Sergio Ramírez
Vuelvo siempre a situarme en la memoria delante del cuadro aquel que hace tiempos vi por primera vez una mañana soleada de verano allá por 1974, en el museo de Dahlem, en los suburbios apacibles de Berlín, un museo hoy clausurado. Afuera los tilos encendidos de verde, a través del ventanal el haz de luz dorada en el que flotaban infinitas partículas de polvo, el parquet lustrado con cera, la guardiana somnolienta vestida de gris, y frente a mí La fuente de la juventud de Lucas Cranach.
Vienen por un extremo de la tela las carretas cargadas de ancianas desnudas, de carnes flácidas y pechos magros. Al centro hay jóvenes caballeros galantes que las ayudan a llegar a la fuente a la que entran temerosas primero, se sumergen en sus aguas y van saliendo por la otra orilla ya mozas otra vez. Las ayudan a vestirse suntuosamente y son conducidas bajo un palio de seda que se alza en el boscaje donde se está celebrando una fiesta. Música de flautas y vihuelas, viandas sobre las mesas, y otra vez bellas y esplendorosas, se dejan requebrar, se dejan llevar por los senderos del bosque, otra vez sus cuerpos merecen otros cuerpos, otra vez el alma palpita en su cárcel dichosa, otra vez la vida, otra vez la felicidad.
¡Ay , felicidad, para que fueras eterna!, canta en la noche el borracho de Juan Rulfo.