Sergio Ramírez
La escritura de imaginación, lejos de ser una banalidad, abre perspectivas infinitas en la conciencia de los seres humanos.
Al imaginar personajes diversos, el escritor explora mentes diversas, y por tanto mundos diversos, necesariamente contradictorios, y a partir de allí pone ante los ojos del lector a una diversidad de opciones críticas. Y esa es la esencia de la escritura de invención, abrir espacios de cuestionamiento, provocar preguntas en lugar de dar respuestas, sin lo cual la libertad de pensamiento no es posible.
Leyendo novelas y relatos se pueden multiplicar las posibilidades del mundo real y alterarlas. Imaginar ese mundo de manera diferente, y de allí partir hacia una visión nueva pero siempre insatisfecha. Si algo enseña la imaginación es a sobrevolar fronteras, o a dinamitarlas. Abolir los empecinamientos ideológicos, renegar de los fanatismos políticos o religiosos, rechazar los nacionalismos exacerbados, todos los cuales tienen una naturaleza odiosa y destructiva, porque parten de la intolerancia.
La literatura, igual que el arte, es una escuela de libertad, y conviene sentarnos en sus aulas. Y también es una escuela de pluralidad, de respeto por las diferencias y por la heterogeneidad del mundo, que nos resulta más rico y atractivo cuanto más diverso. Pluralidad de pensamiento, pluralidad de credos, diversidad étnica, diversidad sexual. Diversidad de la palabra creadora.
Más allá de la tolerancia, las palabras deben ayudar a situarnos dentro del otro, a trasladarnos al espacio en que viven aquellos a quienes debemos aprender a conocernos mejor, y desde allí, desde su propia posición, buscar cómo entender el mundo. Es la manera de ganar la convivencia, y que sean las ideas, más que el odio y la discriminación, las que nos muevan hacia adelante. Esa es nuestra ética del siglo veintiuno.
Las palabras son nuestra herramienta y no debe haber límites para usarlas. Los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo pagaron el más alto precio, que es el de la vida, por la libertad de palabra, que incluye la irreverencia, la risa y el humor y el sarcasmo, por hirientes que puedan parecer. Pagaron el precio de no imponerse a sí mismo la censura ante la amenaza del terror fanático que parece regresar hoy desde las cavernas de la historia.
Hay quienes aún reprochan a los irreverentes de Charlie Hebdo sus excesos, su insolencia, su burla de los prejuicios religiosos, sus blasfemias, y aún su grosería y vulgaridad. Si se hubieran moderado, si hubieran sido más cautos, sino hubieran causado ofensa a sus asesinos, estarían con vida. O se les acusa de ser unos provocadores. Y algunos van todavía más allá al decir que no pueden rendirles homenaje, aún muertos, porque no se identifican con su anarquismo destructivo.
Todo esto acaba de debatirse en el Festival Voces del Pen Club de Nueva York, cuando Charlie Hebdo recibió el Premio al Coraje en la libertad de expresión, y quienes se opusieron al homenaje y se negaron asistir a la ceremonia, muchos de ellos escritores renombrados, acusaron al semanario de intolerancia cultural e islamofobia.
Pero un estudio publicado por Le Monde en febrero, demuestra que solamente un 2% de las portadas de la revista, examinadas a lo largo de diez años, se burlaban del Islam o de Mahoma, de una manera que un creyente de esa religión puede tomar por blasfemia. "Hay una distinción crucial entre la blasfemia, que ataca un sistema de creencias, y el racismo que ataca a la gente de esas creencias", escribió en el New York Times el crítico literario Adam Gopnik.
No hay que dejar de tomar en cuenta, tampoco, que hay diversas clases de blasfemia, que el poder considera trasgresoras y merecedoras de castigo: blasfemias políticas, blasfemias ideológicas, además de las religiosas.
Decenas de periodistas pagan con la vida en América Latina el precio de no callarse frente a los carteles que trafican con drogas y personas, ni tampoco frente al poder gubernamental corrompido por el crimen organizado; y no callarse es una manera de blasfemar. Los medios de comunicación siguen siendo reprimidos, y se inventan leyes para intervenirlos, o para acaparar el espacio cibernético, y someter a censura las redes sociales. También son maneras de castigar la blasfemia.
El poder, cuando no es democrático, quiere siempre el silencio. Y no acatar el silencio que se impone desde arriba siempre trae riesgos. Pero bajo el silencio la escritura no existiría como instrumento privilegiado de la libertad, ni existiría la invención, que nos hace aún más libres. Es lo que Erasmo enseñó a Cervantes, y Cervantes no enseñó a todos nosotros.