. Otro día hablaremos de ese raro, ese inclasificable, llamado Juan Filloy.