Vicente Luis Mora
De la misma forma que el espejo, como recordaba el neurocientífico Francisco Mora y citábamos en La literatura egódica, nos acostumbra varias veces al día a nuestro aspecto, evitándonos la áspera sensación de vernos envejecer de golpe, las redes sociales están permitiendo que nos acostumbremos de forma gradual e imperceptible al crecimiento o envejecimiento de las personas de nuestro entorno próximo. Las continuas fotos -propias o ajenas- que comparten nuestros amigos y contactos testimonian sus minúsculos cambios faciales, sus pérdidas o ganancias de peso, sus cambios de peinado, sus decoloraciones o alopecias, sus diminutas variaciones expresivas. Cuando me fui a vivir al extranjero y transcurrían los meses sin ver a mis amigos, al regresar les notaba muy distintos: multitud de pequeñas diferencias, casi inapreciables, creaban la impresión de una mutación en ellos, como si un primo o un mellizo hubieran usurpado su personalidad. Poco a poco esos amigos fueron abriéndose perfiles en la red, y subieron fotos de sí mismos y de otros amigos comunes; ver esas imágenes de pronto era como estar (visualmente al menos) allí con ellos, compartiendo sus microevoluciones faciales, las leves alteraciones de su rostro, su modo de encarar o arrostrar el tiempo.
Por ese motivo, cuando me reencontraba con ellos algo sucedía que era nuevo por completo, y es que una frase típica de los anteriores reencuentros había desaparecido, había dejado de pronunciarse: esa de cómo has cambiado.
Observar vuestra imagen, casi igual pero algo distinta cada vez, va actualizando vuestro perfil en mi memoria, haciendo vuestro yo de hoy indistinguible de los pasados, porque no hay transición ni cambio, sino deslizamiento paulatino entre etapas.
Acostumbrados a la percepción constante de las variaciones minúsculas, inmersos en este presente continuo en el que nada cambia, crecemos y envejecemos pensando que somos siempre los mismos.