Vicente Verdú
Acabaré pronto con este ánimo, pero no puedo ahora sino hablar de la DESTRUCCIÓN, belleza que se revela incomparablemente más consternadora que el nacimiento, el crecimiento o la figuración.
Los bosques, los cadáveres humanos, los recuerdos felices, se descomponen recreando en sus versiones iridiscentes aquellos flujos que les dieron vida y plenitud.
En el movimiento destructor, paso a paso, se perciben los elementos seminertes o aturdidos que despuntaron cuando la materia se desplazaba desde la nada a la realización y desde la impasibilidad al corazón batiente.
En el interior de cualquier proceso destructivo se revelan las cruciales noticias pendientes. Las noticias indispensables para entender la enfermedad de existir o pervivir.
La materia nunca explica en su marcha desde el cero a la sazón ni su composición ni su sistema. La construcción y la destrucción, por añadidura, no constituyen un derecho y un revés, pero ni siquiera son complementarias y se presentan por tanto inabordables la una desde la otra.
La destrucción es única y sin equivalente porque si en la primera siempre será posible encontrar un proyecto, una ideología, un sentido o una finalidad, la construcción se define sin objetivo ni meticuloso planeamiento.
¿Desaparecer? Ni siquiera convertirse en nada es un anhelo de la destrucción puesto que ella se ensimisma en su quehacer perverso tal como actúa la maldad pura. La destrucción será así intraducible, injustificable, delirante.
La razón final, la finalidad, viene a inscribirse tarde o temprano, bien que mal, en no importa que desarrollo pero la destrucción se cumple y culmina a través de factores y en cuya complejidad es imposible anticipar deseo alguno.
Contrariamente a la beatitud que contempla el nacimiento como la epifanía de la vida, la vitalidad excedente se representa ante todo en el barroco absoluto de la destrucción. En la obscenidad de su gloriosa contorsión.